Capítulo 2:
—¡Quiero
que se quede!
Peter
miró a su hijo, sentado en la cama. Con un pijama de conejitos, tenía los
brazos cruzados sobre el pecho y se negaba a mirarlo a los ojos. Antes veía las
facciones de Candela en Tomy, los ojos castaños y la amplia sonrisa, pero cada
día empezaba a verse más a sí mismo. Especialmente en la naturaleza obstinada
del niño.
—Sé
que he cometido errores desde que se fue tu mamá, pero te prometo que intentaré
arreglarlos. No necesitamos a esa señora para pasar unas navidades felices.
—No
es una señora. Es un ángel. Mi ángel.
Peter
se sentó al borde de la cama.
—Se
llama Mariana Espósito. Me ha dado su tarjeta de visita. ¿Cuándo has visto un
ángel con tarjetas de visita?
—Da
igual cómo se llame. Lo que cuenta es lo que puede hacer.
—¿Y
qué crees que puede hacer? —preguntó su padre—. Yo también puedo poner un árbol
de Navidad.
—Pero
tú no sabes hacer galletas ni colocar adornos y… ¡y la última vez que el abuelo
hizo pavo sabía a zapato viejo! Además, es muy guapa. Como una modelo de las
revistas. Y huele muy bien. ¡Es mía y quiero que se quede!
Peter
no necesitaba que le recordasen lo obvio. Si no le hubiera dado la tarjeta,
casi habría creído que Mariana Espósito era, efectivamente, un ángel. Tenía
cara de ángel, desde luego. Con una boca sensual de labios carnosos y unos ojos
bordeados por larguísimas pestañas. Su pelo castaño brillaba bajo las luces del
establo y acentuaba sus facciones.
No,
eso no le pasó desapercibido. Ni su propia reacción ante la belleza de aquella
chica. Durante dos años había conseguido ignorar a todas las mujeres que se
cruzaban en su camino, aunque no hubo muchas.
No
salía casi nunca y vivía prácticamente para su trabajo. La última mujer a la
que había tocado era la profesora de Tomy, pero solo para darle la mano en la
reunión de padres. Pero ella tenía cincuenta años y olía a tiza.
Sin
embargo, Mariana Espósito no era una mujer fácil de ignorar. Recordó el
escalofrío que había sentido al tomarla de la mano… y estaba en el piso de
abajo, esperando que decidiera si se quedaba o no.
—Podría
dormir aquí, conmigo —sugirió Tomy.
—No
pienso dejar que una extraña…
—Un
ángel —lo corrigió su hijo.
—Por
muy ángel que sea, no pienso dejar que duerma en mi casa.
—Pues
entonces podría dormir en la casita de invitados. Además, al abuelo le gusta mi
ángel.
—¿Y
tú cómo lo sabes?
—Porque
lo sé —contestó Tomy.
Peter
se pasó una mano por el pelo. Si enviaba a Mariana Espósito a su casa, Tomy nunca se lo perdonaría. Ni su padre, seguramente. Y quizá no era tan mala idea
tenerla allí. A él no le gustaba decorar la casa y tener que adornar el árbol
de Navidad…
Además,
las fiestas siempre le recordaban a Candela. Cada adorno, cada decoración le
recordaba el tiempo que habían pasado juntos, cuando eran una familia, cuando
tenían un futuro por delante. Cuando se fue, Peter tiró todos los adornos de
Navidad, todo lo que le recordaba la traición de su mujer.
Pero
tenía la oportunidad de empezar otra vez, de crear unas tradiciones navideñas
que fueran solo suyas y de su hijo. Mariana Espósito estaría por allí, pero
solo sería una empleada, alguien que los ayudaría a decorar la casa para las
fiestas. Y sentía curiosidad por saber quién le pagaba.
—Muy
bien —suspiró por fin—. Tiene tres días para probar que la necesitamos. Si no,
volverá por donde ha venido.
—Entonces,
¿este año no vamos a esquiar?
—No,
este año no iremos a esquiar. Pero tendrás que encargarte tú de ella. Es tu
ángel.
Tomy se lanzó sobre él, enredando los bracitos alrededor de su cuello.
—¡Gracias,
papá! ¿Puedo ir a decírselo?
Peter
revolvió el pelo de su hijo, con el corazón encogido. Costaba tan poco hacerlo
feliz…
—Métete
en la cama. Yo se lo diré.
Tomy obedeció y, una vez arropado, su padre le hizo cosquillas en el estómago.
—¿Quién
te quiere más que a nada en el mundo?
—¡Tú!
—exclamó el niño. Peter iba a salir de la habitación, pero Tomy lo detuvo en
la puerta—. Papá… ¿extrañas a mamá?
Él
se volvió. No sabía qué contestar. ¿extrañaba las peleas, las broncas, la
angustia que sentía cada vez que Candela se iba a Nueva York? No, eso no. Pero
sí extrañaba la alegría que veía en los ojos de su hijo cuando su madre se
dignaba a visitarlo.
—Tu
madre es una mujer de mucho talento y tuvo que marcharse de aquí para ser una
gran actriz. Pero eso no significa que no te quiera tanto como yo.
Aunque
su pregunta no había sido contestada, Tomy sonrió.
—Buenas
noches, papá.
Peter
bajó la escalera preguntándose cómo había conseguido evitar una respuesta
directa. Tarde o temprano, el niño exigiría una explicación y él no sabría cómo
dársela. Pero, ¿podía seguir mintiéndole?
Mariana
estaba sentada en el sofá del salón, mirando el fuego de la chimenea. Se había
quitado el abrigo y debajo llevaba una chaqueta roja y una faldita negra que
dejaba al descubierto sus piernas. Nunca había conocido a una chica tan
sofisticada y que, a la vez, pareciese tan inocente.
—Siento
haberla hecho esperar. Si me dice dónde están sus cosas, la llevaré a su
habitación.
Ella
levantó la cabeza al oír su voz y Peter tuvo que hacer un esfuerzo para apartar
los ojos de sus piernas. Si iba a quedarse allí durante las navidades, tendría
que evitar ciertas fantasías.
—Gracias.
—Debería
ser yo quien le diera las gracias. Tomy insiste en que se quede en casa…
—No,
gracias. He reservado habitación en un hotel. Alquilaré un auto para ir y venir.
—Le
he dicho a mi hijo que podía quedarse con nosotros tres días; no creo que
necesite más tiempo. Tenemos una casa de invitados con cocina y cuarto de baño…
Y puede usar mi furgoneta para ir y venir, yo usaré la de mi padre.
—Pero
me han contratado para quedarme hasta el día de Navidad —dijo ella entonces—.
Sé que todo esto es un poco raro, pero quiero hacerlo bien y para eso necesito
más de tres días.
—¿Cuánto
se tarda en adornar un árbol de Navidad? —preguntó Peter.
Ella
lo miró como si le hubiera pedido que construyese el Titanic de la noche a la
mañana.
—Señor
Lanzani, este trabajo necesita tiempo. No ha puesto ningún adorno de Navidad y,
por lo que me ha dicho su padre, no tiene ninguno. Entre el exterior y el
interior, necesito tres días solo para planificar lo que voy a hacer. Y con el
presupuesto que tengo puedo hacer cosas preciosas. Además, quiero organizar los
menús de Nochebuena y Navidad… Si quiere hacer una fiesta, también puedo
organizarla. Estoy acostumbrada a organizar fiestas multitudinarias y…
—Un
momento, señorita Espósito. ¿Por qué no esperamos tres días? Después
decidiremos si su angelical presencia es necesaria o no. Pero antes me gustaría
saber quién financia todo esto.
Mariana
se encogió de hombros.
—Ya
le he dicho que no lo sé.
—¿No
lo sabe o no puede decírmelo?
—Ambas
cosas.
Peter
la miró durante unos segundos, en silencio. Y ella cruzó las piernas, incómoda.
—Mi
mujer se fue hace dos años, dos días antes de Navidad. Era eso lo que quería
preguntar, ¿no?
—Eso
no es asunto mío, señor Lanzani —replicó Mariana—. No creo que sea necesario
que me involucre personalmente con su familia. Estoy aquí para crear un
ambiente navideño perfecto y soy muy buena en mi trabajo. No lo defraudaré.
—Esto
es para mi hijo, no para mí.
—A
él me refería, señor Lanzani —replicó ella.
Peter
carraspeó, incómodo.
—Tomy echa de menos a su madre. Sobre todo en Navidad. Las cosas no han sido fáciles
para él… la ve muy poco.
El
significado de esas palabras estaba muy claro. No estaba buscando otra esposa y
no quería que ella ocupase el lugar de la madre de Tomy.
—Si
no le importa, me voy a dormir. Mañana tengo muchas cosas que hacer.
—¿Dónde
están sus cosas?
—¿Mis
cosas?
—Las
alas y todo eso —sonrió Peter.
Mariana
sonrió también.
—No
tengo alas, pero sí una maleta. Está en el auto que me trajo aquí.
—Muy
bien. Venga conmigo, la llevaré a la casa de invitados.
—Señor
Lanzani…
—Peter
—la interrumpió él, ayudándola a ponerse el abrigo.
Al
hacerlo, rozó su pelo con los dedos. El sentido común le decía que apartase la
mano, pero había pasado tanto tiempo desde la última vez que tocó a una mujer…
Nervioso,
salió al pasillo y abrió la puerta, esperando que el frío le aclarase un poco
la cabeza. Desde luego, era muy guapa. Pero lo último que necesitaba en su vida
era una mujer y todos los problemas que llevaba consigo una relación
sentimental.
No,
mantendría las distancias con aquel ángel. Por muy guapa que fuese.
—¡Es
un ángel, te lo juro!
Por
un momento, Mariana pensó que era un sueño. Pero luego recordó que estaba en la
casa de invitados de Peter Lanzani. Era un edificio de madera con un
dormitorio, cuarto de baño y un saloncito con chimenea y cocina. La decoración
consistía en fotografías de caballos, arneses y equipos de montar. En realidad,
era un sitio muy agradable.
—Pero
no tiene alas —dijo una voz que no le resultaba familiar.
Mariana
abrió los ojos y se encontró con dos caritas que la miraban muy de cerca. Una
de ellas era la de Tomy Lanzani. La otra, de un niño rubio que la observaba
como si ella fuese un insecto al que estuviera examinando bajo el microscopio.
—¿Puede
volar? —preguntó.
—¡No
es ese tipo de ángel, Cris! Es un ángel de Navidad. Son diferentes.
Sonriendo,
Mariana se incorporó.
—Buenos
días.
Cristóbal
se asustó, pero Tomy se tumbó tranquilamente sobre el edredón.
—Hola,
ángel. Este es mi amigo Cristóbal. Vamos juntos al colegio.
Ella
se pasó una mano por el pelo, bostezando. A juzgar por la luz que entraba por
la ventana, no debían ser ni las ocho.
Había
dormido fatal. Había tenido un sueño rarísimo en el que la cara de Peter Lanzani
se mezclaba con un montón de luces de Navidad que no podía encender.
¿Por
qué aquel hombre la fascinaba tanto? Hasta el día anterior había estado
dispuesta a pasar el resto de su vida con Benjamín. Pero Peter era guapísimo.
Quizá lo que la atraía era su aspecto natural, de hombre de campo… O quizá el
dolor que había visto en sus ojos y que intentaba disimular.
—¿Tiene
una varita mágica? —insistió Cristóbal.
Tomy levantó los ojos al cielo.
—¡Los
ángeles no tienen varitas mágicas! Solo las hadas madrinas.
Mariana
debería explicarles que lo de «ángel de Navidad» había sido una metáfora, una
forma de contar por qué estaba allí. También podría haberse llamado «genio de
la lámpara».
—¿Por
qué no me llaman simplemente Lali?
—Te
hemos traído el desayuno —sonrió Tomy—. Mi padre me ha dicho que tengo que
encargarme de ti, así que te he traído galletas y mermelada. Cuando termines,
te enseñaré la granja y…
—¡Aquí
están!
Mariana
levantó los ojos y vio a Peter Lanzani en la puerta. Iba vestido más o menos
como el día anterior, pero tenía el pelo húmedo y parecía recién afeitado.
Cortada, se cubrió con la sábana para tapar el escote de la camisola.
—Hola,
papá. Le hemos traído el desayuno al ángel.
—Van
a llegar tarde al colegio. Vengan los voy llevar en la furgoneta.
—Pero
tenemos que enseñarle la granja a Lali…
—Yo
se la enseñaré cuando vuelva. Vamos, andando.
Los
niños se despidieron y Peter la miró con un brillo enigmático en los ojos.
—Volveré
dentro de quince minutos. Disfruta de tu desayuno.
Cuando
se quedó sola, Mariana se levantó de la cama.
Peter
Lanzani la ponía muy nerviosa, pero… Benjamín nunca había conseguido que su
pulso se acelerase. Quizá fue el destino lo que impidió que aceptara su oferta
de matrimonio. Quizá intuía que había un hombre en alguna parte que podría
despertar en ella… Mariana buscó la palabra adecuada… ¿pasión?
Pensativa,
apoyó la cara en el cristal de la ventana. Nunca se había considerado una mujer
apasionada; nunca pensó ser la clase de mujer que dejaría a un lado todas sus
inhibiciones para entregarse completamente a un hombre. Pero quizá no había
conocido al hombre adecuado.
¿Era
Peter Lanzani ese hombre?
Desde
luego, tenía algo irresistible. Su forma de caminar tan masculina, su forma de
vestir, el pelo un poco despeinado… cualquier mujer lo encontraría atractivo.
Pero
había algo más. Cuando lo miraba, a su mente acudían imágenes de sábanas
arrugadas y cuerpos desnudos.
—Es
un cliente —murmuró para sí misma.
Aunque
eso no era del todo cierto. Su cliente era el benefactor anónimo. En cualquier
caso, lo mejor sería mantener las distancias. Aquello era un encargo estrictamente
profesional.
Veinte
minutos después, cuando llamó a la puerta, Mariana se había vestido, peinado y
puesto un poquito de brillo de labios.
—Entra.
—¿Estás
lista? —preguntó Peter, mirándola de arriba abajo. Llevaba un polo de cachemir,
una elegante falda negra y los zapatos altos del día anterior.
—No
he traído nada más que esto. Tendré que ir al pueblo para comprar ropa de
abrigo.
—No
puedes salir con esos tacos. Espera un momento… —murmuró él. Salió de la casa y
volvió poco después con un par de enormes botas de goma.
Mariana
las miró haciendo una mueca.
—Gracias,
pero creo que estaré más cómoda con mis zapatos —dijo, arrugando la nariz.
—Como
quieras. Empezaremos por los establos.
—No
necesito ver los establos… a menos que también quieras decorarlos, claro —dijo
ella, tomando el abrigo—. Preferiría ver la casa para medir las habitaciones y
decidir qué estilo le va mejor. Yo creo que un estilo rústico sería lo ideal.
Peter
la miró, confuso.
—Yo
prefiero una decoración normal y corriente. Ya sabes, bolas y espumillón.
—¿Bolas
y espumillón? Por favor… se ha avanzado mucho en el campo de la decoración
navideña —rió Mariana.
—Bueno,
haz lo que quieras. Pero antes voy a enseñarte los establos.
—No
hace falta, de verdad. Además, los animales me odian. De pequeña tuve un
desagradable encuentro con una vaca.
—Yo
me dedico a criar caballos —suspiró Peter—. Y si piensas quedarte aquí hasta
Navidad, será difícil evitar a los animales.
Resignada
a su destino, Mariana fue tras él con sus tacones enterrándose en la nieve.
Antes de llegar a los establos, vio al padre de Peter sujetando las riendas de
un caballo que daba vueltas en un recinto vallado.
—¿Qué
hace?
—Entrenarlo.
Algunos tienen muy mal carácter.
—¿Cuántos
caballos tienes?
—Unos
setenta —contestó él—. Cuarenta yeguas de cría, veintisiete potros que
sacaremos a subasta en enero, tres sementales y dos pura sangre. En verano
cuidaremos de otros veinte mientras corren en Saratoga.
—Esos
son muchos caballos —suspiró Mariana—. En realidad, uno solo ya es demasiado
para mí.
—En
la época de mi abuelo había más, pero tenemos buena reputación y nuestros
potros se venden bien en las subastas.
Cuando
entraron en el primer establo, Peter metió la mano en el bolsillo del pantalón
y sacó dos golosinas.
—Toma,
dáselos a Scirocco. Como ya no puede pasarlo bien, se dedica a los
dulces.
—¿Por
qué no puede pasarlo bien?
—Porque
ya no tiene que montar a las yeguas.
—¿Ah,
no? Entonces, ¿de dónde salen los potros?
—Ahora
todo se hace de forma científica. No necesitamos que el semental… haga el
servicio, lo hacemos nosotros por él.
—¿Cómo?
Peter
apartó la mirada.
—Déjalo,
sería difícil de explicar.
Con
el ceño arrugado, Mariana sujetó las golosinas.
—Pobrecito.
¿Y sus necesidades? Este pobre caballo debe estar frustrado.
Aunque
nunca le habían gustado los animales, a los que consideraba impredecibles, le
daba pena que los pobres no pudieran tener… novia.
—Un
macho no siempre tiene por qué dar rienda suelta a sus instintos.
Aunque
la discusión era sobre animales, Mariana empezó a pensar que había un
significado oculto en sus palabras. Y se puso muy nerviosa.
Alargó
la mano para darle las golosinas a Scirocco, pero cuando vio sus dientes
la apartó.
—Uy,
qué miedo.
—¿Por
qué?
—Los
animales me odian. Todos: los perros, los gatos, los caballos…
—Pues
a Scirocco le caes muy bien.
Durante
lo que le pareció una eternidad, ninguno de los dos se movió. Mariana ni
siquiera podría asegurar que su corazón estuviese latiendo. Y aquella vez estaba segura de que no hablaba
del caballo. Intentando controlar los nervios, se apoyó en la pared del cajón e
intentó parecer tranquila, como si un hombre guapísimo le dijera esas cosas
cada día.
—Si
hemos terminado aquí, deberíamos… ¡Ay!
Mariana
se echó hacia atrás y, sin darse cuenta, metió el pie en un montón de…
excremento de caballo.
—¡Me
ha mordido!
Oyó
entonces una especie de relincho burlón y, cuando miró a Scirocco, le
pareció que estaba sonriendo. El muy canalla.
—Lo
siento —se disculpó Peter—. Scirocco se pone un poco agresivo cuando
quiere azúcar. ¿A ver? Tenemos que limpiar esa herida.
—¡Yo
no tengo la culpa de que ya no tengas relaciones sexuales! —exclamó Mariana. Al
ver la expresión atónita del hombre, se puso como un tomate—. Me refería a Scirocco,
no a ti.
—Ya,
claro —murmuró él, llevándola a un banco de madera—. Siéntate.
Se
inclinó entonces para quitarle los zapatos. El estiércol había manchado también
las medias y tranquilamente, sin pedir permiso, las rasgó de un tirón.
—Deberías
haberte puesto las botas.
—Habría
dado igual. Ya te he dicho que los animales me odian —le recordó Mariana, con
una voz más ronca de lo normal.
—Seguro
que Scirocco lo ha hecho a propósito. Le gustan las chicas, pero es muy
travieso.
—Me
di cuenta.
—Espera…
vuelvo enseguida.
Peter
entró en una habitación que había al otro lado del establo y que debía ser el
botiquín.
—Dicen
que el excremento de caballo es el mejor tratamiento de belleza.
Mariana
miró hacia la derecha y vio al padre de Peter en la puerta. La noche anterior
apenas habían intercambiado unas palabras, pero sabía que tenía un amigo en Juan
Lanzani.
—¿Eso
dicen?
—¿Sabe
una cosa, señorita Espósito? Es usted la primera mujer que pisa esta granja en
dos años. Y me alegra decir que es usted mucho más agradable a la vista que
estos caballos.
—Gracias,
señor Lanzani.
—Puedes
llamarme Juan, si yo puedo llamarte Mariana.
—Muy
bien, Juan. Pero prefiero Lali. —esbozando una sonrisa.
El
hombre señaló sus pies.
—Por
aquí llamamos a eso «la pedicure de Stony Creek».
—Cuando
se lo cuente a mis amigas de Nueva York se van a morir de risa —sonrió ella,
moviendo los pies.
Peter
volvió entonces con un cubo de agua, una toalla, un botiquín de primeros
auxilios y un par de botas.
—Yo
sé de uno que ha olvidado limpiar el cajón de Scirocco —murmuró, mirando
a su padre con cara de pocos amigos.
—Sí,
una lástima —rió Juan.
Peter
procedió a limpiarle los pies y su padre volvió al trabajo. Cuando pasó la
toalla húmeda por sus piernas, Mariana tuvo que tragar saliva. Nunca había
considerado una pierna o un pie como zona erógena, pero tendría que revisar su
opinión. Lo que Peter Lanzani le estaba haciendo era un pecado.
—¿Desde
cuándo vives aquí… en la granja? —preguntó, para pensar en otra cosa.
—Toda
mi vida. Era de mi bisabuelo y lleva en la familia desde 1900. Antes había más
criadores en la zona, pero ahora somos los únicos —contestó él. Después de
limpiarle y secarle los pies, le puso las botas—. Y ahora que estás limpita,
vamos a ver la herida —dijo, tomando su mano—. No es nada grave. Con un poco de
antiséptico y una tirita…
—¿No
debería ponerme la inyección contra la rabia?
—No
te preocupes. Scirocco no tiene la rabia.
Mariana
sonrió. Le gustaba que un hombre la atendiese atentamente. Incluso un hombre
tan distante como Peter Lanzani. Quizá ser mordida por un caballo no era tan
malo después de todo.
—Ya
está… ¿Mejor? —preguntó Peter, dándole un besito en el dedo.
Ella
parpadeó, sorprendida. Y cuando levantó la cabeza, vio que también él estaba
sorprendido por el gesto.
—Lo
siento. Es que estoy tan acostumbrado a curar a Tomy… la fuerza de la
costumbre.
Mariana
sonrió.
—Ya
no me duele.
Peter
carraspeó entonces, incómodo.
—Bueno,
será mejor que vuelva al trabajo. La casa está vacía, así que puedes hacer lo
que quieras. Incluso un desayuno decente.
Después
de eso salió del establo, dejándola con el dedo vendado y una mirada soñadora.
Mientras iba hacia la casa, intentando no perder las botas, Mariana se preguntó
si algún día entendería a Peter Lanzani.
Pero daba igual. Estaba allí para hacer un trabajo y nada de lo que él
hiciese, aunque fuera besar su mano y limpiar sus pies, cambiaría en absoluto
su vida.
Peter miró a su hijo, sentado en la cama. Con un pijama de conejitos, tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se negaba a mirarlo a los ojos. Antes veía las facciones de Candela en Tomy, los ojos castaños y la amplia sonrisa, pero cada día empezaba a verse más a sí mismo. Especialmente en la naturaleza obstinada del niño.
Maaass
ResponderEliminarDaleee llevas mas de una semana sin subirr!!!
ResponderEliminarMimi, el 21-28-29 si subi capi:/
EliminarNo los viste? dkslfj:3