lunes, 15 de septiembre de 2014

El Hombre Perfecto: Capítulo 5

Lali estuvo en tensión todo el día, aguardando otros sucesos. Imaginaba lo nerviosa que debía de estar Rochi, porque si aquello salía a la luz y Pablo llegaba a enterarse, le amargaría la existencia a Rochi durante toda la vida. En lo que se refería al resultado final, Rochi era la que más tenía que perder. Euge estaba inmersa en una relación, pero por lo menos no estaba casada con Tacho. Lo que Cande tenía con Vico D' Alessandro era como mucho una relación intermitente, sin compromiso.


De las cuatro, Lali era la que tendría menos dificultades si llegaban a revelarse sus identidades. No tenía relación alguna, había renunciado a los hombres, y no respondía ante nadie excepto ella misma. Tendría que soportar las burlas, pero eso era todo.

Una vez que analizó la situación y llegó a esa conclusión, dejó de preocuparse tanto. De modo que, ¿qué importaba que algún payaso de la oficina intentase hacerse el listo? Estaba preparada para plantarle cara a cualquier imbécil.

Aquel estado de ánimo le duró hasta que llegó a casa y se encontró con que Bubú, en un intento de hacerle ver lo mucho que le disgustaba tener que vivir en una casa desconocida, había destrozado completamente los almohadones del sofá. Había pedazos de relleno esparcidos por todo el salón. Cerró los ojos y contó hasta diez, y después hasta veinte. No merecía la pena enfurecerse con el gato: probablemente no lo entendería, ni tampoco le importaría lo más mínimo.

Él era una víctima de aquellas circunstancias tanto como lo era ella. Le siseó cuando Lali trató de tocarlo. Cuando hacía eso, normalmente lo dejaba solo, pero en un arranque de conmiseración lo levantó del suelo y hundió los dedos en el pelo para masajearle los flexibles músculos del lomo.

—Pobre gatito —lo arrulló—. No sabes qué ocurre, ¿verdad?

Bubú contestó con un gruñido, pero enseguida estropeó el efecto convirtiéndolo en un grave ronroneo.

—Ya sólo tienes que aguantar cuatro semanas y cinco días. Eso hace treinta y tres días. Podrás soportarme todo ese tiempo, ¿verdad?

El gato no parecía estar muy de acuerdo, pero nada le importaba mientras ella continuase masajeándole la espalda. Lali lo llevó a la cocina, le dio de comer y después lo depositó en el suelo con un ratón peludo de juguete para que se entretuviera.

De acuerdo. El gato le estaba haciendo trizas la casa. Podía soportarlo. Su madre quedaría horrorizada por los destrozos y los pagaría, naturalmente, así que, en conjunto, Lali sólo estaba sufriendo ligeras incomodidades.

Estaba impresionada por su propia madurez.

Se sirvió un vaso de agua, y mientras estaba allí de pie junto al fregadero su vecino llegó a su casa. Al ver aquel Pontiac marrón, notó que su madurez comenzaba a desaparecer por el desagüe, pero el coche estaba silencioso, de modo que era evidente que el dueño había puesto un silenciador. Si él se estaba esforzando, también lo haría ella. Mentalmente, puso el tapón en el desagüe.

Observó por la ventana cómo el vecino se apeaba al coche y abría la puerta de la cocina, que estaba enfrente de la de Lali. Llevaba unos pantalones anchos y una camisa blanca de vestir, con una corbata suelta alrededor del cuello y una chaqueta echada sobre el hombro. Tenía aspecto de cansado, y cuando se volvió para entrar en la casa, Lali vio la pistola grande y negra que llevaba en la funda del cinturón. Aquella era la primera vez que lo veía vestido con otra cosa que no fuera ropa vieja y sucia, y se sintió un poco desorientada, como si el mundo se hubiera descentrado. Saber que era policía y verlo como policía eran dos cosas distintas. El hecho de que fuera vestido de paisano en lugar de llevar uniforme indicaba que no era agente de patrulla, sino que como mínimo tenía el rango de detective.

Seguía siendo un tipejo, pero era un tipejo con responsabilidades, de modo que quizás ella debiera ser un poco más comprensiva. No tenía forma de saber si estaba durmiendo, a no ser que llamase a la puerta para preguntárselo, lo cual era más bien contraproducente si no deseaba molestarlo mientras dormía. Se limitaría a no cortar el césped cuando él estuviera en casa, y punto. Eso no quería decir que no fuera a arrancarle una tira de aquella piel de rinoceronte cada vez que él la molestara, pues lo que era justo era justo, pero sí que intentaría llevarse bien con él. Al fin de cuentas, era probable que fueran vecinos durante muchos años.

Dios, aquel pensamiento resultaba de lo más deprimente.

Su madurez y caridad hacia todo había durado... oh, un par de horas.

A las siete y media, se arrellanó en su enorme y cómodo sillón para ver un poco la televisión y leer un rato. A menudo hacía ambas cosas a la vez, pues suponía que si salía por la tele algo que fuera interesante de verdad, atraería su atención. Una taza de té verde humeaba lentamente a su lado, y a cada rato se antioxidaba tomando un pequeño sorbo.

En eso, un fuerte golpe rompió la quietud del pequeño vecindario.

Lali se levantó del sillón a toda prisa, deslizó los pies en las sandalias y corrió a la puerta principal. Conocía aquel sonido, pues lo había oído cientos, miles de veces en su niñez, cuando su padre la llevaba a lugares de pruebas en los que veía cómo chocaba un coche contra otro.

Por toda la calle se encendían luces de porches; se abrían puertas por las que asomaban las cabezas de curiosos como si fueran pequeñas tortugas saliendo de su caparazón. Cinco casas más allá, iluminado por la farola de la esquina, había un amasijo de metal retorcido.

Lali se precipitó calle abajo con el corazón desbocado y el estómago encogido, haciendo acopio de fuerzas por lo que pudiera ver y tratando de recordar lo básico de los primeros auxilios.

En aquel momento ya había otras personas saliendo de sus casas, en su mayoría ancianos, las mujeres en bata y zapatillas o con ropa informal, los hombres con camisetas interiores sin mangas. Se oían varias voces de niños, excitadas y agudas, junto con las madres que intentaban mantener a sus hijos en el redil, mientras los padres decían:

—Atrás, atrás, podría explotar.

Después de haber visto numerosas colisiones, Lali sabía que no era probable que tuviera lugar una explosión, pero siempre existía la posibilidad de un incendio. Justo antes de llegar al automóvil siniestrado, se abrió de golpe la puerta del conductor y salió de detrás del volante un hombre joven en actitud beligerante.

—¡Qué pasa, joder! —chilló, mirando fijamente la destrozada parte delantera de su coche. Había golpeado por detrás uno de los coches que estaban estacionados a lo largo del bordillo.

Una mujer joven llegó corriendo desde la casa situada justamente al lado, con los ojos agrandados por el horror.

—¡Oh, Dios mío! ¡Mi coche!

El joven beligerante se dirigió hacia ella.

—¿Este coche es tuyo, zorra? ¿Qué coño haces aparcándolo en la calle?

Estaba bebido. Los vapores alcanzaron la nariz de Lali, que dio un paso atrás. A su alrededor oyó cómo la preocupación colectiva de los vecinos se iba convirtiendo en asco.

—Que alguien vaya a buscar a Peter —oyó decir a un anciano.

—Ya voy yo.

La señora Kulavich echó a andar calle abajo, todo lo rápido que le permitían sus zapatillas de felpa.

Sí, ¿dónde estaba?, se preguntó Lali. Todos los que vivían en aquella calle se encontraban allí afuera.

La joven cuyo coche había quedado destrozado estaba llorando con las manos sobre la boca mientras contemplaba el siniestro. A su espalda había dos niños pequeños, de unos cinco y siete años, de pie en la acera con expresión desconcertada.

—Maldita zorra —rugió el borracho, dirigiéndose hacia la joven.

—Eh —intervino uno de los vecinos—. Cuidado con esa lengua.

—Que le jodan, abuelo. —Llegó hasta la mujer que lloraba y la agarró con una manaza por el hombro para obligarla a volverse.

Lali saltó hacia delante en un arrebato de ira que le inundó el pecho.

—Eh, colega —le dijo en tono duro—. Déjala en paz.

—Sí —dijo a su espalda la voz temblorosa de algún anciano.

—Que te jodan a ti también, zorra —dijo él—. Esta maldita puta me ha destrozado el coche.

—Tú te has destrozado el coche solo. Estás borracho y has chocado contra un coche que estaba aparcado.

Lali sabía que era un esfuerzo inútil; no se podía razonar con un borracho. El problema era que aquel tipo estaba precisamente lo bastante borracho para ser agresivo, pero no lo suficiente para tambalearse. Propinó un empujón a la mujer, que tropezó hacia atrás, se trabó con un tacón en la raíz que sobresalía de uno de los grandes árboles que jalonaban la calle y cayó desparratada sobre la acera. Lanzó un grito, y sus hijos chillaron y rompieron a llorar.

Lali arremetió contra él y lo embistió por un costado. El impacto lo hizo tambalearse. Intentó recuperar el equilibrio, pero en vez de eso se desplomó sobre sus posaderas con los pies en el aire. Logró incorporarse haciendo un esfuerzo, y se lanzó contra Lali acompañándose de otro pintoresco juramento.

Ésta se apartó hacia un lado y le puso la zancadilla. Él dio un traspié, pero esa vez consiguió mantenerse erguido. Cuando se dio la vuelta, tenía la barbilla roja, metida hacia el pecho, y los ojos inyectados en sangre. Oh, mierda, esta vez sí la había hecho buena.

Lali adoptó automáticamente la postura de boxear, aprendida de las muchas peleas con su hermano. Aquella peleas se perdían en el pasado, y Lali supuso que estaban a punto de darle una buena somanta, pero quizá pudiera lanzar unos cuantos puñetazos bien colocados.

Oyó voces excitadas y alarmadas a su alrededor, pero la parecieron extrañamente distantes, pues estaba concentrada en seguir viva.

—Que alguien llame a la policía.

—Sadie ha ido a buscar a Peter. Él se encargará.

—Yo ya he llamado a la policía. —Aquella era la voz de una niña.

El borracho embistió, y esta vez no hubo forma de esquivarlo. Lali se agachó ante aquella furiosa arremetida, dando patadas y puñetazos y al mismo tiempo tratando de parar los golpes que lanzaba él. Uno de sus puños la alcanzó en las costillas, y quedó aturdida por la fuerza que llevaba. Inmediatamente se vieron rodeados por los vecinos; los pocos hombres jóvenes intentaban separar al borracho de Lali, los mayores ayudaban propinándole patadas con los pies calzados con pantuflas. Lali y el borracho rodaron por el suelo, y varios ancianos que estaban cerca fueron arrastrados también y chocaron contra el montón.

Lali se golpeó la cabeza contra el suelo, y un puñetazo oblicuo la alcanzó en la mejilla. Se le había quedado un brazo atrapado debajo de un vecino caído por tierra, pero con la mano que tenía libre consiguió pellizcar al borracho en la cintura y retorcerle la carne con todas sus fuerzas. Él bramó igual que un búfalo herido.

Entonces, de repente desapareció, alguien lo levantó como si no pesara más que una almohada. Mareada, lo vio derrumbarse en el suelo a su lado, con el rostro aplastado contra la tierra y los brazos a la espalda mientras alguien le ponía más esposas.

Logró incorporarse hasta quedar sentada y se encontró prácticamente frente a frente con su vecino el tipejo.

—Maldita sea, debería haberme imaginado que se trataba de usted —rugió él—. Debería detenerlos a los dos por borrachera y alteración del orden público.

—¡Yo no estoy borracha! —exclamó Lali indignada.

—¡No, él que está borracho es él, y usted está alterando el orden!

La injusticia de aquella acusación la hizo ahogarse de rabia, lo cual fue una suerte, porque lo que iba a decir probablemente le habría valido un arresto de verdad.

A su alrededor, mujeres preocupadas ayudaban a sus maltrechos maridos a ponerse en pie, mimándolos afligidas y buscando arañazos o huesos rotos. Nadie parecía estar muy magullado tras la refriega, y supuso que la emoción vivida mantendría sus corazones en buena forma durante varios años más, por lo menos.

Unas cuantas mujeres se apiñaban en torno a la joven que había caído al suelo a causa del empujón, cloqueando y alborotando. La joven sangraba por la parte posterior de la cabeza, y los niños no cesaban de llorar, quizá por solidaridad, o quizá porque se sentían desatendidos; un momento después otros dos niños empezaron a lloriquear. A lo lejos se oyó el ruido estridente de unas sirenas que se acercaban por segundos.

En cuclillas junto al borracho cautivo, sujetándolo con una mano, Peter miró a su alrededor con expresión de incredulidad.

—Dios —musitó, sacudiendo la cabeza.

La anciana que vivía al otro lado de la calle, con el cabello gris recogido con bigudíes, se inclinó sobre Lali.

—¿Se encuentra bien, querida? ¡Ha sido lo más valiente que he visto en toda mi vida! Debería haber estado aquí, Peter. Cuando ese... ese matón empujó a Amy, esta joven lo tiró al suelo de culo. ¿Cómo se llama, querida? —le preguntó, volviéndose hacia Lali—. Yo soy Eleanor Holland; vivo justo enfrente de usted.

—Lali —respondió ella, y dirigió una mirada de pocos amigos a su vecino—. Sí, Peter, debería haber estado aquí.

—Estaba en la ducha —gruñó él. Tras unos instantes preguntó—: ¿Se encuentra bien?

—Estoy perfectamente. —Lali se puso de pie. No sabía si estaba bien o no, pero al parecer no tenía ningún hueso roto y no se sentía mareada, de modo que no podía haber sufrido grandes daños.

Él le miraba las piernas desnudas.

—Está sangrando por la rodilla.

Lali se miró y vio que el bolsillo izquierdo de sus pantalones cortos de algodón estaba casi desgarrado. Un reguero de sangre le corría espinilla abajo procedente de un arañazo en la rodilla derecha. Arrancó de un tirón lo que quedaba del bolsillo y se apretó la tela contra la herida.

—No es más que un rasguño.

La caballería, en forma de dos coches de patrulla y una camioneta de servicios médicos, llegó con un despliegue de brillantes luces. Varios agentes uniformados empezaron a abrirse paso por entre la multitud, mientras que los vecinos guiaban a los enfermeros hacia los heridos.

Treinta minutos después, todo había terminado. Unas máquinas retiraron los dos automóviles y los agentes de uniforme se habían llevado al borracho. A la joven herida, con sus hijos detrás, la llevaron a urgencias para que le dieran unos puntos en la herida de la cabeza. Todas las heridas leves habían sido lavadas y vendadas, y los ancianos guerreros fueron conducidos a sus casas.

Lali aguardó hasta que se hubo ido el personal médico, y entonces despegó la enorme gasa y el esparadajo que le cubrían la rodilla. Ahora que había desaparecido toda emoción, se sentía agotada; lo único que deseaba era una ducha caliente, unas galletas de chocolate y una cama. Bostezó y echó a andar calle abajo, en dirección a su casa.

Peter el tipejo la alcanzó y se puso a caminar a su lado. Ella lo miró un momento y luego se volvió a fijar la vista al frente. No le gustaba la expresión de su cara ni su manera de erguirse sobre ella como si fuera un nubarrón. Maldición, aquel hombre era bien grande; mediría algo más, bastante más de metro ochenta, y poseía unos hombros que parecían tener una anchura de un metro.

—¿Siempre se mete con los pies por delante en situaciones peligrosas? —le preguntó él en tono conversacional.

Lali reflexionó un instante.

—Pues sí —dijo por fin.

—Cómo no.

Lali se detuvo en medio de la calle y se volvió para encararse con él, con las manos apoyadas en las caderas.

—Oiga, ¿qué se supone que debía haber hecho, quedarme allí mirando mientras ese hombre sacudía a la pobre mujer hasta hacerla papilla?

—Podría haber dejado que lo sujetaran un par de hombres.

—Ya, claro, nadie lo estaba sujetando, de modo que no me senté a esperar.

En aquel momento dobló la esquina un coche que se dirigió hacia ellos. Peter la tomó del brazo y la apartó a un lado.

—¿Cuánto mide usted... uno cincuenta y ocho? —le preguntó, examinándola.

Lali lo miró con gesto torcido.

—Uno sesenta y tres.

Él puso los ojos en blanco y una expresión que decía: <<Sí, claro>>. A Lali le rechinaban los dientes. Medía uno sesenta y tres... casi. ¿Qué importancia tenía un centímetro más o menos?

—Amy, la mujer a la que ha agredido ese hombre, mide fácilmente siete centímetros más que usted y probablemente pesa como doce kilos más que usted. ¿Qué la hizo pensar que podría con él?

—No lo hice —reconoció Lali.

—¿Qué es lo que no hizo? ¿Pensar? Eso está claro.

No puedo pegar a un policía, pensó ella. No puedo pegar a un policía. Se lo repitió a sí misma varias veces. Por fin consiguió decir, en un tono admirablemente neutro:

—No pensé que fuese a poder con él.

—Pero de todos modos lo golpeó.

Ella se encogió de hombros.

—Fue un instante de locura.

—Ahí estamos de acuerdo.

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Se detuvo otra vez.

—Mire, ya estoy harta de sus comentarios sarcásticos. Le impedí que continuara pegando a aquella mujer delante de sus hijos. Enfrentarme así a él no fue muy inteligente que digamos, y me doy perfectamente cuenta de que podría haberme hecho daño. Pero volvería a hacerlo. Ahora llévese su maldito culo calle abajo, porque no quiero que camine a mi lado.

—Qué dura —dijo él, y la agarró de nuevo del brazo.

Lali se vio obligada a andar o a ser arrastrada. Como él no iba a permitirle irse sola a su casa, apretó el paso. Cuando antes se separase de él, mejor.

—¿Tiene prisa? —preguntó él aflojando la mano con que le sujetaba el brazo y obligándola a seguirle el ritmo, más despacio.

—Sí. Voy a perderme lo... —Trató de recordar lo que daban por televisión, pero tenía la mente en blanco—. Bubú está a punto de escupir una bola de pelo, y quiero estar presente.

—De modo que le gustan las bolas de pelo.

—Son más interesantes que mi compañía actual —repuso Lali en tono meloso.

Él hizo una mueca.

—Eso me ha dolido.

Por fin llegaron a la altura de la casa, y el vecino tuvo que soltarla.

—Póngase hielo en la rodilla para que no le salga un moretón —le dijo.

Ella asintió, dio unos pasos, pero se volvió, y lo vio a él todavía de pie al final del camino de entrada, observándola.

—Gracias por poner un silenciador nuevo.

Él hizo ademán de ir a decir algo sarcástico, Lali lo vio en la expresión de su cara, pero entonces se encogió de hombros y se limitó a decir:

—De nada. —Luego hizo una pausa—. Gracias por mi cubo de la basura nuevo.

—De nada.

Ambos se miraron fijamente el uno al otro por espacio de unos segundos, como si estuvieran esperando para ver cuál de los dos reanudaba la pelea, pero Lali puso fin al empate dando media vuelta y entrando en la casa. Cerró la puerta con llave y permaneció allí de pie unos instantes, contemplando el salón acogedor, ya familiar, que sentía como su propio hogar. Bubú había vuelto a atacar los almohadones; vio más relleno desparramado por la moqueta.

Dejó escapar un suspiro.

—A la porra con esas galletitas de chocolate —dijo en voz alta—. Esto se merece un helado.

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