miércoles, 24 de septiembre de 2014

El Hombre Perfecto: Capitulo 6

Lali se despertó temprano a la mañana siguiente, sin la ayuda del despertador ni del sol. La despertó el simple acto de darse la vuelta, porque todos los músculos de su cuerpo lanzaban gritos de protesta. Sentía las costillas doloridas, la rodilla le escocía, le dolían los brazos cada vez que los movía; hasta el trasero lo notaba sensible. No tenía todos aquellos dolores y molestias desde la primera vez que fue a patinar sobre ruedas.

Se incorporó lentamente con un gemido hasta quedar sentada en la cama y asomó las piernas por el borde del colchón. Si ella estaba así de mal, ¿cómo estarían los ancianos? A ellos no los habían golpeado, pero debió de resultarles más dura la caída al suelo.

Para unos músculos doloridos era mejor el frío que el calor, pero no se sentía lo bastante valiente para enfrentarse a una ducha fría. Prefería encararse con un borracho agresivo en cualquier momento que estar desnuda debajo de un gélido chorro de agua. Al final llegó a un acuerdo consigo misma aceptando una ducha templada, y luego fue cerrando gradualmente el agua caliente. Pero no le sirvió de nada llegar poco a poco al agua fría; la soportó durante unos dos segundos, y después salió de la ducha mucho más deprisa de lo que había entrado.

Temblando, se secó rápidamente y se envolvió en su larga bata azul con cremallera en la parte frontal. Rara vez se molestaba en ponérsela durante el verano, pero hoy le resultó muy agradable.

Madrugar tenía una ventaja: tenía que despertar ella a Bubú, y no al revés. El gato no aceptó de buen grado que perturbaran su feliz sueño, y respondió con un bufido antes de marcharse enfadado a buscar un sitio más privado donde dormir. Lali sonrió.

Aquella mañana no tenía ninguna prisa, ya que se había levantado demasiado temprano, lo cual le vino bien porque sus músculos doloridos dejaron claro que, aquel día, nada de prisas. Se entretuvo largo tiempo con el café, cosa rara en un día laborable, y en vez de arreglarse con cereales fríos tal como hacía normalmente, metió una tortita congelada en la tostadora y cortó unas cuantas fresas para poner encima. Al fin y al cabo, una mujer que había luchado en una reyerta se merecía algún capricho de más.

Después de terminarse la tortita, tomó otra taza de café y se levantó un poco la bata para examinar la rodilla despellejada. Se había aplicado hielo, tal como le habían dicho, pero continuaba teniendo un bonito moratón, y además sentía la rodilla entera rígida y dolorida. No podía pasarse el día repantigada con un montón de bolsas de hielo, de modo que sacó un par de aspirinas y se resignó a estar incómoda durante un par de días.

La primera sorpresa real del día llegó cuando empezó a vestirse y se puso un sujetador. Nada más abrochar el cierre frontal, al tensar la prenda alrededor de sus doloridas costillas, supo que tendría que prescindir del sujetador. De pie frente al armario, desnuda excepto por las bragas, se enfrentó a otro dilema: ¿Qué puede ponerse una mujer sin sujetador si no quiere que nadie sepa que va sin sujetador?

Hasta en una oficina con aire acondicionado, hacía demasiado calor para llevar una chaqueta puesta todo el día. Tenía unos cuantos vestidos bonitos, pero sus pezones quedarían claramente visibles debajo de la delgada tela. ¿No había leído algo acerca de ponerse tiritas encima de los pezones? Valía la pena intentar cualquier cosa. Tomó dos tiritas, se las pegó sobre los pezones y a continuación se puso uno de los vestidos y se examinó en el espejo. Las tiritas resaltaban con toda claridad.

De acuerdo, aquello no funcionaba. Tal vez lograra su propósito con esparadrapo liso, pero no tenía. Además, el vestido dejaba ver la rodilla herida, que mostraba un aspecto fatal. Se quitó las tiritas y volvió a explorar el contenido del armario.

Al final se conformó con una falda larga de color verde botella y un jersey de punto blanco que cubrió con una camisa de seda azul oscuro. Se anudó los faldones de la camisa a la cintura, se puso unas pulseras de cuentas de colores azul y verde, y quedó más bien impresionada al consultar al espejo.

—No está mal —dijo, girando para comprobar el resultado—. No está nada mal.

Por suerte, el pelo no constituía ningún problema. Lo tenía espeso y brillante, de un bonito color castaño rojizo oscuro, y con mucho cuerpo. Su peinado actual era una especie de desaliño modificado que no requería más que un ligero cepillado, lo cual era una suerte, ya que el hecho de levantar los brazos hacía que le dolieran las costillas. Así que no se entretuvo mucho con el cepillo.

Pero tenía una contusión en la mejilla. Frunció el ceño al verse en el espejo y se tocó con cuidado la pequeña mancha azul. No le dolía, pero era claramente de color azul. Rara vez usaba maquillaje —¿para qué malgastarlo para ir a trabajar?—, pero hoy tendría que sacar toda la artillería.

Para cuando salió por la puerta contoneándose con su elegante y afortunado atuendo, además de toda la pintura de guerra, pensó que llevaba un aspecto simplemente magnífico.

El tipejo —Peter— estaba abriendo la portezuela del coche cuando Lali salió al exterior. Se volvió y cerró sin prisas la puerta de la casa, con la esperanza de que el vecino se limitara a entrar en su coche y marcharse, pero no cayó esa breva.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó. Lali percibió su voz justo detrás de ella, y a punto estuvo de llevarse un susto de muerte. Reprimió un chillido y se volvió. Mala idea. Sus costillas protestaron. Dejó escapar un gemido involuntario y se le cayeron las llaves al suelo.

—¡Maldita sea! —gritó cuando logró respirar de nuevo—. ¡Deje de presentarse así, furtivamente!

—Es la única forma que conozco —replicó él con el semblante inexpresivo—. Si esperara a que se diese la vuelta, ya no sería furtivamente. —Calló un instante—. Ha dicho un taco.

Como si necesitara que él se lo señalase. Furiosa, introdujo la mano en el bolso en busca de un cuarto de dólar y se lo puso en la mano al vecino.

Él parpadeó mirando la moneda.

—¿Para qué es esto?

—Es por haber dicho un taco. Tengo que pagar un cuarto de dólar cada vez que me pillen diciendo uno. Así me motivo a mí misma para no hablar mal.

—En ese caso, me debe mucho más que veinticinco centavos. Anoche dijo un par de palabrotas.

Lali torció el gesto. 

—No puede regresar al pasado para cobrar. Me vería obligada a vaciar mi cuenta bancaria. Tiene que pillarme en el momento preciso.

—Ah, bueno, pues sí la pillé. El sábado, cuando estaba cortando el césped. No me pagó entonces.

En silencio, Lali apretó los dientes y hurgó en el bolso para buscar otro cuarto de dólar.

Peter se guardó los cincuenta centavos en el bolsillo con un gesto de satisfacción.

En cualquier momento, Lali tal vez se hubiera echado a reír, pero todavía estaba enfadada con él por haberla asustado. Le dolían las costillas, y cuando intentó inclinarse para recoger las llaves le dolieron aún más. No sólo eso, además su rodilla se negaba a flexionarse. Se incorporó y dirigió a Peter una mirada tal de rabia y frustración, que a él le tembló la comisura de la boca. Si se ríe, pensó Lali, le doy una patada en la barbilla. Como todavía estaba en el porche, el ángulo era perfecto.

Pero Peter no se rió. Seguramente, a los policías les enseñaban que debían ser cautos. Se inclinó para recogerle las llaves.

—La rodilla no quiere doblarse, ¿eh?

—Ni tampoco las costillas —contestó ella gruñona al tiempo que cogía las llaves y bajaba los tres escalones.

Peter juntó las cejas.

—¿Qué le pasa en las costillas?

—Aquel tipo me dio un puñetazo.

Él soltó un resoplido de exasperación.

—¿Por qué no lo dijo anoche?

—¿Por qué? No están rotas, sólo contusionadas.

—Está totalmente segura, ¿no? ¿No cree que puede ser que tenga una fisura?

—No me lo parece.

—Claro, tiene tanta experiencia en fisuras de costillas que ya sabe la sensación que producen.

Lali apretó la mandíbula.

—Las costillas son mías, y yo digo que no tienen fisuras. Fin de la discusión.

—Dígame una cosa —dijo él en tono conversacional, paseando a su lado mientras ella se dirigía ofendida, lo mejor que pudo, hacia su coche—. ¿Hay algún día en que no se meta en una pelea?

—Los días en que no lo veo a usted —contraatacó Lali—. ¡Es usted quien ha empezado! Yo estaba preparada para ser una buena vecina, pero usted me ladra cada vez que me ve, incluso aunque yo le pedí disculpas cuando Bubú se subió a su coche. Además, creí que era usted un borracho.

Peter se detuvo con la sorpresa dibujada en el rostro.

—¿Un borracho?

—Ojos inyectados en sangre, ropa sucia, llegaba a casa a primeras horas de la mañana, haciendo un montón de ruido, siempre de mal humor como si tuviera resaca... ¿Qué otra cosa cabía pensar?

Él se pasó una mano por la cara.

—Lo siento, no lo pensé. Debería haberme duchado, afeitado y puesto un traje antes de salir a decirle que estaba haciendo un ruido capaz de despertar a un muerto.

—Habría bastado con que hubiera cogido unos vaqueros limpios. —Abrió la portezuela del Viper y empezó a pensar en otro problema: ¿Cómo iba a meterse en aquel pequeño cohete de techo tan bajo?

—Estoy renovando los armarios de la cocina —explicó él tras una breve pausa—. Con las horas que trabajo últimamente, tengo que ir haciéndolo poco a poco, y a veces me quedo dormido con la ropa sucia puesta.

—¿No se le ha ocurrido ninguna vez dejar los armarios hasta el día en que no trabaje y así dormir un poco más? Tal vez así mejorase su carácter.

—A mi carácter no le pasa nada.

—No, si es el de un perro rabioso. —Abrió la puerta, arrojó dentro su bolso y trató de mentalizarse para el esfuerzo de deslizarse detrás del volante.

—Bonito cacharro —dijo él, echando un vistazo al Viper.

—Gracias. —Lali lanzó una mirada al Pontiac y no dijo nada. A veces el silencio resultaba más caritativo que las palabras.

Él vio la mirada y sonrió abiertamente. Lali deseó que no hubiera hecho tal cosa: aquella sonrisa lo hizo parecer casi humano. Ojalá no estuvieran ambos allí fuera, a la luz del sol, porque veía lo tupidas que eran sus pestañas negras y las estrías marrones de sus ojos. De hecho, era un hombre atractivo, cuando no tenía los ojos enrojecidos y no gruñía.

De pronto los ojos de él adoptaron una expresión fría. Levantó una mano y tocó con suavidad la mejilla de Lali.

—Tiene un hematoma ahí.

—Me cag... —Lali se interrumpió antes de pronunciar la palabrota—. Creía que lo había disimulado.

—Lo ha hecho bastante bien. No lo he visto hasta que se ha puesto el sol. —Se cruzó de brazos y la miró con el ceño fruncido—. ¿Tiene alguna otra herida?

—Sólo los músculos un poco doloridos. —Contempló el Viper con pesadumbre—. Me da miedo meterme en el coche.

Peter observó el automóvil y después a Lali, que, agarrada a la puerta abierta, alzaba lentamente la pierna derecha y la introducía en el coche. Lanzó un suspiro, como si hiciera acopio de fuerzas para realizar una tarea desagradable, y sostuvo a Lali del brazo para que se apoyara mientras se sentaba con gran esfuerzo detrás del volante.

—Gracias —dijo ella, aliviada de que la operación hubiera finalizado.

—De nada. —Peter se agachó en cuclillas en el espacio de la puerta abierta—. ¿Desea presentar cargos por agresión?

Lali frunció los labios.

—Yo le pegué primero.

Pensó que tal vez él le disparase otra sonrisa. Dios, esperaba que no; no quería ver otra tan pronto. A lo mejor empezaba a pensar que su vecino era humano.

—Eso es cierto —convino él. Se puso de pie y cerró la portezuela por ella—. Le vendrá bien un masaje para aliviar el dolor muscular. Y un baño caliente.

Lali lo miró escandalizada.

—¿Caliente? ¿Quiere decir que esta mañana me he dado una ducha fría para nada?

Él rió levemente, y Lali deseó de todo corazón que no lo hubiera hecho. Poseía una risa profunda y agradable, y dientes muy blancos.

—El frío es bueno también. Pruebe a alternar frío y calor para relajarse. Y dese un masaje si puede.

Lali no creía que Hammerstead tuviera un balneario oculto en el edificio, pero sí que podría realizar unas cuantas llamadas y pedir hora para aquella tarde, cuando saliera de trabajar.

Asintió con un gesto.

—Buena idea. Gracias.

Él asintió también y terminó de cerrar la puerta, apartándose del coche. Alzó una mano para despedirla y seguidamente se encaminó hacia su propio automóvil. Antes siquiera de haber abierto la puerta del mismo, Lali ya conducía el Viper calle abajo.

De modo que tal vez pudiera llevarse bien con él, pensó con una leve sonrisa. Ciertamente, la noche anterior él y sus esposas fueron de gran ayuda.

A pesar de haberse entretenido a charlar con él, aún llegó temprano a trabajar, lo cual le dio tiempo para salir con cuidado del coche. Hoy el cartel que colgaba sobre los botones del ascensor rezaba: FALLAR NO ES UNA OPCIÓN; VIENE INCLUIDO EN TU SOFTWARE. No sabía por qué, pero pensó que a la dirección le sentaría peor aquel cartel que el del día anterior, pero probablemente todos los pirados y locos de las dos primeras plantas lo encontrarían graciosísimo.

La oficina se fue llenando gradualmente. Las conversaciones de aquella mañana giraban exclusivamente alrededor al artículo aparecido en el boletín, divididas al cincuenta por ciento entre el contenido del mismo y la especulación sobre la identidad de las cuatro autoras. La mayoría opinaban que el artículo entero había sido producto de la inventiva del autor, que las cuatro amigas eran ficticias, lo cual favorecía estupendamente a Lali. Mantuvo la boca cerrada y los dedos cruzados.

—He escaneado el artículo y se lo he enviado a mi primo de Chicago —oyó decir a uno que pasaba por el pasillo. Estaba bastante segura de que aquel individuo no estaba hablando de un artículo del Detroit News.

Genial. Aquello se estaba extendiendo.

Como hizo una mueca de dolor con sólo pensar en tener que entrar y salir del coche varias veces para ir a almorzar, se contentó con tomar unas galletas de mantequilla de cacahuate y un refresco en la sala de café. Podría haberle pedido a Rochi o a alguna de las otras que le trajera algo para almorzar, pero no tenía ganas de dar explicaciones de por qué tenía problemas para meterse en el coche. Decir que se había encarado con un borracho sonaría a fanfarronada, cuando en realidad lo que pasó es que estaba demasiado furiosa para pensar en lo que hacía.

En aquel momento entró Leah Street y casó del frigorífico el pulcro paquete que constituía su almuerzo. Tomó un emparedado (pechuga de pavo y lechuga con pan integral), una taza de sopa de verduras (que calentó en el microondas) y una naranja. Lali suspiró, debatiéndose entre la envidia y el odio. ¿Cómo podía gustar a alguien una persona que era tan organizada? Las personas como Leah estaban en el mundo para hacer que todos los demás parecieran ineficaces. Si lo hubiera pensado antes, también ella podría haberse traído el almuerzo, en lugar de tener que conformarse con galletas de mantequilla de cacahuate y una tónica sin azúcar.

—¿Te importa que me siente contigo? —le preguntó Leah, y Lali experimentó una punzada de culpabilidad. Dado que eran las dos únicas personas que había en la sala, debería haber invitado a Leah a sentarse. La mayoría de la gente de Hammerstead se habría sentado sin más, pero quizá Leah se había visto mal recibida tantas veces que ya se sentía en la obligación de preguntar.

—Claro —respondió Lali, tratando de poner un poco de calor en el tono de voz—. Me encantaría tenerte de compañía.

Si fuera católica, desde luego tendría que confesarse por haber dicho aquello; era una mentira aún más grande que decir que su padre no tenía ni idea de coches.

Leah dispuso su almuerzo nutritivo y atractivo, y se sentó a la mesa. Dio un pequeño mordisco al emparedado y masticó con delicadeza, se limpió la boca, y acto seguido tomó una cucharada igualmente pequeña de sopa, tras lo cual se limpió la boca otra vez. Lali la observó hipnotizada. Imaginaba que los Victorianos debían de tener los mismos modales a la mesa. Ella tenía buenos modales, pero al lado de Leah se sentía como una salvaje.

Al cabo de unos instantes, Leah dijo:

—Supongo que habrás visto el asqueroso boletín de ayer

Asqueroso era uno de los términos favoritos de Leah, según había observado Lali.

—Imagino que te refieres a ese artículo —dijo, porque no parecía valer la pena andarse por las ramas—. Le eché un vistazo. No lo leí entero.

—Las personas así me hacen sentir vergüenza de ser mujer.

Bueno, aquello era pasarse un poco. Lali sabía que no debía menear el tema, porque Leah era Leah y nada iba a cambiarla. Pero algún diablillo que correteaba por dentro de ella —vale, el mismo diablillo que siempre la empujaba a abrir la boca cuando debería mantenerla cerrada— la hizo decir:

—¿Por qué? A mí me han parecido sinceras.

Leah dejó el emparedado y miró a Lali con expresión escandalizada.

—¿Sinceras? Hablaban como si fueran fulanas. Lo único que querían en un hombre era dinero y un enorme... un enorme...

—Pene —terminó Lali, ya que por lo visto Leah no conocía aquella palabra—. Pero yo no creo que fuera eso lo único que querían. Creo recordar algo acerca de fidelidad y fiabilidad, sentido del humor...

Leah desechó todo aquello con un gesto de la mano.

—Cree eso si te apetece, pero el tema central del artículo era el sexo y el dinero. Resulta obvio. También era malévolo y cruel, no tienes más que pensar cómo se sentirán los hombres que no tienen dinero ni un... una cosa enorme.

—Pene —interrumpió Lali—. Se llama pene.

Leah apretó los labios.

—Hay cosas de las que no se debe hablar en público, pero ya me he fijado otras veces en que tú tienes la lengua bastante sucia.

—¡En absoluto! —exclamó Lali acaloradamente—. Reconozco que a veces digo tacos, pero estoy intentando dejar de decirlos, y pene no es una palabrota; es el término correcto para designar una parte del cuerpo, igual que decir pierna. ¿O es que también tienes objeciones respecto a las piernas?

Leah aferró el borde de la mesa con ambas manos, tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos. Aspiró profundamente antes de decir:

—Tal como iba diciendo, imagina cómo se van a sentir esos hombres. Pensarán que no son lo bastante buenos, que son inferiores en cierto modo.

—Los hay que lo son —musitó Lali. Ella lo sabía bien. Había estado prometida con tres de aquellos tipos inferiores, y no lo decía pensando en sus genitales.

—No se debe hacer que nadie se sienta así —dijo Leah elevando el tono de voz. Dio otro bocado al emparedado y Lali vio, para su sorpresa, que le temblaban las manos. Estaba alterada de verdad.

—Mira, yo creo que la mayor parte de la gente que leyó el artículo lo consideró gracioso —dijo en tono conciliador—. Está claro que pretendía ser un chiste.

—Pues a mí no me lo parece en absoluto. Era grosero, sucio y mezquino.

Se acabó la reconciliación.

—No estoy de acuerdo —replicó Lali de manera tajante, al tiempo que recogía los restos de su comida y los depositaba en un cubo de la basura—. Yo creo que la gente ve lo que quiere ver. Una persona mezquina espera que los demás lo sean también, del mismo modo que las personas que tienen una mente calenturienta ven obscenidades por todas partes.

Leah se puso blanca, y después roja.

—¿Estás diciendo que yo tengo una mente calenturienta?

—Tómatelo como te venga en gana.

Lali regresó a su despacho antes de que aquella pequeña disputa se convirtiera en una guerra abierta. ¿Qué le estaba pasando últimamente? Primero su vecino, ahora Leah. Según parecía, no era capaz de llevarse bien con Leah, así que no sabía si contarla a ella, pero desde luego que estaba realizando un importante esfuerzo por hacer buenas migas con Peter. De modo que Peter le caía mal; era evidente que ella también había logrado caerle mal a él. El problema estribaba en que no tenía práctica en llevarse bien con los hombres; desde la ruptura de su tercer compromiso, se había alejado bastante de ellos.

Pero ¿qué mujer no habría hecho lo mismo, con semejante historial? Tres compromisos y tres rupturas a los veintitrés años de edad no constituían precisamente un carrerón. Y no era porque ella fuera un adefesio; tenía un espejo, el cual reflejaba una mujer guapa y esbelta que tenía casi hoyuelos en las mejillas y casi una hendidura en la barbilla. Fue muy popular en el instituto, tan popular que se prometió con Brett, la estrella del equipo de béisbol, en el último curso. Pero ella deseaba ir a la universidad y Brett quería probar fortuna con el béisbol, y sin saber cómo ambos se distanciaron. La carrera de Brett en el béisbol fue imposible también.

Luego llegó Alan. En aquella época Lali tenían veintiún años y estaba recién salida de la universidad. Alan esperó hasta la noche anterior a la boda para hacerle saber que estaba enamorado de una ex novia, y que salió con ella sólo para demostrar que había superado de verdad su anterior noviazgo, pero que no había funcionado, lo siento, sin rencor, ¿eh?

Claro. Ni lo sueñes, cabrón.

Después de Alan, con el tiempo, se comprometió con Warren, pero quizá para entonces ya se había vuelto demasiado desconfiada para comprometerse de verdad. Por la razón que fuera, cuando él se lo pidió y ella respondió que sí, ambos parecieron dar marcha atrás y la relación terminó muriendo gradualmente. Los dos quedaron agradecidos de enterrarla por fin.

Suponía que podría haber seguido adelante y casarse con Warren, pese a la falta de entusiasmo por ambas partes, pero se alegraba de no haberlo hecho. ¿Y si hubieran tenido hijos, y luego se hubieran separado? Si tenía hijos alguna vez, Lali quería que fuese en el seno de un matrimonio sólido, como el de sus padres.

Nunca había pensado que el final de aquellos compromisos fuera culpa suya; dos de ellos habían sido por decisión mutua, y el otro estaba claro que había sido culpa de Alan, pero... ¿no le pasaría algo a ella? Por lo visto no había suscitado deseo sexual, ni mucho menos devoción, en los hombres con los que había salido.

La sacó de aquellos sombríos pensamientos la aparición de Rochi asomando la cabeza por la puerta del despacho. Estaba pálida.

—Ha venido un reportero de News a hablar con Dawna —dijo impulsivamente—. Dios, ¿crees tú que...?

Rochi miró a Lali; Lali miró a Rochi.

—Mierda —dijo Lali disgustada, y Rochi se encontraba tan alterada que ni siquiera exigió el cuarto de dólar que le correspondía.


Aquella noche, Corin tenía la vista fija en el boletín, leyendo una y otra vez el artículo. Era una obscenidad, pura obscenidad.

Le temblaban las manos, lo cual hacía bailar las pequeñas palabras. ¿Es que no sabían lo mucho que dolía aquello? ¿Cómo eran capaces de reírse?

Le entraron ganas de arrojar el boletín a la basura, pero no pudo. Se consumía de angustia. No podía creer que de hecho estuviera trabajando con las personas que habían dicho todas aquellas cosas que tanto daño hacían, que se burlaban y aterrorizaban...

Aspiró profundamente. Tenía que controlarse, eso era lo que le habían dicho los médicos. Tú tómate las pastillas y contrólate. Y así lo hizo. Había sido bueno, muy bueno, durante mucho tiempo. En ocasiones incluso consiguió olvidarse de sí mismo.

Pero ya no. Ahora no podía olvidar. Esto era demasiado importante.

¿Quiénes serían?

Necesitaba saberlo. Tenía que saberlo.

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