Para cuando llegó la medianoche, abastecidas de cerveza y chocolate, a las cuatro mujeres todavía le sobraban ganas de mucha fiesta. Agustina resultó ser una versión suavizada de Euge, parecida en el aspecto y en la voz, y dotada del mismo alegre sentido del humor. Hablaron hasta quedarse afónicas, rieron y lloraron, bebieron cerveza y comieron todo aquello a lo que echaron mano. Resultaba asombroso observarlas.
Trasladaron el velatorio a la cocina, y entonces Peter se tendió en el sofá. Había dormido, pero con un oído atento al ruido procedente de la cocina. No sucedió nada alarmante, excepto que descubrió que Lali cantaba mucho cuando estaba achispada.
Cuando se despertó, se percató inmediatamente de que el ruido habría disminuido. De hecho había cesado del todo. Abrió en silencio la puerta de la cocina y espió. Estaban todas dormidas, respirando profundamente debido a la pesadez del cansancio y del alcohol, Rochi estaba roncando ligeramente, un sonido delicado que no llegaba a ser un ronquido como Dios manda. Tras haberse criado en una casa con cuatro hermanos y su padre, Peter sabía exactamente cómo era un ronquido en toda regla.
Lali estaba debajo de la mesa. Literalmente. Estaba hecha un ovillo con la cabeza apoyada en las manos, igual que un ángel. Peter lanzó un resoplido; aquello era una verdadera contrariedad. Probablemente había practicado dormir de aquella forma desde que era pequeña.
Cande tenía la cabeza apoyada en los brazos cruzados, como una niña de primaria. Era una niña muy dulce, pensó Peter, aunque debía de tener bastante firmeza de carácter para mantenerse en su terreno al lado de las otras. Agustina también tenía la cabeza sobre la mesa, pero con una bandeja a modo de almohada, una plana. Cuando se tiene suficiente cerveza en el cuerpo, hay muchas cosas que antes parecían ilógicas que ahora cobran sentido.
Buscó y encontró el café y los filtros, y seguidamente preparó una cafetera sin poner el menor cuidado en no hacer ruido. Las chicas seguían dormidas. Una vez que estuvo listo el café, rebuscó entre los armarios hasta dar con las tazas, y sacó cinco. Llenó cuatro tazas sólo hasta la mitad por si a alguna le temblaba la mano, pero la suya la llenó hasta el borde. Luego dijo:
—Muy bien, señoritas, hora de despertarse.
Bien podría habérselo dicho a la pared, a juzgar por el efecto que tuvo aquel anuncio.
—¡Señoritas! —exclamó con más fuerza.
Nada.
—¡Lali! ¡Cande! ¡Rochi! ¡Agustina!
Cande levantó la cabeza unos centímetros y lo miró con ojos turbios, y acto seguido volvió a dejar caer la cabeza entre los brazos. Las otras tres ni se movieron.
Una ancha sonrisa se extendió por su rostro. Supuso que podía sacudirlas un poco para que se despertasen, pero eso no resultaría muy divertido. Lo divertido fue buscar una cacerola y una cuchara metálica y ponerse a armar ruido observando cómo las cuatro despertaban de un salto con ojos como platos. Lali se golpeó la cabeza contra la mesa y chilló.
—¡Hijo de puta!
Con la misión cumplida, Peter distribuyó las tazas de café, y en el caso de Lali se agachó para entregarle la suya. Lali estaba sentada bajo la mesa, frotándose la cabeza y mirándolo con cara de pocos amigos. Dios, cuánto quería a aquella mujer.
—Vamos, pónganse las pilas —le dijo al grupo en general—. El funeral dará comienzo en apenas cinco horas.
—¿Cinco horas? —gruñó Cande—. ¿Estás seguro?
—Estoy seguro. Eso quiere decir que tienen que estar en la funeraria dentro de cuatro horas.
—Ni hablar —declaró Rochi, pero logró tomar un sorbo de café.
—Tienen que curarse la borrachera...
—No estamos borrachas —dijo una voz de debajo de la mesa.
—... comer algo, si pueden, ducharse, lavarse el pelo, lo que tengan que hacer. No tienen tiempo para quedarse sentadas debajo de la mesa a gruñir.
—No estoy gruñendo.
No, aquello era más bien un bufido. Tal vez un poco de sexo medicinal le suavizase el humor... si es que él llegaba vivo al final. Por el momento, sabía más que o menos cómo se sentía el macho de la mantis religiosa cuando se aproximaba a la hembra, sabedor de que el sexo iba a ser estupendo pero que después iban a arrancarle la cabeza.
En fin. Había cosas por las que merecía la pena perder la cabeza.
Agustina se puso de pie con piernas temblorosas. Llevaba la marca del borde de la bandeja en la cara. Tomó un poco de café, se aclaró la garganta y dijo:
—Peter tiene razón. Tenemos que empezar a movernos, de lo contrario llegaremos tarde.
Un esbelto brazo surgió de debajo de la mesa sosteniendo una taza de café vacía. Peter captó la indirecta y la rellenó de líquido. Acto seguido el brazo se replegó.
Dios mediante, podría desear pasar con ella unos cuarenta o cincuenta años. Daba miedo. Lo que daba miedo aún era que le gustaba la idea.
Rochi se terminó el café y se levantó para repostar, con el fin de poder funcionar. Dijo:
—Está bien, podré hacerlo. Permítanme que haga pis y me lave la cara, y estaré lista para irme a mi casa conduciendo. —Tropezó mientras avanzaba por el breve pasillo, y hasta la cocina llegó un quejido repentino—: ¡Dios, no puedo creer que haya dicho a Peter que tengo que hacer pis!
Quince minutos después Peter las tenía a todas en fila, incluida Lali, todas mirándolo ceñudas.
—¡No puedo creer que nos hagas esto! —le soltó ella, pero sopló obediente por el analizador de alcoholemia.
—Soy policía. De ningún modo pienso permitir que conduzcan hasta haber comprobado que están bien. —Observó la lectura del aparato y sonrió al tiempo que sacudía la cabeza—. Menos mal que estoy yo aquí, nena, porque no vas a ir conduciendo a ninguna parte. Estás ligeramente por encima del límite.
—¡No es cierto!
—Sí lo es. Vamos, bebe un poco más de café y guarda silencio mientras examino a las demás.
Agustina estaba bien. Rochi también. Cande lo estaba apenas.
—¡Has hecho trampa! —acusó Lali con expresión borracosa.
—¿Cómo diablos voy a hacer trampa? ¡Has sido tú la que ha soplado!
—¡Entonces es que está mal! No funciona. Todas hemos bebido de lo mismo. ¿Cómo voy a estar yo por encima del límite si ninguna más lo está?
—Ellas pesan más que tú —explicó Peter con paciencia—. Cande está cerca del límite, pero dentro de lo legal. Tú, no. Yo te llevaré a casa.
Lali puso cara de niña enfadada.
—¿Qué coche vamos a dejar aquí, el tuyo o el mío?
—El tuyo. Que parezca que Cande tiene compañía, por si a alguien le da por mirar en el aparcamiento.
Aquel razonamiento la convenció. Todavía ponía mala cara, pero al cabo de un minuto dijo:
—Está bien.
Con sólo unos cuantos contratiempos más, Peter consiguió meterla en el todoterreno, donde rápidamente se echó a dormir otra vez. Se despertó lo bastante para entrar en la casa de él por su propio pie, pero se quedó mirándolo ceñuda cuando él abrió el grifo de la ducha y empezó a quitarse la ropa y luego a desvestirla a ella.
—¿Tenías la intención de lavarte la cabeza? —le preguntó.
—Sí.
—Bien. Entonces no te importará que haga esto. —La levantó y la metió en la ducha, directamente debajo del chorro de agua. Ella tosió y escupió, pero no forcejeó. En cambio dejó escapar un gran suspiro, como si el agua le produjera placer.
Una vez que tuvo el pelo enjabonado y aclarado, dijo:
—No estoy de buen humor.
—Ya me he dado cuenta.
—Siempre estoy irritable cuando no he dormido lo suficiente.
—Oh, ¿es ése el problema? —replicó Peter secamente.
—En gran parte. Por lo general me pongo muy contenta después de haberme tomado unas cervezas.
—Anoche estabas contenta. Pero esta mañana ya es otra historia.
—Tú crees que no tengo resaca. Pues no. Bueno, un poco de dolor de cabeza, pero no mucho. Que esto te sirva de advertencia por si esta noche vuelves a impedirme dormir.
—¿Que yo te he impedido dormir? ¿Yo? —repitió incrédulo—. ¿No eres la misma mujer que ayer me sacó a empujones de un profundo sueño a las dos de la madrugada?
—No te di ningún empujón. Más bien boté encima de ti, pero no te di ningún empujón.
—Conque botaste —repitió Peter.
—Estabas empalmado. No podía desperdiciar aquella erección, ¿no?
—Podrías haberme despertado "antes" de empezar a no desperdiciarla.
—Mira —dijo Lali exasperada—. Si no quieres que la use, no te tumbes de espalda con ella sobresaliendo de esa forma. Si eso no es una invitación, no sé qué es.
—Estaba dormido. Esas cosas suceden por sí solas. —De hecho, en aquel preciso instante estaba sucediendo lo mismo por sí solo. Lali notó que la pinchaba en el estómago. Bajó la vista... y sonrió. Fue una sonrisa que hizo que sus testículos se tensaran de miedo.
Con un resoplido de desdén, Lali se volvió de espaldas e hizo caso omiso mientras terminaba de ducharse.
—¡Eh! —dijo Peter para atraer su atención. Su tono era de alarma—. No irás a dejar que se desperdicie esta vez, ¿no?
Lograron llegar a la funeraria a tiempo, pero por los pelos. Peter llevó a Lali a casa de Cande para que recogiera el coche, de modo que si el asesino acudía al funeral no la vería apearse del todoterreno de Peter y así no averiguaría donde estaba viviendo. Con el Cobra guardado en el garaje de él, tenía que aparcar el todoterreno en el camino de entrada o en el garaje de Lali, lo cual era un fastidio porque ella no tenía la puerta de apertura automática.
Se sentía relajado, y Lali también estaba de un humor infinitamente más dulce. El sexo medicinal era algo estupendo. Había logrado resistirse a él durante cinco minutos enteros, pero justo cuando Peter empezaba a sudar de verdad, se enroscó a él con una chispa en aquellos ojos verdes y le susurró:
—Me siento un poco tensa. Creo que necesito relajarme.
Estaba impresionante, se dijo Peter observándola desde el otro extremo de la habitación. Llevaba un traje azul oscuro ceñido que le llegaba justo por la rodilla, y unos zapatos de lo más sexy. Lali dejó que él la mirara mientras se ponía lo que ella llamaba su "cara de funeral". Evidentemente, las mujeres contaban con una estrategia de maquillaje para cada ocasión. El perfilador y el rímel eran resistentes al agua, para evitar corrimientos. Nada de base ni colorete, porque iba a abrazar a gente y no quería dejar manchas en la ropa de nadie. Y una barra de labios a prueba de besos de un color que ella denominó un "discreto malva", aunque Peter no tenía idea de qué demonios era el malva. El lápiz de labios que llevaba Lali parecía rosado, pero las mujeres no podían decir simplemente "rosa".
Las mujeres eran una especia diferente. Alienígenas. Aquella era la única explicación.
Agustina vestía de negro y lucía un aspecto muy digno. Su marido se había reunido con ella y estaba de pie a su lado, sosteniéndole la mano. Rochi llevaba un traje verde oscuro, y también iba acompañada de su marido. El señor Martínez era el típico americano de aspecto pulcro, con el cabello castaño cuidadosamente peinado y de facciones regulares. No sostenía la mano de Rochi, y Peter se fijó en que ésta tampoco lo miraba con mucha frecuencia. Allí pasaba algo, pensó.
Cande iba vestida con un vestido rojo entallado que le llegaba a media pierna. Estaba, simplemente, preciosa. Se acercó hasta Lali para reunirse con ella, y Peter se aproximó para oír lo que decían.
—A Euge le encantaba el rojo —dijo Lali, sonriendo a Cande y buscando su mano—. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí.
A Cande le temblaron los labios.
—He querido despedirla con estilo. Esto no es de mal gusto, ¿verdad?
—¿Estás de broma? Es maravilloso. Todos los que conocían a Euge lo entenderán, y si no conocieran a Euge, no cuentan.
Allí estaba Roger Bernsen, tratando de mezclarse con la gente. No se le daba demasiado bien, pero lo intentaba. No se acercó a hablar, pero es que no estaban allí para charlar con la gente. Se movieron de un lado para otro estudiando a la multitud, escuchando conversaciones.
Habían acudido varios hombres rubios, pero Peter examinó detenidamente a cada uno de ellos y le pareció que ninguno prestaba una atención especial a Lali ni a las otras. La mayoría de ellos iban en compañía de sus esposas. Sabía que el asesino podía estar casado y llevar una vida normal en apariencia, pero a no ser que fuera un asesino en serie frío como una piedra, revelaría alguna clase de emoción cuando se enfrentase a su obra y a sus otras futuras presas.
Peter no creía que estuvieran tratando con un asesino así; las agresiones habían sido demasiado personales y demasiado emocionales, como las de una persona sin control.
Continuó observando a lo largo de todo el servicio religioso, el cual fue breve, gracias a Dios. El calor era ya sofocante, aunque Agustina había contratado el servicio lo más temprano posible para evitar la peor parte del día.
Captó la mirada de Bernsen, y éste movió lentamente la cabeza en un gesto negativo. Tampoco había descubierto nada. Todo estaba siendo filmado y más tarde visionarían la grabación para ver si había algo que hubieran pasado por alto, pero Peter no creía que hubiera nada. Maldición, estaba seguro de que el asesino acudiría al funeral.
Agustina estaba llorando un poco, pero mayormente se mantenía controlada. Peter vio que Lali se secaba los ojos con el borde de un pañuelo de papel doblado: más estrategia femenina para preservar el maquillaje. No creía que sus hermanas conocieran todos aquellos trucos.
En aquel momento se aproximó a Agustina una mujer guapa y delgada, y le estaba dando el pésame cuando de pronto se vino abajo y cayó en los brazos de la sorprendida Agustina, sollozando.
—No acabo de creérmelo —lloró—. La oficina ya no es la misma sin ella.
Rochi y Cande se acercaron más a Lali, las dos con la mirada fija en la mujer y con un gesto de "¿qué es lo que pasa?" en la cara. También se acercó Peter. La gente estaba reunida en pequeños grupitos, ignorando cortésmente aquella escenita emocional, de modo que él no llamaría la atención si hacía lo mismo.
—Debería haberme imaginado que Leah iba a montar todo este teatro que tanto le gusta —musitó Rochi con fastidio—. Es la reina del drama —añadió para informar a Peter—. Está en mi departamento, y siempre hace cosas así. No hay más que darle algo que sea mínimamente molesto, y ella lo convierte en una tragedia.
Lali observaba la escena con expresión de incredulidad y los ojos muy abiertos. Sacudió la cabeza y dijo en tono lúgubre:
—La rueda aún sigue girando, pero su hámster está muerto.
Rochi reprimió una carcajada y trató de convertirla en tos. Rápidamente se volvió de espaldas con la cara roja, en un intento de controlarse. Cande se mordía el labio inferior, pero se le escapó una risita y también tuvo que dar la espalda a la escena. Peter se tapó la boca con la mano, pero los hombros le temblaban. A lo mejor creían que estaba llorando.
¡Un vestido rojo! La muy zorra se había puesto un vestido rojo. Corin no se podía creer lo que estaba viendo. Era tan vergonzoso, tan vulgar. No lo habría creído propio de ella, y estaba tan sorprendido por su atrevimiento que no pudo ni reaccionar. Madre estaría aterrorizada.
Las mujeres como ella no merecían vivir. Ninguna de ellas lo merecía. Eran unas furcias, sucias e inmundas, y le haría un gran favor al mundo librándolo de ellas.
Cande suspiró aliviada cuando por fin entró en su departamento y pudo quitarse aquellos zapatos de tacón alto. La estaban matando los pies, pero merecía la pena presentar un buen aspecto en nombre de Euge. Lo haría otra vez si fuera necesario, pero se alegraba de no tener que hacerlo.
Ahora que el funeral había terminado, se sentía entumecida, exhausta. El velatorio fue una ayuda inmensa; hablar de Euge, reír, llorar, había sido una catarsis que le permitió superar el día. El funeral en sí, el ritual, resultó reconfortante en sí mismo. Su padre le había dicho que los funerales militares, con toda aquella pompa y protocolo, y aquellos movimientos orquestados con tanta precisión, suponían un consuelo para la familia. Los rituales decían: Esta persona contaba. Esta persona era respetada. Y los servicios eran una especie de marcador emocional, un momento en el que el duelo podía honrar a los muertos y sin embargo establecer un punto de partida para el resto de sus vidas.
Era curioso el modo en que todas habían conectado con Agustina. Era como tener a Euge, pero distinto, porque Agustina poseía claramente una personalidad propia. Sería agradable seguir en contacto con ella.
Cande se echó los brazos a la espalda para buscar la cremallera del vestido, y ya la tenía abierta a medias cuando oyó que llamaban a la puerta.
Se quedó petrificada, con un súbito pánico que le congeló las venas. Oh, Dios mío. Estaba allí, él, seguro. La había seguido hasta casa. Sabía que estaba sola.
Se dirigió a hurtadillas hacia el teléfono, como si él pudiera ver a través de la puerta y supiera lo que estaba haciendo. ¿La tiraría abajo? Había entrado por la fuerza en la casa de Lali rompiendo un cristal, pero ¿era lo bastante fuerte para echar abajo una puerta? Ni siquiera se le había ocurrido averiguar si su puerta era blindada o simplemente de madera.
—¿Candela? —La voz habló en tono perplejo, grave—. Soy Leah. Leah Street. ¿Te encuentras bien?
—¿Leah? —dijo débilmente. El alivio le causó un ligero mareo. Se dobló por la cintura respirando profundamente para controlar su agitación.
—He intentado hablar contigo por el camino, pero tú ibas demasiado deprisa —dijo Leah desde fuera.
Sí, así había sido. Estaba desesperada por llegar a casa y quitarse aquellos zapatos.
—Aguarda un minuto, estaba a punto de cambiarme de ropa.
¿Qué demonios hacía Leah allí?, se preguntó mientras iba hasta la puerta y retiraba la cadena. Sin embargo, antes de abrir acercó el ojo a la mirilla para cerciorarse de que se trataba de Leah, aunque ya había reconocido la voz.
Era Leah, con aspecto cansado y triste, y de pronto Cande se sintió culpable por el modo en que se había reído de ella en el funeral. No tenía ni idea de por qué querría Leah hablar con ella, ya que nunca habían intercambiado más que unas pocas palabras al cruzarse, pero le abrió la puerta.
—Entra —la invitó—. En el funeral hacía un calor horrible, ¿verdad? ¿Te apetece beber algo frío?
—Sí, por favor —respondió Leah. Llevaba consigo un gran bolso que se descolgó del hombro y sujetó contra su cuerpo como si fuera un bebé.
Cuando Cande se volvió para dirigirse a la cocina, reparó en cómo brillaba el cabello rubio de Leah bajo la luz. Entonces comprendió, en su frente se formó una minúscula arruga, y comenzó a retroceder.
Pero ya era demasiado tarde.
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