Era
exactamente igual que el año anterior. La valla blanca, la casita con el techo
puntiagudo, los ayudantes con gorros y cascabeles en los tobillos… y el árbol
de Navidad lleno de luces. El
corazón de Tomás Lanzani dio un vuelco y tuvo que apretar los guantes para que
no le temblasen las manos. Nervioso, miró por encima de un niño gordito para
ver al hombre de la barba blanca; el hombre que la mitad de los niños de
Schuyler Falls, en Nueva York, habían ido a ver aquella tarde.
—Papa
Noel —murmuró, con voz llena de emoción. Mientras
esperaba en la cola para sentarse en las rodillas de Papa Noel, se preguntó si
su nombre estaría en la lista de los niños buenos o en la de los que recibirían
carbón.
Entonces
repasó su comportamiento durante los últimos doce meses…
En
general, se había portado bien. Bueno, además de meter una culebra de agua en
el lavatorio y poner sus zapatillas llenas de barro en la lavadora junto con
las mejores camisas de su padre…
Y también lo descubrieron con sus mejores
amigos, Monito y Cristóbal, colocando monedas en las vías del tren para que las
aplasten las ruedas. Pero
en general, en los siete años y medio de su vida, nunca había hecho nada malo a
propósito… excepto quizá aquel día. Aquel día, en lugar de volver a casa
después del colegio, había tomado un bus para ir al centro comercial. Viajar
solo en bus era algo prohibido por su padre y seguramente acabaría sufriendo el
peor castigo de su vida…
Pero tenía una buena razón para arriesgarse. El
centro comercial era considerado por todos los alumnos del colegio al que él
iba como el santuario de Papa Noel. Desde mediados de noviembre hasta el día de
navidad, montones de niños subían al segundo piso para sentarse en sus
rodillas.
Cristóbal
decía que el Papa Noel del centro comercial Dalton era mucho mejor que
cualquier otro en la ciudad. Los otros, según él, solo eran ayudantes. Aquel
era el verdadero y podía hacer que los sueños se volvieran realidad. Monito
incluso conocía a un niño que había conseguido un viaje a Florida.
Tomás metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó su carta. Después de escribirla
con sumo cuidado a mano, la guardó en un sobre de color verde hierba. Y luego
le puso unos cuantos stickers para asegurarse de que llamaba la atención entre todas
las demás. Aquella era la carta más
importante que había escrito en toda su vida y haría lo que fuera necesario
para que llegase a manos de Papa Noel. Vio
entonces que una niña con un abrigo de lana azul echaba su carta en el buzón.
Era un sobre blanco escrito con muy mala letra. Tomás sonrió. Su carta era más
llamativa.
Cerrando los ojos frotó su moneda de la suerte, que llevaba en el
bolsillo.Todo
iba a salir bien. La
fila de niños avanzó y Tomy tocó la carta de nuevo. Primero le explicaría su
caso a Papa Noel y, si tenía oportunidad, le metería la carta en el bolsillo.
Imaginaba al anciano de barba blanca encontrándola a la hora de cenar… estaba
seguro de que la leería inmediatamente. Entonces
arrugó el ceño. Si quería hacer las cosas bien debía ir todos los días con una
carta nueva… por sí acaso.
Papa Noel se daría cuenta de lo importante que era
aquello para él. Incluso cabía la posibilidad de que se hicieran amigos. Papa
Noel lo invitaría a visitar el Polo Norte y él podría llevarlo al colegio para
presentárselo a sus compañeros. La antipática de Esperanza Bauer se moriría de
envidia. Por
supuesto, Esperanza había leído su carta en la clase, un recital de todo lo que
necesitaba para pasarlo bien en Navidad: vestiditos, cuentos, muñecas… Y
también informó a toda la clase que pensaba ser la primera en la cola apenas Papa
Noel empezara a recibirlos.
Secretamente,
Tomy esperaba que esa carta se perdiera entre todas las demás. O que Esperanza
se cayera al río y la corriente se la llevara a miles de kilómetros por
atormentar a otros niños. ¡Era mala y envidiosa y, si Papa Noel no podía ver
eso a través de la carta, no se merecía tener un trineo mágico!
Tomy no había pedido un solo juguete. Y su regalo de Navidad no era nada egoísta
porque servía tanto para su padre como para él. Habían
pasado dos años desde que su madre se marchó. Entonces tenía cinco y medio,
casi seis. Ya habían puesto el árbol de Navidad en la sala… y entonces se
marchó.
Y después todo fue tristeza. Las
primeras navidades sin ella fueron difíciles, sobre todo porque Tomy esperaba
que volviese. Pero las últimas fueron peores. Su padre ni siquiera se molestó
en poner el árbol. Dejaron a Coraje, su labrador negro, en una residencia
canina y se fueron a esquiar. Los regalos de Navidad ni siquiera estaban
envueltos y sospechaba que Papa Noel no había pasado por allí porque estaban en
un dúplex con una chimenea muy estrecha.
—Niño,
tú eres el siguiente.
Una
de las ayudantes de Papa Noel, vestida con una casaca de lunares rojos y mallas
verdes, había abierto la verja y lo miraba con gesto de impaciencia. En la
casaca llevaba una etiqueta con su nombre: Twinkie.
Él
dio un paso adelante, tan nervioso que apenas recordaba lo que tenía que decir.
—¿Qué
vas a pedirle a Papa Noel? —le preguntó Twinkie.Bruno
la miró, receloso.
—Eso
es un secreto entre él y yo.
La
ayudante soltó una risita.
—Ah,
el viejo acuerdo de confidencialidad entre Papa Noel y los niños.
—¿Eh?
—Nada,
nada.
—¿Tú
lo conoces bien?
—Como
todos sus ayudantes.
—Pues
podrías echarme una mano —dijo Tomy entonces, sacando el sobre del bolsillo.
Si Papa Noel no recordaba quién era, a lo mejor Twinkie podría recordárselo—.
Necesito que lea mi carta. Es muy, muy, muy importante —añadió, sacando un
paquete de chicles del bolsillo—. ¿Tú crees que él…?
Twinkie
observó el sobre.
—Tomás Lanzani, ¿eh? Lo siento, pero Papa Noel no acepta sobornos.
—Pero
yo…
—Vamos,
te toca —dijo ella entonces, empujándolo.
Tomy repasó mentalmente todo lo que iba a decir mientras se sentaba sobre la rodilla
de Papa Noel, respirando profundamente para darse valor. Olía
a menta y a tabaco de pipa y tenía la barriga muy blandita, así que se apoyó en
ella y lo miró a los ojos. Al contrario que su antipática ayudante, Tomy vio
que aquel hombre era paciente y amable.
—¿Eres
Papa Noel de verdad?
Algunos
niños del colegio decían que Papa Noel no era real, pero aquel señor parecía
muy real.
El
anciano sonrió.
—Claro
que sí, jovencito. ¿Cómo te llamas y qué puedo hacer por ti? ¿Qué juguetes
quieres para Navidad?
—Me
llamo Tomás Lanzani y no quiero juguetes —contestó él, muy serio.
—¿No
quieres juguetes? Pero todos los niños quieren juguetes en Navidad.
—Yo
no. Quiero otra cosa. Algo mucho más importante.
Papa
Noel tomó su cara entre las manos.
—¿Y
qué es?
—Yo…
quiero un árbol de Navidad con muchas luces. Y quiero decorar mi casa con renos
de plástico y nieve. Quiero galletas de Navidad y villancicos. Y en Nochebuena
quiero dormirme delante de la chimenea y que mi padre me suba en brazos a la
cama… Y el día de Navidad quiero un pavo y pastel de chocolate…
—Para,
para, respira un poco —rió Papa Noel.
Tomy tragó saliva, sabiendo que quizá estaba pidiendo un imposible.
—Quiero
que sea como cuando mi mamá vivía con nosotros. Con ella la Navidad siempre era
especial.
El
anciano se quedó callado un momento y Tomy pensó que iba a echarlo a empujones
de su casita por pedir demasiado. Conseguir juguetes era algo muy fácil para
alguien que tiene una fábrica, aunque sea en el Polo Norte, pero su deseo era
mucho más complicado. Pero
si Cristóbal decía la verdad, el Papa Noel del centro comercial era la única
oportunidad de hacer realidad sus sueños.
—¿Dónde
está tu mamá?
—Nos
dejó en Navidad, hace dos años. Y mi papá no sabe cómo hacer las cosas… el año
pasado ni siquiera teníamos árbol. Y quiere que nos vayamos a esquiar otra vez
a Colorado, pero si no estamos en casa no podremos tener una Navidad de verdad.
Puede ayudarme, ¿no?
—¿Quieres
que tu madre vuelva por Navidad?
—No
—murmuró Tomy—. Sé que no puede volver. Es actriz y viaja mucho. Ahora está en
Londres haciendo una obra de teatro muy importante. La veo en verano durante
dos semanas y me envía postales de todos los sitios a los que va. Y sé que
usted no puede traerme una nueva mamá porque no puede hacer personas en su
fábrica de juguetes.
—Ah,
ya veo que eres un niño muy listo —sonrió Papa Noel.
—Me
gustaría tener una nueva mamá, pero sé que no cabría en el trineo con todos los
juguetes que tiene que repartir.
—No,
es cierto.
—Además,
tampoco cabría por la chimenea. Y a lo mejor a mi padre no le gusta y…
—¿Qué
es lo que quieres exactamente? —preguntó Papa Noel cuando Tomy paró para tomar
aliento.
—¡Las
mejores navidades del mundo! Una Navidad como cuando mi mamá vivía con
nosotros.
—Eso
es un poco complicado.
Tomy se miró las botas de goma.
—Lo
sé. Pero si no puede hacerlo usted, ¿quién va a hacerlo?
—¿Tienes
una carta para mí, jovencito? —sonrió el anciano.
—Sí,
claro. Iba a echarla al buzón.
—¿Por
qué no me la das? La leeré después de cenar.
Ilusionado,
Tomy metió la mano en el bolsillo para darle la carta. ¿Papa Noel iba a
convertir su sueño en realidad?
—Aquí
está. Me llamo Tomás Lanzani, calle Hawthorne, número 731, Schuyler Falls,
Nueva York. Es una granja y delante de la puerta hay un buzón donde dice Juan
Pedro Lanzani. Ese es mi papá.
—Ah,
sí… Creo que he pasado por tu casa otras veces —sonrió el amable anciano—. Eres
un niño muy bueno.
Tomy sonrió.
—Lo
intento. Pero si se entera de que mi papá me ha castigado por venir a verlo, no
se enfade. Es que he venido en el autobús… Mi papá está muy ocupado trabajando
y no podía pedirle que me trajese.
—Entiendo,
no te preocupes. ¿Sabes cómo volver a tu casa?
Tomy asintió con la cabeza. El autobús lo dejaría cerca de la granja y tendría que
ir corriendo para llegar a la hora de la cena sin despertar sospechas. Le
había dicho a su abuelo que la madre de Cristóbal lo llevaría a casa, de modo
que tendría que entrar sin que lo vieran. Afortunadamente, su padre solía
ocuparse de los establos a esa hora y el abuelo estaría haciendo la cena
mientras veía un programa de cocina en la televisión.
Tomy se despidió de Papa Noel y comprobó emocionado, que se guardaba la carta en el
bolsillo de la casaca roja.
—Algunos
niños del colegio dicen que Papa Noel no existe, pero yo siempre creeré en
usted.
Después
de eso, salió corriendo a la calle. Había empezado a nevar otra vez y el suelo
estaba muy resbaladizo. Cuando llegó a la parada del autobús había una larga cola,
pero eso no lo preocupó. Estaba demasiado contento. ¿Y qué si llegaba un poco
tarde a casa? ¿Y qué si su padre se enteraba de que había ido al centro
comercial? Eso le daba igual.
Lo
único que le importaba era que iba a conseguir el regalo de Navidad más
maravilloso del mundo.
Papa
Noel haría realidad su sueño.
----------------------------------------------------------------------------------------------------- —No
me gusta esto. Algo huele a podrido en Dinamarca.
Mariana
Espósito miró a su ayudante, Eugenia Suárez.
—Y
la semana pasada, el conserje de la oficina era un agente del FBI. Y el
conserje de mi casa, un terrorista internacional —suspiró Mariana—. Euge,
tienes que dejar esa obsesión por las noticias. ¡Leer diez periódicos al día te
está convirtiendo en una paranoica!
Mientras
hablaba, su aliento se convertía en una nube frente a ella. Apretando el abrigo
contra el pecho. Mariana observó la pintoresca plaza del pueblo. Desde
luego, la situación era un poco rara, pero… ¿peligro en Schuyler Falls, Nueva
York? Si casi podía creer que Papa Noel estaba a punto de aparecer por allí en
su trineo.
—Me
gusta estar bien informada —replicó Euge, su brillante pelo rubio como una
aureola alrededor de la cara—. Y tú eres demasiado confiada. Llevas cinco años
en Nueva York, ya es hora de que te avives —suspiró entonces—. Quizá es la
mafia… ¡Lo sabía! Vamos a trabajar para la mafia.
—Estamos
a doscientos kilómetros de Nueva York —replicó Mariana—. Y esto no parece un
pueblo de mafiosos. Mira alrededor. Estamos en medio de la América más clásica.
Mariana
miró los copos de nieve, las farolas, el enorme árbol de Navidad en medio de la
plaza… Nunca había visto nada tan encantador. Era como una escena de Qué
bello es vivir. A
un lado estaba el centro comercial, un elegante edificio de principios de siglo
iluminado con alegres luces navideñas. Pequeñas tiendas y restaurantes ocupaban
el resto de la plaza, todas ellas adornadas con muérdago y flores de Pascua.
Euge miró alrededor, recelosa.
—Eso
es lo que quieren que pensemos. Pero están vigilándonos. Es como una de esas
películas en la que el pueblo parece perfecto a primera vista, pero después…
—¡Por
favor! ¿Quién está vigilándonos?
—Esta
mañana hemos recibido una misteriosa carta con un cheque firmado por un cliente
fantasma. Nos han dado un par de horas para hacer la maleta, tomar un tren con
destino a un pueblo desconocido y… sin saber para quién trabajamos. ¿Te parece
poco? Quizá sea la CÍA. Ellos también celebran la Navidad, ¿no?
Mariana
miró a Eugenia y después puso su atención en la carta que tenía en las manos.
Había llegado aquella misma mañana a su oficina en Manhattan, cuando acababa de
descubrir que, de nuevo, terminaría el año contable con números rojos.
Había
abierto la empresa cinco años antes y aquella Navidad era el momento
definitivo. Tenía casi veintisiete años y solo trescientos dólares en su cuenta
corriente. Si la empresa no obtenía beneficios, se vería obligada a cerrar y
probar con otra cosa. Quizá volver a la profesión que había estudiado y en la
que fracasó: diseñadora de interiores.
Sin embargo, aunque tenía mucha
competencia, nadie en el negocio de la Navidad trabajaba más y de forma más
original que Mariana Espósito. Era
consultora de decoración, compradora personal de objetos de Navidad y cualquier
otra cosa que quisieran los clientes. Cuando se lo pedían, incluso hacía
galletas con dibujos navideños o preparaba menús especiales hasta para
doscientos invitados.
Había
empezado decorando casas en barrios residenciales y sus diseños eran famosos
por su originalidad. Como el árbol de mariposas que hizo para la señora
Wellington. O lo que hizo para Big Lou, el rey de los carros usados,
combinando repuestos de carros pintados de escarcha y con bolas de colores.
Durante
aquellos años había trabajado también para empresas, tiendas y alguna boutique.
La demanda de sus servicios requirió que contratase una ayudante.Y,
sin embargo, seguía en números rojos.
Pero
a Mariana le encantaban las navidades. Siempre le habían gustado, desde que era
una niña. Quizá porque el día de Navidad era su cumpleaños. De
pequeña, en cuanto empezaba diciembre, sacaba los adornos navideños del ático.
Después, Mariana y su padre cortaban un árbol y la fiebre de cocinar, decorar y
comprar no terminaba hasta el día dos de enero.
Era
el momento del año en el que se sentía más especial, como una princesa en lugar
de la chica tímida y cortada que siempre había sido. Hacía
todo lo posible porque esas fiestas fueran maravillosas, obsesionada con los
pequeños detalles, buscando la perfección. Su madre fue quien sugirió que usara
su título de decoradora de interiores para especializarse en eso.
Al
principio, Mariana estaba emocionada con el extraño rumbo que había tomado su
carrera y lo ponía todo en los diseños para sus clientes. Pero últimamente la
Navidad se había convertido en sinónimo de negocio, beneficios y pérdidas,
borrando así los felices recuerdos de la infancia.
Cuando
sus padres se mudaron a Florida, empezó a pasar las vacaciones trabajando y,
sin su familia, poco a poco perdió el espíritu navideño. Era imposible
desplazarse hasta Florida y llevar el negocio a la vez. De
modo que las navidades se habían convertido en algo que empezó a aborrecer.
Mariana
dejó escapar un suspiro. Lo que daría por unas navidades familiares, como
antaño…
—¡Ya
lo tengo! —exclamó Euge—. El tipo para el que vamos a trabajar es un testigo
protegido por el gobierno y ha dejado atrás a su familia para no cargarlos con
sus problemas…
—¡Ya
está bien! —la interrumpió Mariana—. Admito que esto es un poco raro, pero mira
el lado bueno, Euge. Ahora que hemos terminado todos los pendientes, no nos
quedaba mucho que hacer.
Desde
luego, podía encontrar tiempo para decorar la casa de un cliente que le pagaba
quince mil dólares por un trabajo de dos semanas, aunque fuese un testigo
protegido por el gobierno.
—¿Que
no nos quedaba mucho que hacer? Tenemos seis vitrinas con renos mecánicos que
mantener y ya sabes lo temperamentales que son esos renos. Y hay que vigilar el
árbol que decoramos en Park Avenue, porque si no todos los adornos acabarán en
el río. Además, tenemos que comprar un montón de regalos de empresa…
—No
podemos rechazar este pedido, Euge. ¡Me he gastado la herencia intentando
mantener el negocio a flote y mis padres ni siquiera han muerto!
—¿Y
cómo vamos a saber con quién debemos encontrarnos? Podría ser un psicópata…
—No
seas ridícula. El cheque era de una fundación. Y la carta dice que llevará una
ramita de muérdago en la solapa.
En
ese momento, Mariana vio a un hombre alto que se acercaba a ellas con la
susodicha ramita de muérdago.
—No
hagas más bromas sobre la mafia —le dijo a Euge en voz baja.
—Si
salimos corriendo, podríamos tomar el tren antes de que nos mande a sus
matones…
—Cállate.
El
hombre llegó a su lado y Mariana se fijó en el caro abrigo de cachemir y los
suaves guantes de piel. Y cuando miró su rostro, se quedó sorprendida. Si aquel
hombre era un mafioso, era el mafioso más guapo que había visto en su vida.
Tenía el pelo oscuro, despeinado por el viento, y su perfil patricio parecía
esculpido en mármol bajo la luz de las farolas.
—Encantado
de conocerla, señorita Espósito —la saludó estrechando su mano—. Señorita Suárez…
gracias a las dos por venir.
—De
nada, señor… lo siento, no me ha dicho su nombre —sonrió Mariana.
—Mi
nombre no es importante.
—¿Cómo
nos ha localizado? —preguntó Euge, suspicaz.
—Solo
tengo unos minutos para hablar, así que será mejor que vayamos directos al
grano —dijo él, sacando un sobre grande del bolsillo—. Toda la información está
aquí. El contrato es por veinticinco mil dólares. Quince mil por su trabajo y
diez mil para los gastos. Personalmente, creo que veinticinco mil dólares es
demasiado, pero no ha sido decisión mía. Por supuesto, tendrán que quedarse en
Schuyler Falls hasta el día después de Navidad. Eso no es un problema, ¿verdad?
Sorprendida,
Mariana no sabía cómo contestar. ¿De quién había sido la decisión y de qué
decisión estaba hablando?
—Normalmente,
soy yo quien sugiere un presupuesto y, una vez que ha sido aprobado, me pongo a
trabajar. Yo… no sé lo que quiere ni cómo lo quiere y tengo una agenda muy
apretada.
—El
folleto de su empresa dice «Creamos la Navidad perfecta». Eso es todo lo que él
quiere, una navidad perfecta.
—¿Quién?
—El
niño. Su nombre es Tomás Lanzani. Todo está en el archivo, señorita Espósito. Y
ahora, si me perdona, tengo que irme. Ese auto que está estacionado al otro
lado de la plaza las llevará a su destino. Si tiene algún problema con el
contrato, puede llamar al teléfono que aparece en el archivo y buscaremos a
otra persona para que haga el trabajo.
—Pero…
—Señorita
Espósito, señorita Suárez, que pasen una feliz navidad.
Después
de eso, se dio la vuelta y desapareció entre la multitud de gente que salía de
los almacenes, dejando a Mariana y Euge con la boca abierta.
—Guapísimo
—murmuró Euge.
—Es
un cliente —la regañó Mariana.
—Sí,
pero también es un hombre.
—Ya,
bueno… tú sabes que estoy prometida.
Euge levantó los ojos al cielo.
—Rompiste
con Benjamín hace casi un año y no has vuelto a verlo. Ni siquiera te ha
llamado. Eso no es un prometido.
—No
hemos roto —replicó Mariana, acercándose al carro que las esperaba al otro lado
de la plaza—. Me dijo que me tomara el tiempo que quisiera para decidir. Y sí
se ha puesto en contacto conmigo. El otro día me dejó un mensaje en el
contestador. Me dijo que llamaría pasada las fiestas y que tenía algo muy
importante que decirme.
—No
estás enamorada de él, Mariana. Es estirado, cursi y egoísta. Y no es nada
apasionado.
—Pero
podría amarlo —se defendió ella—. Y ahora que el negocio empieza a no perder
tanto dinero, tendré cierta independencia…
Euge lanzó un gruñido.
—Mira,
no quería decirte esto… especialmente antes de navidad. Pero el mes pasado leí
una cosa en el periódico…
—Si
es otra historia sobre el mundo de la mafia…
—Benjamín
está comprometido —dijo su ayudante entonces—. Seguramente esa era la noticia
importante que quería darte. Se ha comprometido con la hija de un millonario.
Se casan en el mes de junio. No debería habértelo dicho así, pero tienes que
olvidarte de Benjamín. Se terminó, Mariana.
—Pero
si estamos prometidos —murmuró ella, atónita—. Por fin he tomado una decisión
y…
—Y
es absurdo. ¿Tú crees que uno puede tardar un año en decidir algo así? Es que
no lo quieres. Algún día conocerás a un hombre que te volverá loca, pero ese
hombre no era Benjamín —dijo Euge entonces, dándole un golpecito en la
espalda—. Así que vamos a concentrarnos en el trabajo, ¿eh? Acaban de
ofrecernos quince mil dólares. Abre ese sobre y vamos a ver lo que tenemos que
hacer.
Atónita,
Mariana abrió el sobre. En su corazón sabía que Euge estaba en lo cierto. No
quería a Benjamín, nunca lo había querido. Solo aceptó salir con él porque
nadie más se lo había pedido. Pero la
noticia dolía de todas formas. Ser rechazada por un hombre… incluso un hombre
al que no amaba, era humillante.
Nerviosa,
respiró profundamente. Pasaría aquellas navidades sola, sin familia, sin
prometido, con nada más que el trabajo para ocupar su tiempo. Sola.Entonces
sacó unos papeles del sobre. El primero era una carta, escrita aparentemente
por un niño…
—Ay,
Dios mío. Mira esto, Euge.
Su
ayudante le quitó la carta y empezó a leer:
Querido Papa Noel:Mi nombre es Tomás Lanzani y casi tengo ocho años y
solo quiero pedir una cosa de regalo. Quiero pasar una navidad tan bonitas como
cuando mi mamá vivía con mi papá y conmigo. Ella hacía que la navidad fuera… Rochi
dudó un momento.
—¿Qué
pone aquí, existencial?
—Especial —suspiró Mariana.
Después
miró el resto de los papeles. Era una larga lista de sugerencias para regalos,
adornos, cenas y actividades navideñas, todo pagado por un benefactor anónimo.
—Tienes
que aceptar el encargo, Mariana. No podemos decepcionar a este niño. Eso es lo
más importante de la Navidad —dijo Euge, mirando alrededor—. El centro comercial…
El año pasado leí algo sobre ese centro comercial en un periódico. El artículo
decía que su Papa Noel hace realidad los sueños de los niños, pero nadie sabe
de dónde sale el dinero. ¿Tú crees que ese hombre era…?
Mariana
volvió a guardar los papeles en el sobre.
—A
mí me da igual de dónde salga el dinero. Tenemos un trabajo que hacer y vamos a
hacerlo.
—¿Y
nuestros clientes de Nueva York?
—Tú
volverás esta noche para encargarte de todo. Yo me quedaré aquí.
Su
ayudante sonrió de oreja a oreja.
—La
verdad, creo que es muy buena idea. Así no tendrás tiempo para sentirte sola,
ni para pensar en el imbécil de Benjamín. Tienes un presupuesto casi ilimitado
para organizar la navidad perfecta… Es como si te hubiese tocado la lotería.
Quizá
era aquello lo que necesitaba para redescubrir el espíritu de la Navidad, pensó
Mariana. En Nueva York simplemente habría mirado caer la nieve desde su
ventana. Pero allí, en Schuyler Falls, se sentía transportada a otro mundo,
donde el mercantilismo de las fiestas no parecía haber llegado todavía. La
gente sonreía mientras caminaba por la calle y los villancicos de las tiendas
se mezclaban con los cascabeles del coche de caballos que daba vueltas a la
plaza
. —Es
perfecto —murmuró. Pasar la navidad en Schuyler Falls era mucho mejor que
celebrarla enterrada en libros de cuentas—. Feliz Navidad, Euge.
—Feliz
Navidad, Lali.
El
antiguo Rolls Royce se apartó de la carretera general cuando Mariana terminaba
de leer el contrato. El
viaje desde el centro de Schuyler Falls había sido incluso más pintoresco que
el viaje desde Nueva York, si eso era posible.
Aquel sitio era una especie de
enorme zona residencial para neoyorquinos ricos que querían disfrutar de las
aguas termales del cercano Saratoga, con mansiones construidas a mediados de
siglo.
El
río corría paralelo a la carretera, el mismo río que veía desde su apartamento
en Manhattan. Pero allí era diferente, más limpio, añadiendo un toque de magia
al ambiente. Su
conductor, Jorge, le contó la historia del pueblo, pero se negaba a revelar la
identidad de quien lo había contratado.
Sin embargo, le contó que su lugar de
destino, la granja Stony Creek, era uno de los pocos criaderos de caballos que
quedaban en la localidad. Y que sus propietarios, la familia Lanzani, llevaban
más de un siglo residiendo en Schuyler Falls.
Mariana
miró por la ventanilla y vio dos enormes establos rodeados por una valla
blanca. La casa no parecía tan espectacular como otras que había decorado, pero
era grande y acogedora, con un amplio corredor y persianas verdes de madera.
—Ya
hemos llegado, señorita —dijo Jorge—. La granja Stony Creek. Esperaré aquí, si
le parece.
Mariana
asintió. Pero, una vez allí, no sabía muy bien cómo iba a explicar el asunto.
Su
contrato prohibía expresamente mencionar quién la había contratado o quién
pagaba las facturas… aunque tampoco ella lo sabía. Y a los Lanzani les
parecería una intrusa, quizá una loca. Pero
Tomás Lanzani y su padre no tendrían más remedio que invitarla a entrar. O eso
esperaba. Cuando
salió del Rolls Royce comprobó que la casa no tenía adornos ni árbol de
Navidad, nada. Pero… ¿cómo iba a presentarse?
—Hola,
estoy aquí para hacer tu sueño realidad —murmuró—. Me llamo Mariana Espósito y
me envía Papa Noel.
Podía
decir que la enviaba el anciano de barba blanca. Al menos, eso decía el
contrato.
—Esto
es una locura. Me echarán de aquí a patadas.
Pero
la posibilidad de acabar el año con beneficios era demasiado irresistible.
Quizá incluso podría darle una paga extra a Euge.
Armándose
de valor, Mariana llamó al timbre. Oyó el ladrido de un perro y, unos segundos
después, un niño de pelo rubio y ojos castaños abrió la puerta. Tenía que ser Tomás Lanzani.
—Hola.
—Hola
—sonrió ella, nerviosa.
—Mi
padre está en el establo, pero vendrá enseguida.
—No
he venido para ver a tu padre. ¿Tú eres Tomás?
El
niño asintió, mirándola con curiosidad.
—Yo
soy… soy tu ángel de Navidad. Papa Noel me ha enviado para hacer realidad tus
sueños.
Sabía
que aquellas palabras sonaban ridículas, pero por la cara de Tomás, al niño le
habían sonado de maravilla. La miraba con tal expresión de alegría, que el
perro empezó a mover la cola emocionado.
—¡Espera
un momento! —gritó, corriendo hacia el interior de la casa. Volvió unos
segundos después con un abrigo y unos guantes—. Sabía que vendrías —dijo
entonces, tomando su mano.
—¿Dónde
vamos? —preguntó Mariana, mientras bajaban los escalones de la entrada.
—A
ver a mi papá. Tienes que decirle que no podemos ir a Colorado estas navidades.
¡A ti tendrá que escucharte porque eres un ángel!
Corrieron
por un camino cubierto de nieve hacia el establo más cercano y los zapatos de Mariana
se empaparon. A un ángel de verdad no le importaría tener los zapatos mojados,
pero…
Tendría
que comprar ropa de invierno en Schuyler Falls si iba a trabajar en aquella
casa.
—¿Has
hablado con Papa Noel? —preguntó Tomy.
Mariana
dudó un momento y después decidió mantener la ilusión del niño.
—Sí,
he hablado con él. Y me ha dicho personalmente que debes tener una navidad
perfecta.
Cuando
llegaron al establo, el niño levantó la falleba, abrió las dos enormes puertas
y prácticamente la empujó dentro.
—¡Papá!
¡Papá, está aquí! —gritó, corriendo hacia el fondo—. ¡Mi ángel de Navidad está
aquí!
Era
un establo enorme, con un larguísimo pasillo flanqueado por docenas de cajones
donde dormían los caballos. Un hombre
muy alto apareció entonces a su lado y Mariana dio un salto, llevándose la mano
al corazón.
Había esperado alguien de mediana edad, pero Peter Lanzani no debía
tener ni treinta años. Y
tenía los ojos más verdes que había visto en su vida, brillantes e intensos, la
clase de ojos que podrían derretir el corazón de cualquier mujer. Era alto, de
pelo castaño, hombros anchos y brazos de músculos bien formados. Llevaba jeans,
botas de trabajo y una vieja camisa de franela con las mangas subidas hasta el
codo.
Él
la miró un momento y después se volvió para buscar a su hijo con la mirada.
—¿Tomy?
El
niño corrió hacia ellos, emocionado.
—Está
aquí, papá. Papa Noel me ha enviado un ángel de Navidad. Ángel, este es mi
padre, Peter Lanzani. Papá, te presento a mi ángel de Navidad.
Mariana
tuvo que toser para llevar algo de aire a los pulmones.
—Me
envía… Papa Noel. Estoy aquí para hacer realidad todos sus sueños… Quiero
decir, los sueños de Tomy. Los sueños navideños de Tomy.
Peter
Lanzani la miró de arriba abajo, con gesto receloso. La mirada hizo que
sintiera un escalofrío, pero no pensaba dejarse intimidar. De repente, él soltó una carcajada, un sonido
que Mariana encontró sospechosamente atractivo.
—Esto
es una broma, ¿no? ¿Qué va a hacer? ¿Poner algo de música y quitarse la ropa?
—preguntó, alargando la mano para tocar un botón de su abrigo—. ¿Qué lleva ahí
debajo?
—¿Perdón?
—¿Quién
la envía? ¿Los chicos del supermercado? —preguntó Peter Lanzani entonces,
mirando por encima de su hombro—. ¡Papá, ven aquí! ¿Tú me has pedido un ángel?
Un
hombre de barba gris asomó la cabeza por encima de uno de los cajones.
—No,
yo no.
—Es
mi ángel —insistió Tomy—. No es una señora del supermercado.
Su
abuelo soltó una risita.
—Yo
que tú no rechazaría el regalo. Aquí hace falta un ángel.
—Es
mi abuelo —explicó el niño.
—¿Quién
la envía? —preguntó el antipático de su padre.
—Papa
Noel —contestó Tomy—. Fui a verlo al centro comercial y…
—¿Has
ido al centro comercial? ¿Cuándo?
El
niño lo miró, arrepentido.
—El
otro día, después del colegio. Tenía que ir, papá. Tenía que darle mi carta
—contestó por fin, tomando a Mariana de la mano—. Mi ángel ha venido para hacer
que tengamos unas navidades como las de antes. Ya sabes, como cuando mamá…
La
expresión de Peter se endureció.
—Vete
a la casa, Tomy. Y llévate a Coraje. Yo iré dentro de un momento.
—No
la eches de aquí, papá —le rogó el niño.
Pero
la severa mirada de su padre lo obligó a salir del establo, cabizbajo. El
abuelo murmuró una maldición, pero Juan Pedro Lanzani no parecía dispuesto a
echarse atrás.
—Muy
bien. ¿Quién es usted? ¿Y quién la ha enviado?
—Me
llamo Mariana Espósito—contestó ella, sacando una tarjeta del bolso—. ¿Ve? Soy
una decoradora profesional y me han contratado para hacer realidad el sueño de
su hijo. Voy a trabajar para ustedes hasta el día de Navidad.
—¿Quién
la ha contratado?
—Me
temo que eso no puedo decirlo. Mi contrato lo prohíbe.
—¿Qué
es esto, caridad? ¿O algún chismoso del pueblo pretende hacer de Papa Noel para
expirar sus pecados?
—¡No!
En absoluto —exclamó Mariana, sacando la carta de Tomy del bolsillo—. Quizá
debería leer esto.
Después
de leerla, Lanzani se pasó una mano por el pelo, abrumado.
—Debe
usted pensar que soy un padre terrible.
—Yo…
no lo sé, señor Lanzani —dijo ella, tocando su brazo.
Al
rozar su piel sintió una especie de descarga eléctrica y tuvo que meterse la
mano en el bolsillo del abrigo, nerviosa.
—¿Quién
la ha contratado?
—No
puedo decírselo. Pero alguien me ha pagado un dineral por hacer este trabajo y,
si me envía de vuelta a Nueva York, tendré que devolver el dinero.
Murmurando
algo ininteligible, Peter tomó su mano y la llevó hasta la puerta del establo.
¿Iba a echarla a la calle o tenía tiempo de convencerlo? No por ella, sino por
el niño.
—Papá,
vuelvo dentro de un minuto. Tengo que solucionar un asunto con este ángel.
O_o
ResponderEliminarMassd
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