—No hay mucho que contar —repuso Rochi encogiéndose de hombros—. Ayer, cuando llegué a casa estaba él allí. Empezó exigiéndome que dejara de ver a mis amigas, tres en particular, ya pueden imaginarse de quiénes se trata. Yo contraataqué exigiendo que él dejase a uno de sus amigos por cada una que tenía que abandonar yo. Luego... supongo que fue intuición femenina, porque de repente me pregunté si la razón de que se hubiera mostrado tan frío en los dos últimos años no sería otra mujer.
—¿Qué es lo que le pasa? —quiso saber Cande, indignada—. ¿Es que no se da cuenta de la suerte que tiene de tenerte a ti?
Rochi sonrió.
—Gracias por el voto. No estoy tirando la toalla, ¿sabes? Cabe la posibilidad de que solucionemos esto, pero no voy a permitir que me destroce si no es así. Anoche estuve pensando mucho, y esto no es sólo culpa de Pablo. De igual modo que él no es el hombre perfecto, yo tampoco soy la mujer perfecta.
—Pero tú no te has estado viendo con otro hombre —señaló Lali.
—No he dicho que seamos culpables por igual. Si a él le interesa conservar nuestro matrimonio, le queda mucho por hacer para compensarme. Pero yo también tengo que compensarlo a él de algunas cosas.
—¿Cómo qué? —preguntó Euge.
—Oh... No es que yo me haya desmelenado precisamente, pero tampoco he realizado ningún esfuerzo especial para atraerlo. Y también he cedido siempre a todo lo que dice, en un esfuerzo por agradarle, y la verdad es que en la superficie le parece bien, pero si quiere tener a una compañera que sea su igual, debe de resultar desesperante. Yo charlo con ustedes y les digo lo que pienso igual que hacía antes con él, pero ahora es como si le ocultara todas las partes interesantes de mi personalidad. Le doy la cocinera y el ama de casa, en vez de la amante y la compañera, y eso no es bueno para un matrimonio. No me extraña que esté aburrido.
—No sabes lo típico que es eso —dijo Lali en tono teñido de indignación—. Pase lo que pase, las mujeres cargan con la culpa. —Removió su café, mirando la taza con mal gesto—. Ya sé, ya sé, a veces tenemos que hacerlo. Odio estar equivocada, maldita sea.
—Eso es un cuarto de dólar —dijeron tres voces.
Hurgó en su bolso en busca de monedad, pero sacó sólo cuarenta y seis centavos. En lugar de eso dejó sobre la mesa un dólar.
—Una de vosotras que dé el cambio a las otras dos. Necesito volver a hacerme con algo de cambio. Peter me ha dejado seca.
Hubo una larga pausa, durante la cual tres pares de ojo permanecieron clavados en ella. Por fin, Cande preguntó delicadamente:
—¿Peter? ¿Quién es Peter?
—Ya saben. Peter. Mi vecino.
Euge frunció los labios.
—¿No será el mismo vecino que resultó ser policía al que tú describiste en varias ocasiones como tipejo, borracho, traficante de drogas, miserable hijo de puta, un patán que no ha visto una cuchilla ni una maquinilla de afeitar en lo que va de milenio...?
—Está bien, está bien —dijo Lali—. Sí, es el mismo tipo.
—¿Y ahora lo tratas por su nombre de pila? —preguntó Rochi asombrada.
Lali se ruborizó.
—Más o menos.
—Dios mío. —Cande abrió unos ojos como platos—. Se está sonrojando.
—Esto empieza a dar miedo —dijo Euge, y los tres pares de ojos parpadearon estupefactos.
Lali se revolvió en su asiento sintiendo cada vez más calor en el rostro.
—No es culpa mía —dijo impulsivamente, a la defensiva—. Tiene un todoterreno rojo. Con tracción en las cuatro ruedas.
—Comprendo que eso cambie completamente las cosas —comentó Rochi estudiando el techo.
—De modo que no es tan tipejo —musitó Lali—. ¿Y qué? En realidad, es un tipejo, pero tiene sus puntos buenos.
—Y el mejor de todos lo tiene dentro de sus pantalones, ¿no? —dijo en tono sarcástico Euge, la cual, al igual que un animal carnívoro, iba siempre directo a la ingle.
Cande desplegó una sorprendente falta de decoro lanzando un silbido y diciendo:
—¡Inmersión! ¡Inmersión! —Igual que en una película de guerras entre submarinos.
—¡Ya basta! —siseó Lali—. ¡No he hecho nada de eso!
—¡Aja! —Rochi se inclinó hacia ella—. ¿Y qué es lo que has hecho, exactamente?
—Exactamente besarlo una sola vez, listilla, eso es todo.
—Un beso no es suficiente para sonrojarse así —dijo Euge sonriente—. Sobre todo en tu cara.
Lali aspiró profundamente.
—Es evidente que tú nunca has sido besada por Peter, de lo contrario no harías una afirmación tan equivocada.
—Así que fue impresionante, ¿eh?
No pudo evitar el suspiro que se escapó de sus pulmones ni el modo en que se curvaron sus labios.
—Sí, fue impresionante.
—¿Y cuánto duró?
—¡Ya te he dicho que no nos hemos acostado! Fue sólo un beso. —Ya, igual que el Viper era sólo un coche y el Everest sólo una colina.
—Me refiero al beso —dijo Euge impaciente—. ¿Cuánto duró?
Lali se quedó en blanco. No lo había cronometrado precisamente, y además habían pasado otras muchas cosas mientras tanto, como un inminente pero en última instancia denegado orgasmo, que había acaparado casi toda su atención.
—No sé. Cinco minutos o así, creo.
Todas se la quedaron mirando.
—¿Cinco minutos? —preguntó Rochi débilmente—. ¿Un solo beso duró cinco minutos?
Otra vez aquel maldito sonrojo; notaba cómo le iba invadiendo la cara.
Cande sacudió lentamente la cabeza con incredulidad.
—Espero que estés tomando píldoras anticonceptivas, porque está claro que te encuentras en la zona roja. Podría marcarte un tanto en cualquier momento.
—Eso es lo que él piensa, también —dijo Lali, y frunció el entrecejo—. Resulta que ayer renové la receta médica.
—Evidentemente, él no es el único que lo piensa —saltó Rochi, y acto seguido mostró una ancha sonrisa—. ¡Oye, esto hay que celebrarlo!
—Están actuando como si yo fuera una causa perdida.
—Digamos sencillamente que tu vida social daba pena —dijo Euge.
—No es verdad.
—¿Cuándo fue la última vez que saliste con un hombre?
En eso la había pillado, porque Lali sabía que hacía mucho tiempo de ello, tanto que no supo decir con exactitud cuánto.
—Vale, no salgo mucho con hombres. Pero es por decisión propia, no por necesidad. Mi historial de citas con hombres no es precisamente algo que destacar, acuérdense.
—¿Y qué tiene de distinto ese policía?
—Mucho —dijo Lali en tono ambiguo, al recordarlo desnudo. Tras un momento de ensoñación se obligó a regresar a la realidad—. Durante una mitad del tiempo siento ganas de estrangularlo.
—¿Y durante la otra mitad?
Ella sonrió.
—Siento ganas de quitarle la ropa.
—A mí eso me parece la base de una buena relación —comentó Euge—. Desde luego, es más de lo que tenía yo con Tacho, y eso que lo he conservado alrededor de un año.
Lali se sintió aliviada de apartar el tema de conversación de Peter. ¿Cómo iba a poder explicar algo que ni siquiera ella misma entendía? Peter era exasperante, saltaban chispas entre ambos, y la noche anterior él no había ido a casa. Lali debería estar corriendo en la dirección contraria en vez de intentar posibles maneras de tenerlo para ella sola.
—¿Qué dijo?
—No mucho, lo cual fue una sorpresa. Cuando Tacho está enfadado, se muestra tan razonable como un niño de dos años con una rabieta. —Euge apoyó la barbilla en las manos entrelazadas—. Reconozco que me pilló con la guardia baja. Estaba preparada para oír gritos y juramentos, pero no sentimientos heridos.
—A lo mejor se preocupa más de lo que tú pensabas —dijo Cande, pero incluso ella parecía dubitativa.
Euge soltó un resoplido.
—Lo que teníamos resultaba cómodo para los dos, pero no era precisamente la aventura del siglo. ¿Y tú? ¿Has sabido algo de Victorio? —El cambio de tema por parte de Euge indicaba que estaba tan deseosa de dejar de hablar de Tacho como Lali lo estaba de hablar de otra persona que no fuera Peter.
—De hecho, sí. —Cande adoptó una expresión pensativa—. Está... no sé... como impresionado por toda esta publicidad. Como si yo fuera de repente una persona más valiosa, no sé si me entienden. Me invitó a cenar, en lugar de decir que ya se dejaría caer, como siempre ha hecho.
Un breve silencio engulló la mesa a la que estaban sentadas. Todas se miraron entre sí, inquieras por el súbito cambio de actitud de Victorio.
La expresión de Cande seguía siendo pensativa.
—Le dije que no. Si antes no era lo bastante interesante para él, tampoco lo soy ahora.
—Así se habla —dijo Lali, inmensamente aliviada. Todas chocaron palmas entre sí—. ¿Y ahora qué? ¿Victorio pertenece ya oficialmente al pasado, o piensas continuar?
—Voy a continuar. Pero no pienso volver a llamarlo; si quiere verme, que sea él quien llame.
—Pero lo has rechazado —señaló Euge.
—No le dije que se fuera al cuerno; sólo le dije que no, que tenía otros planes. —Se encogió de hombros—. Si vamos a tener alguna relación, las reglas básicas van a tener que cambiar, es decir, yo pondré algunas normas en lugar de jugar siempre a su manera.
—Somos de lo más complicadas —dijo Lali con un suspiro, y buscó refugio en su café.
—Somos normales —la corrigió Rochi.
—Eso es lo que he dicho.
Aún reían en voz baja cuando la camarera les trajo los pedidos y situó los platos delante de ellas. Sus vidas amorosas eran, en general, un desastre. ¿Y qué? Tenían huevos revueltos con patatas para consolarse.
Como era viernes, cumplieron con la tradición de cenar en Ernie's al salir de trabajar. A Lali le resultaba difícil creer que había transcurrido sólo una semana desde que elaboraron la Lista con tanta alegría. Habían cambiado muchas cosas en una semana. Por un lado, el ambiente de Ernie's: cuando entraron en el local estalló una salva de aplausos y un coro de abucheos. Algunas mujeres, sin duda el escandalizado contingente feminista, se unieron a estos últimos.
—¿Se lo pueden creer? —musitó Rochi mientras las conducían a una mesa—. Si fuéramos profetas, yo diría que estaríamos a punto de ser lapidadas.
—A quienes se lapidaba era a las mujeres perdidas —dijo Cande.
—Eso somos nosotras —dijo Euge riendo—. Por eso la gente reacciona al vernos. ¿Qué importa? Si alguien quiere decirnos algo a la cara, yo creo que podremos mantener el tipo.
Su camarero habitual les trajo las bebidas de siempre.
—Chicas, ahora son famosas —les dijo en tono desenfadado. Si se sentía molesto por algunos de los detalles de la Lista, no lo demostró. Naturalmente, cabía la posibilidad de que no tuviera ni idea de cuáles eran los detalles.
Lali le dijo:
—Fíjate, se nos ocurrió la idea el viernes pasado, sentadas en esa mesa de ahí.
—¿De verdad? Vaya. —El camarero miró la mesa en cuestión—. Esperen a que se lo diga al jefe.
—Sí, a lo mejor se le ocurre chapar la mesa en oro, o algo así.
El camarero sacudió despacio la cabeza, con aire dubitativo.
—No creo. ¿No es eso lo que se hace con los caballos?
Estaba muy cansada, cortesía de haberse levantado a la intempestiva hora de las dos de la madrugada, por eso tardó un segundo en establecer la relación.
—Eso es capar, no chapar.
—Oh. —En el rostro del camarero se dibujó una expresión de alivio—. Ya decía yo cómo se le podía hacer algo así a una mesa.
—Bueno, hacen falta cuatro personas —dijo Lali—. Una para sujetar cada pata.
Rochi bajó la cabeza hasta la mesa. Sacudía los hombros en un intento de sofocar la risa. Euge tenía un expresión un tanto alocada en los ojos, pero logró pedir la comida con sólo un leve temblor de voz. Cande, la más compuesta de las cuatro, esperó hasta que el camarero hubo tomado todos los pedidos y desapareció en la cocina para taparse la boca con las manos y reír a carcajadas hasta que se le saltaron las lágrimas.
—Una para cada pata —repitió boqueando, y estalló de nuevo en carcajadas.
La cena no fue tan relajada como de costumbre, porque no dejaban de acercarse personas a su mesa para hacer comentarios, tanto de elogio como de crítica. Cuando llegó la comida, estaba quemada; era evidente que el camarero era uno de los abucheadores.
—Vámonos de aquí —dijo por fin Euge con fastidio—. Aunque fuéramos capaces de tragarnos esta comida carbonizada, no tendríamos oportunidad de hacerlo con tantas interrupciones.
—¿La pagamos? —preguntó Cande examinando la piedra negruzca que se suponía que era una hamburguesa.
—Normalmente te diría que no —repuso Lali—. Pero si esta noche organizamos una bronca, es probable que mañana aparezca en los periódicos.
Las cuatro asintieron suspirando. Dejaron sus platos mayormente intactos, pagaron la cuenta y se fueron. Por lo general se quedaban un rato después de cenar, pero esta vez ya eran más de las seis; el sol de verano aún brillaba sobre el horizonte, y el calor resultaba sofocante.
Todas se replegaron a sus respectivos automóviles. Lali arrancó el motor del Viper y permaneció un momento sentada, escuchando el rumor grave de una máquina potente y puesta a punto. Conectó el ventilador en la posición máxima y ajustó las rejillas de salida del aire para que éste le diera en la cara.
No tenía ganas de ir a casa y ver las noticias, por si acaso volvían a hablar de la Lista. Decidió hacer la compra en vez de esperar al sábado y giró en sentido norte para tomar Van Dyke, pasó como un rayo por delante de la fábrica de General Motors y se resistió al impulso de girar a la derecha, lo cual la habría llevado al Departamento de Policía de Warren. No quería ver si había un todoterreno rojo o un Pontiac marrón en el aparcamiento. Lo único que deseaba era comprar comida y llegar a casa a ver qué hacia Bubú; llevaba tanto tiempo fuera que probablemente el gato se habría despachado con otro almohadón.
Lali no era de las que se entretienen al hacer la compra. Odiaba hacerla, por eso entraba en el supermercado igual que si se tratara de una carrera contrarreloj. Pilotando un carrito a gran velocidad, pasó volando por la sección de verduras echando al cesto repollo y lechuga además de fruta variada; luego recorrió rápidamente los demás pasillos. No cocinaba mucho, porque suponía demasiada molestia para una sola persona, pero de vez en cuando preparaba un asado o algo similar y después se lo iba comiendo en bocadillos a lo largo de una semana. Sin embargo, la comida para gatos de Bubú era una necesidad.
En aquel momento sintió que un brazo se cerraba alrededor de su cintura y oyó una voz grave que le decía.
—¿Me has echado de menos?
Consiguió reprimir el grito, de modo que lo que le salió fue poco más que un quejido, pero dio un salto hacia delante y a punto estuvo de chocar contra una pila de latas de comida para gatos. Giró en redondo y rápidamente situó el carrito entre ella y el intruso. Entonces lo miró con expresión de alarma.
—Perdone —le dijo—, pero no lo conozco. Debe de haberme confundido con otra persona.
Peter frunció el ceño. Algunos clientes los observaban con agudo interés; por lo menos una señora parecía tener la intención de llamar a la policía si él realizaba un movimiento equivocado.
—Muy graciosa —gruñó Peter, y a continuación se quitó lentamente la chaqueta para dejar ver la funda que llevaba en el cinturón y la enorme pistola negra que guardaba ésta. Como también llevaba la placa identificativa sujeta al cinturón, la tensión de las miradas en el pasillo siete fue reduciéndose conforme la gente murmuraba: <<Es policía>>.
—Márchate —dijo Lali—. Estoy ocupada.
—Ya lo veo. ¿Qué es esto, las Quinientas Millas del Supermercado? Llevo cinco minutos persiguiéndote por los pasillos.
—Nada de eso —replicó Lali consultando su reloj—. No llevo aquí cinco minutos.
—Vale, pues tres. Vi esa flecha roja que pasaba volando por Van Dyke y di la vuelta para seguirla, pues supuse que eras tú.
—¿Llevas el coche equipado con radar?
—He venido con mi todoterreno, no con un coche municipal.
—Entonces no puedes demostrar a qué velocidad circulaba yo.
—Maldita sea, no iba a ponerte una multa —dijo él, molesto—. Aunque si no disminuyes la velocidad, voy a llamar a un patrullero para que haga los honores.
—¿Así que has venido aquí para acosarme?
—No —contestó el con paciencia exagerada—. He venido porque he estado fuera y quería saber cómo iban las cosas.
—¿Fuera? —repitió Lali abriendo los ojos todo lo que daban de sí—. No tenía idea.
Peter hizo rechinar los dientes. Lali lo sabía porque vio cómo movía la mandíbula.
—Está bien, debería haber llamado. —Aquello sonó como si se lo hubieran arrancado dolorosamente de las entrañas.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Porque somos...
—¿Vecinos? —propuso ella al ver que Peter no encontraba la palabra que buscaba. Estaba empezando a divertirse, por lo menos tanto como era posible teniendo en cuenta que tenía los ojos cansados por falta de sueño.
—Porque entre nosotros hay cierta cosa. —La miró con gesto hosco. No parecía en absoluto contento con aquella cosa.
—¿Cosa? Yo no hago cosas.
—Ésta la harás —dijo él para sí, pero Lali lo oyó de todos modos y justo estaba abriendo la boca para contestarle cuando un niño, quizá de unos ocho años, se le acercó y le metió entre las costillas una arma láser de plástico haciendo unos ruiditos de descargas eléctricas cada vez que apretaba el gatillo.
—Estás muerta —dijo el niño victorioso.
En eso llegó su madre a toda prisa con gesto de preocupación e impotencia.
—¡Damián, deja eso! —Sonrió al niño de forma que fue poco más que una mueca—. No molestes a las personas amables.
—Cállate —respondió el pequeño maleducado—. ¿No vez que son unos Terrón de Vaniot?
—Lo siento —dijo la madre intentando llevarse a su retoño—. Damián, si no obedeces te castigaré cuando volvamos a casa.
Lali no pudo resistirse a poner los ojos en blanco. El niño volvió a pincharla en las costillas.
—¡Ay!
El niño hizo de nuevo aquellos ruiditos eléctricos, disfrutando enormemente con la incomodidad de ella.
Lali compuso una gran sonrisa y se inclinó hacia el querido Damián, y entonces le dijo con voz de lo más alienígina:
—Oh, mira, un pequeño terrícola. —Se irguió y ordenó a Peter con una mirada de autoridad—: Mátalo.
Damián se quedó con la boca abierta. Abrió los ojos como si fueran balones de fútbol al fijarse en la enorme pistola que lucía Peter en el cinturón. De su boca abierta comenzaron a salir una serie de grititos que recordaban a una alarma de incendios.
Peter juró para sus adentros, agarró a Lali del brazo y empezó a tirar de ella medio corriendo hacia la entrada del supermercado. Ella logró rescatar su bolso del carrito al pasar por delante de él.
—¡Eh, mi compra! —protestó.
—Ya podrás pasarte por aquí otros tres minutos mañana para hacerla —replicó Peter con violencia contenida—. En este momento estoy intentando evitar que te detengan.
—¿Por qué razón? —preguntó ella indignada mientras Peter la arrastraba al otro lado de las puertas automáticas. La gente volvía la cabeza para mirarlos, pero la mayoría se sentía atraída por los chillidos de Damián en el pasillo siete.
—¿Qué te parece por amenazar con matar a un niño y provocar un altercado?
—¡Yo no he amenazado con matarlo! Simplemente te lo he ordenado a ti. —Le costaba seguirle el ritmo; la falda larga que llevaba no estaba hecha para correr.
Él la obligó a darse la vuelta al doblar la esquina del edificio, fuera de la vista, y la aplastó contra la pared.
—No puedo creer que me haya perdido esto —dijo en tono provocativo.
Lali lo miró furiosa y no dijo nada.
—He estado en Lansing —rugió Peter, inclinándose de tal modo que su nariz casi tocaba la de Lali—. En una entrevista para un empleo del estado
—No me debes ninguna explicación.
Él se irguió y volvió la vista hacia el cielo, como si pidiera socorro al Todopoderoso. Lali decidió hacer una concesión.
—De acuerdo, una llamada telefónica no habría sido demasiado pedir...
Peter dijo algo para sí. Lali se imaginó bastante bien de qué se trataba, pero por desgracia él no pagaba dinero por cada taco que pronunciaba. Si así fuera, a ella le habría tocado la lotería.
Lo agarró de las orejas, le bajó la cabeza y lo besó.
Así, sin más, Peter la tuvo aprisionada contra la pared, abrazándola tan estrechamente que ella apenas podía respirar, pero la necesidad de respirar no ocupaba el primer puesto de su lista de prioridades en aquel momento. Sentirlo contra ella, saborearlo... Eso era lo importante. Llevaba la pistola en el cinturón, de manera que comprendió que no era aquello lo que la estaba presionando en el estómago. Se agitó un poco contra ello para asegurarse. No, definitivamente no era una pistola.
Peter tenía la respiración acelerada cuando levantó la cabeza.
—Siempre eliges los lugares más inoportunos —dijo mirando alrededor.
—¿Que los elijo yo? Yo estaba tan tranquila, ocupada en mis asuntos, haciendo un poco de compra, cuando fui atacada no por uno, sino por dos maníacos...
—¿No te gustan los niños?
Lali parpadeó.
—¿Qué?
—¿No te gustan los niños? Querías que matase a ese.
—Me gustan casi todos los niños —replicó ella en tono impaciente—, pero ese no. Me ha hecho daño en las costillas.
—Yo te estoy haciendo daño en el estómago.
Ella le dedicó una dulce sonrisa que lo hizo estremecerse.
—Sí, pero tú no estás usando una pistola láser de plástico.
—Vámonos de aquí —dijo Peter con aire desesperado, y tiró de Lali en dirección a su coche.
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