—Sí, Tacho, él y esa novia suya, ¿no? Se pelearon por algo, y me han dicho que se va a pegar con Victor.
—¿Cómo se apellida ese Victor? —preguntó el detective Roger Bernsen muy amablemente, pero aun así le salió un tono que sonó más bien a amenaza, porque el detective Bernsen era un tipo de unos ciento diez kilos embutidos en un cuerpo de uno noventa y siete, con un cuello de cincuenta centímetros, un voz de rana y una expresión que decía que no le faltaba ni un tanto así para montar en cólera. No podía hacer nada respecto de su voz, el peso no le importaba lo más mínimo, y la expresión la aprovechaba. El conjunto total resultaba muy intimidatorio.
—Er... Ables. Victor Ables.
—¿Tiene idea de dónde vive Victor?
—En la ciudad, amigo.
De modo que el detective de Sterling Heights se puso en contacto con el departamento de policía de Detroit y se detuvo a Nicolás <<Tacho>> Riera para interrogarlo.
El señor Riera estaba de muy mal humor cuando el detective Bernsen se sentó a hablar con él. Traía los ojos inyectados en sangre y olía a alcohol rancio, de modo que su mal humor quizá pudiera atribuirse a las uvas de la ira.
—Señor Riera —dijo el detective en un tono educado que de todas formas hizo encogerse al señor Riera—, ¿cuándo fue la última vez que vio a Eugenia Suarez?
El señor Riera levantó la cabeza bruscamente, un movimiento del que pareció arrepentirse. Cuando pudo hablar, dijo en tono hosco:
—El jueves por la noche.
—¿El jueves? ¿Está seguro de eso?
—Sí, ¿por qué? ¿Ha dicho Eugenia que yo le hubiera robado algo? Estaba allí cuando yo me marché, y si dice que me he llevado algo que es suyo, miente.
El detective Bernsen no reaccionó. En vez de eso dijo:
—¿Dónde ha estado usted desde el jueves por la noche?
—En la cárcel —respondió el señor Riera, todavía más malhumorado que antes.
El detective Bernsen se reclinó en su asiento, única evidencia externa de su perplejidad.
—¿En qué cárcel?
—En la de Detroit.
—¿Cuándo lo detuvieron?
—El jueves por la noche.
—¿Y cuándo lo soltaron?
—Ayer por la tarde.
—¿Así que ha pasado tres días como invitado de la ciudad de Detroit?
El señor Riera mostró una sonrisa torcida.
—Como invitado, sí.
—¿De qué lo acusaron?
—De conducir borracho, y dijeron que me resistí.
Todo aquello podía comprobarse fácilmente. El detective Bernsen le ofreció un café, pero se sorprendió de que el señor Riera lo rechazara. Lo dejó a solas y salió de la sala para telefonear al departamento de policía de Detroit.
Los hechos eran tal y como los había descrito el señor Riera. Desde las 23:34 de la noche del jueves hasta las 3:41 de la tarde del domingo, el señor Riera había estado en la cárcel.
Como coartada, era difícil de rebatir.
La señorita Suarez había sido vista con vida por última vez cuando ella y sus tres amigas salieron de Ernie's el viernes por la noche. Dado el estado del cadáver y el avance del rigor mortis, combinado con la temperatura que había en el interior de aquella casa climatizada, la señorita Suarez había sido asesinada en algún momento de la noche del viernes o la mañana del sábado.
Sin embargo, el señor Riera no había sido el asesino.
Aquel sencillo hecho le planteó al detective un rompecabezas más difícil de lo que había supuesto al principio. Si no lo había hecho el señor Riera, entonces ¿quién? Hasta el momento no habían descubierto ninguna otra relación romántica, ningún amante frustrado y enfurecido por el hecho de que ella se hubiera negado a dejar al señor Riera. Como la víctima y el señor Riera habían roto en efecto su relación el jueves por la noche, aquella teoría no iba a ninguna parte.
Pero la agresión había sido muy personal, caracterizada por la rabia, el ensañamiento y el intento de borrar la identidad de la víctima. Las heridas de arma blanca eran postmortem; la mataron los golpes del martillo, pero el asesino aún estaba furioso y recurrió al cuchillo. Las heridas habían sangrado muy poco, lo cual indicaba que el corazón ya no le latía cuando las recibió. La agresión sexual también había sido postmortem.
Eugenia Suarez conocía a su asesino, probablemente lo dejó entrar en la casa, ya que no había señales de haber forzado la entrada. Con el señor Riera descartado, el detective regresaba a la casilla de salida.
Tendría que repetir los pasos de la víctima del viernes por la noche, pensó. Comenzar por Ernie's. ¿Adonde habría ido a continuación? ¿Habría entrado en uno o dos bares, quizás habría ligado con algún hombre y se lo habría llevado a casa?
Con la frente arrugada en un gesto pensativo, volvió al señor Riera, que estaba retrepado en la silla con los ojos cerrados y se irguió cuando el detective Bernsen entró en la sala.
—Gracias por su colaboración —dijo educadamente el detective Bernsen—. Daré orden de que lo lleven a alguna parte, si lo necesita.
—¿Ya está? ¿Eso es todo lo que quería preguntarme? ¿De qué va todo esto?
El detective Bernsen vaciló. Si había algo que odiase hacer era ser el portador de la noticia de una muerte. Se acordaba de un capellán del ejército que en 1968 se presentó a su puerta y avisó a su madre de que su marido no iba a regresar vivo de Vietnam. Aquel doloroso recuerdo se le había quedado grabado a fuego en el cerebro.
Pero al señor Riera se le habían causado ciertas molestias en aquel asunto y merecía una explicación.
—La señorita Suarez sufrió una agresión en su casa...
—¿Euge? —El señor Riera se enderezó en la silla, alerta de pronto, y cambió totalmente de actitud—. ¿Está herida? ¿Se encuentra bien?
El detective Bernsen vaciló de nuevo, atrapado por una de aquellas incómodas intuiciones de las emociones humanas.
—Lo siento —dijo en el tono más suave posible, pues sabía que aquella noticia iba a ser más devastadora de lo que había supuesto en un principio—. La señorita Suarez no sobrevivió a la agresión.
—¿Que no sobrevivió? ¿Quiere decir que... que está muerta?
—Lo siento —repitió el detective.
Nicolás Riera permaneció estupefacto durante unos instantes, y entonces se fue derrumbando lentamente. Escondió su rostro sin afeitar entre las manos y empezó a sollozar.
Su hermana Ana llegó a la puerta de la casa antes de las siete de la mañana del día siguiente.
—Quería pillarte antes de que te fueras a trabajar —dijo enérgicamente cuando Lali le abrió la puerta de la cocina.
—Hoy no voy a ir a trabajar. —Con gesto automático, Lali sacó otra taza del armario, la llenó de café y se la pasó a Ana. ¿Y ahora qué? No se sentía con fuerzas para enfrentarse al enfado de su hermana.
Ana depositó la taza sobre la mesa y rodeó a Lali con los brazos estrechándola con fuerza.
—No sabía lo de Euge hasta que oí las noticias, y he venido enseguida. ¿Estás bien?
Las lágrimas volvieron a escocerle en los ojos a Lali, cuando ella creía que no podía llorar más. Debería haberse quedado ya sin lágrimas.
—Estoy bien —contestó.
No había dormido gran cosa, no había comido gran cosa, y se sentía como si le funcionasen sólo la mitad de los cilindros, pero seguía adelante. A pesar de lo mucho que le dolía la muerte de Euge, sabía que superaría aquel mal trago. El viejo dicho de que la vida sigue era un viejo dicho precisamente porque era cierto.
Ana se apartó un poco para observarla y examinó su cara desprovista de color y sus ojos hinchados y demacrados.
—Te he traído un pepino —dijo—. Siéntate.
¿Un pepino?
—¿Por qué? —preguntó Lali con gesto cansado—. ¿Qué vas a hacer con él?
—Ponerte un par de rodajas en los ojos, tonta —respondió Ana exasperada. A menudo se exasperaba al hablar con Lali—. Reducirá la hinchazón.
—Tengo compresas especiales para eso.
—Es mejor el pepino. Siéntate.
Como estaba tan cansada, Lali se sentó. Observó como Ana sacaba un enorme pepino de su bolso y lo lavaba. Seguidamente dijo:
—¿Dónde tienes los cuchillos?
—No lo sé. En uno de los cajones.
—¿No sabes dónde tienes los cuchillos?
—Por favor. Todavía no llevo ni un mes viviendo aquí. ¿Cuánto tardaste tú en desembalarlo todo cuando se mudaron Al y tú?
—Bueno, vamos a ver, nos mudamos hace ocho años, así que... ocho años. —El humor chispeó en los ojos de Ana mientras comenzaba a abrir y cerras metódicamente los cajones de los armarios.
En eso se oyó un fuerte golpe en la puerta de la cocina; acto seguido ésta se abrió antes de que Lali pudiera levantarse y entró Peter.
—He visto un coche desconocido y he venido a cerciorarme de que no hubiera periodistas molestándote —le dijo a Lali. La noche anterior habían llamado legiones de reporteros, incluidos los representantes de las cuatro cadenas de televisión más importantes.
Ana se volvió con el enorme pepino en la mano.
—¿Quién es usted? —preguntó a bocajarro.
—El vecino policía —contestó Peter. Se fijó en el pepino—. ¿Interrumpo algo?
A Lali le entraron ganas de golpearlo, pero no tenía energía suficiente para ello. Aún así, algo en su interior se iluminó con su presencia.
—Va a ponérmelo en los ojos.
Peter le dirigió una mirada de soslayo, como diciendo: <<Seguro que estás de broma>>.
—Se te resbalará.
Definitivamente, Lali decidió propinarle un porrazo. Más tarde.
—En rodajas.
La expresión de Peter se transformó en otra de escepticismo, algo así como <<esto no me lo pierdo>>. Se acercó al armario, sacó otra taza y se sirvió un café. Se apoyó contra los armarios con sus largas piernas cruzadas y esperó.
Ana se volvió hacia Lali, más que divertida.
—¿Quién es este? —quiso saber.
—Mi vecino —respondió Lali—. Ana, te presento a Peter Lanzani. Peter, mi hermana Ana.
Él le tendió una mano.
—Encantado de conocerla.
Ana se la estrechó, pero daba la impresión de no tener ganas de hacerlo. Volvió a su tarea de buscar un cuchillo.
—¿Llevas tres semanas viviendo aquí, y ya tienes un vecino que entra en tu casa como si tal cosa y sabe dónde están las tazas de café?
—Soy detective —le dijo Peter con una sonrisa—. Mi trabajo consiste en averiguar cosas.
Ana le dedicó una de sus miradas a lo Reina Victoria, que indicaba que aquello no le resultaba nada gracioso.
Lali pensó en levantarse y darle un abrazo, sólo por haberla hecho sentirse mejor. No sabía lo que habría hecho sin él el día anterior. Peter fue como una roca, una pared levantada entre ella y todas las llamadas telefónicas, y cuando Peter le decía a alguien que dejase de llamar, había una nota en su voz que obligaba a la gente a prestar atención.
Pero hoy no iba a estar allí, comprendió Lali. Se había vestido para ir a trabajar, con unos pantalones de color tostado claro y una camisa blanca como la nieve. Llevaba el mensáfono prendido al cinturón y la pistola a la altura del riñón derecho. Ana lo miraba todo el tiempo como si perteneciera a una especie exótica, con sólo una parte de su atención concentrada en encontrar un cuchillo.
Por fin abrió el cajón correcto y extrajo un cuchillo de mondar.
—Oh —dijo Lali con escaso interés—. De modo que están ahí.
Ana se volvió hacia Peter con el cuchillo en una mano y el pepino en la otra.
—¿Duermen juntos? —le preguntó en tono hostil.
—¡Ana! —exclamó Lali.
—Todavía no —respondió Peter con total seguridad en sí mismo.
Se hizo silencio en la cocina. Ana se puso a pelar el pepino con pasadas cortas y enérgicas del cuchillo.
—No parecen hermanas —observó Peter como si no acabara de interrumpir en seco la conversación.
Llevaban oyendo aquel comentario, o alguna variante del mismo, toda la vida.
—Ana se parece a mi padre pero con el color de pelo de mi madre, y yo me parezco a mi madre con el color de pelo de mi padre —explicó Lali automáticamente. Ana era alta, casi trece centímetros más alta que ella, y era delgada y rubia. El rubio era teñido, pero le sentaba bien a sus ojos castaños.
—¿Vas a quedarte a dormir en su casa esta noche? —preguntó Peter a Ana.
—No necesito que nadie se quede conmigo —replicó Lali.
—Sí —contestó Ana.
—Encárgate de las intromisiones y no dejes que se le acerquen los periodistas, ¿de acuerdo?
—No necesito que se quede nadie conmigo —repitió Lali.
—De acuerdo —dijo Ana a Peter.
—Genial —dijo Lali—. Ésta es mi casa y nadie me presta atención.
Ana cortó dos rodajas de pepino.
—Inclina la cabeza hacia atrás y cierra los ojos.
Lali se inclinó y cerró.
—Tenía entendido que debía estar tumbada para hacer esto.
—Demasiado tarde. —Ana colocó las rodajas frías sobre los párpados doloridos de Lali.
Oh, qué gusto daba sentir aquello frío y húmedo, tan calmante. Posiblemente iba a necesitar una bolsa entera de pepinos antes de que finalizara el funeral de Euge, pensó Lali, y justo al pensar en ello volvió la tristeza. Peter y Ana la habían mantenido a raya durante unos momentos, y se sintió agradecida hacia ellos por aquel respiro.
—He recibido una llamada del detective que investiga este caso —dijo Peter—. Tacho, el novio de Euge, estuvo en la cárcel de Detroit desde la noche del jueves hasta la tarde del domingo. Está libre de toda sospecha.
—¿Entonces entró un desconocido en su casa y la mató? —preguntó Lali al tiempo que se quitaba las rodajas de pepino y alzaba la cabeza para mirarlo.
—Quienquiera que fuese, no había señales de que hubiera forzado la entrada.
Eso ya lo había leído en el periódico de la mañana.
—Sabes más de lo que cuentas, ¿no es así?
Peter se encogió de hombros.
—Los policías siempre saben más de lo que dicen.
Y no estaba dispuesto a divulgar los detalles; Lali lo advirtió al observar cómo ocultaba su expresión debajo de su máscara de policía. Intentó no imaginarse qué detalles podían ser aquellos.
Peter apuró su café y aclaró la taza antes de ponerla boca abajo sobre el escurridor. A continuación se inclinó para darle un beso a Lali, un beso cálido y breve.
—Las dos tienen el número de mi mensáfono y de mi móvil, de modo que si me necesitan, llámenme.
—Estoy bien —le dijo ella, y lo decía en serio—. Oh.... ¿Sabes si está aquí la hermana de Euge?
Peter negó con la cabeza.
—Se ha vuelto a Saginaw. Todavía no hay nada que ella pueda hacer aquí. La casa continúa acordonada, y en los casos de asesinato es necesario realizar una autopsia. El tiempo que se tarde en llevarla a cabo depende del trabajo que tenga el forense. Es posible que el funeral no sea hasta este fin de semana.
Aquel era otro detalle en el que no deseaba pensar, el cadáver de Euge tendido sobre una losa refrigerada durante varios días.
—Entonces mañana iré a trabajar. Me gustaría ayudar a su hermana con los preparativos, si ella quiere, pero no creo que haya nada que hacer de momento.
—De momento, no. —Peter la besó nuevamente, luego le levantó las manos, que aún sujetaban las rodajas de pepino, y se las volvió a colocar sobre los párpados—. Déjalas ahí. Tienes un aspecto de verdad horrible.
—Vaya, muchas gracias —repuso ella secamente, y oyó cómo él se marchaba riéndose.
Otra vez silencio. Entonces Ana dijo:
—Ese tipo es diferente.
Diferente de los tres ex prometidos de Lali, quiso decir. Y no bromeaba.
—Sí —convino Lali.
—Esto parece bastante serio. No hace mucho que lo conoces.
¡Si Ana supiera! Probablemente estaba contando las tres semanas enteras que llevaba viviendo allí. Quién sabe lo que diría si supiera que durante las dos primeras semanas había creído que Peter era un borracho o un narcotraficante.
—No sé lo serio que será esto —dijo, consciente de que estaba mintiendo—, no pienso precipitarme a hacer nada. —Por su parte, la cosa no podía ponerse mucho más seria ya. Estaba enamorada de aquel tipejo grandullón. Lo que todavía estaba abierto a discusión era cómo o qué sentía él.
—Eso está bien —dijo Ana—. Lo último que necesitas tú es otro compromiso roto.
Podría haber pasado el día entero sin mencionar el desgraciado historial de Lali, pero es que Ana nunca había sido notoria por su tacto. Por otro lado, Lali nunca había dudado de que su hermana la quisiera, lo cual compensaba mucho su falta de tacto.
En aquel momento sonó el teléfono. Lali se quitó las rodajas de pepino de los ojos y fue a coger el inalámbrico al mismo tiempo que Ana.
—Peter me ha dicho que conteste yo al teléfono —siseó Ana, como si pudiera oírla el que llamaba.
Ring.
—¿Desde cuándo aceptas órdenes de una persona contra la que acabas de advertirme? —preguntó Lali secamente.
Ring.
—No es que te haya advertido exact...
Ring.
Sabiendo que aquella minidiscusión podía continuar durante media hora, Lali pulsó el botón del auricular antes de que saltara el contestador.
—Diga.
—¿Cuál de las cuatro eres tú?
—¿Cómo? —preguntó perpleja.
—¿Cuál de las cuatro eres tú?
Lali cortó y dejó el teléfono en su sitio con el ceño fruncido.
—¿Quién era? —quiso saber Ana.
—Algún chiflado. Euge, Rochi y Cande han estado recibiendo llamadas de éstas desde que salió a la luz la <<Lista>>. —La voz se le quebró un poco al mencionar a Euge—. Es el mismo individuo, siempre dice lo mismo.
—¿Has informado a la compañía telefónica de que estás recibiendo llamadas obscenas?
—No son obscenas. Dice: <<¿Cuál de las cuatro eres tú?>> susurrando. Supongo que se trata de un hombre, porque resulta difícil distinguirlo cuando alguien habla en susurros.
Ana puso los ojos en blanco.
—¿Un chiflado que llama por lo de la Lista? Puedes estar segura de que se trata de un hombre. Al dice que en su trabajo todos los hombres se han molestado bastante por algunas partes de esa lista. A ver si adivinas qué partes no les gustan.
—¿Las partes que tiene que ver con sus partes? —Como si tuviera que adivinarlo.
—Los hombres son de lo más predecible, ¿no crees? —Ana recorría la cocina, abriendo cajones y puertas.
—¿Qué estás haciendo?
—Mirar dónde está todo, para no tener que ponerme a buscarlo cuando cocine.
—¿Vas a cocinar? ¿El qué? —Durante un instante de leve desconcierto, Lali se preguntó si Ana habría traído consigo los ingredientes de lo que pretendiera preparar para dar de cenar a su familia aquella noche. Al fin y al cabo, se había sacado un pepino enorme del bolso; sólo Dios sabía qué más llevaba allí dentro. ¿Un asado, tal vez?
—El desayuno —repuso Ana—. Para nosotras. Y tú también vas a tomarlo.
De hecho, aquella mañana tenía hambre, pues la noche anterior se había saltado la cena. ¿Pensaría Ana que estaba loca? De ningún modo iba a discutir por la comida.
—Lo intentaré —dijo mansamente, y volvió a ponerse las rodajas de pepino encima de los ojos mientras su hermana trajinaba preparando unas tortitas.
Corin se quedó mirando fijamente el teléfono, notando cómo la decepción lo invadía en oleadas. Ésta tampoco se lo había dicho. Por lo menos no lo había increpado igual que había hecho las demás. Había pensado que lo haría, se había preparado para lo que pudiera decirle. Era una bocazas, tal como habría dicho Madre. Con frecuencia desaprobaba la forma en que hablaba en el trabajo, diciendo tantos tacos. A Madre no le habría gustado nada.
No sabía qué hacer. Matar a la primera zorra había sido... abrumador. No esperaba aquella sensación tan intensa y poderosa de alegría, casi de éxtasis. Se había enorgullecido de aquel acto, pero después sintió miedo. ¿Qué haría Madre si supiera que había disfrutado con ello? Siempre le había dado mucho miedo que ella descubriera el placer secreto que obtenía de sus castigos.
Pero el asesinato... Oh, el asesinato. Cerró los ojos y se balanceó ligeramente adelante y atrás reviviendo cada momento en su mente. La sorpresa dibujada en los ojos de aquella zorra durante una fracción de segundo antes de que la golpeara el martillo, el ruido sordo y húmedo de los goles, luego la dicha que le corrió por las venas y sensación de ser todopoderoso, de saber que ella no podía detenerlo porque él era muy fuerte... Se le inundaron los ojos de lágrimas, porque había disfrutado mucho y ahora todo se había terminado.
No había disfrutado tanto de ninguna otra cosa desde el día en que mató a Madre.
No... no pienses en eso. Le dijeron que no debía pensar en eso. Pero dijeron que debía tomarse las pastillas, y en eso se equivocaban, ¿verdad? Las pastillas lo hacían desaparecer. Así que a lo mejor sí debería pensar en Madre.
Fue el cuarto de baño y se miró en el espejo. Sí, aún estaba allí.
Se había traído una barra de labios de la casa de la zorra. No sabía por qué. Cuando estuvo muerta, se paseó por la casa mirando sus cosas, y cuando entró en el cuarto de baño y se contempló en el espejo se fijó en la increíble cantidad de maquillajes que había esparcidos por todas partes, cubriendo toda la superficie plana. Aquella zorra desde luego creía en eso de embellecerse, ¿eh? Bueno, ya no iba a necesitar más todo aquello, pensó, y se guardó la barra de labios en el bolsillo. Desde aquella noche la conservaba sobre el lavabo de su propio cuarto de baño.
Destapó el tubo y giró la base del mismo. Al hacerlo salió la barra de color carmín y forma obscena, como el pene de un perro. Sabía cómo era el pene de un perro porque había... No, no pienses en eso.
Se inclinó hacia delante y se perfiló cuidadosamente los labios de rojo brillante. Se enderezó y se contempló en el espejo. Sonriente, con el rojo de labios contrastando con los dientes, dijo:
—Hola, Madre.
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