Todos los viernes, Lali y tres amigas de Hammerstead Technology, donde trabajaban, se reunían después del trabajo en Ernie's, un bar restaurante de la zona, para tomar una copa de vino, cenar algo que no tuvieran que preparar ellas y charlas de cosas de chicas. Después de pasarse la semana trabajando en un ambiente dominado por hombres, necesitaban de verdad aquella conversación entre mujeres.
Hammerstead era una empresa satélite que suministraba tecnología de ordenadores a las fábricas de General Motors que había en el área de Detroit, y los ordenadores eran todavía un terreno masculino en gran medida. Además, la empresa era bastante grande, lo cual quería decir que el ambiente general era un poco raro, con aquella mezcla, en ocasiones incómoda, de locos de la informática que no sabían lo que significaba la frase <<apropiado para la oficina>> y los habituales y típicos directivos de empresa. Si Lali trabajase en alguna de las oficinas de investigación y desarrollo en compañía de esos locos, nadie se habría dado cuenta de que aquella mañana había llegado tarde a trabajar. Por desgracia, ella era la encargada del departamento de nóminas, y su inmediato superior era un auténtico obseso del reloj.
Como tenía que compensar el tiempo que había trabajado de menos aquella mañana, llegó casi con quince minutos de retraso a Ernies's, pero las otras tres amigas ya habían ocupado una mesa, a Dios gracias. El local se estaba llenando, tal como sucedía siempre las noches de los fines de semana, y a Lali no le gustaba esperar en la barra a tener mesa, ni siquiera cuando estaba de buen humor, lo cual no era ahora el caso.
—Menudo día —dijo al tiempo que se dejaba caer en la cuarta silla, que estaba vacía. Mientras daba gracias a Dios, añadió dar las gracias por ser viernes. Había sido un asco de día, pero era el último, por lo menos hasta el lunes siguiente.
—Dímelo a mí —murmuró Euge mientras apagaba un cigarrillo y se apresuraba a encender otro—. Últimamente Tacho está insoportable. ¿Es posible que los hombres sufran de síndrome premenstrual?
—Ellos no lo necesitan —dijo Lali, pensando en el tipejo que tenía por vecino... un tipejo policía—. Nacen envenenados por la testosterona.
—Oh, ¿eso es lo que les pasa? —Euge puso los ojos en blanco—. Yo creía que era por la luna llena o algo así. Nunca se sabe. Hoy Kellman me ha tocado el culo.
—¿Kellman? —repitieron las otras tres al unísono, atónitas, atrayendo la atención de todos los que las rodeaban. Rompieron a reír, pues de todos los posibles acosadores, aquel era el menos probable.
Derek Kellman, de veintitrés años, era la definición personificada de tipo andino y pirado. Era un individuo alto y desgarbado, y se movía con la gracia de una cigüeña borracha. Tenía la nuez tan prominente en medio de aquel cuello flaco que daba la sensación de que se hubiera tragado un limón y se le hubiera quedado atascado para siempre en la garganta. Su cabellera pelirroja no conocía el cepillo; en un lugar parecía totalmente lacia y en otro le sobresalía en forma de pinchos: un caso terminal de aspecto de recién levantado de la cama. Pero era un genio absoluto con los ordenadores, y de hecho les caía bien a todas ellas, de una forma protectora, como de hermana mayor. Era tímido, torpe y totalmente despistado para todo excepto los ordenadores. En la oficina se rumoreaba que él había oído decir que existían dos sexos diferentes, pero no estaba seguro de que el rumor fuera cierto. Kellman era la última persona de la que alguien sospecharía que tocara el culo a nadie.
—No me lo creo —dijo Cande.
—Te lo estás inventando —acusó Rochi.
Euge rió con su ronca risa y dio una larga calada al cigarrillo.
—Os juro por Dios que es verdad. Lo único que hice fue cruzarme con él en el pasillo. Lo siguiente que recuerdo es que me agarró con las dos manos y se quedó allí sin más, sosteniéndome el trasero como si fuera una pelota de baloncesto y estuviera a punto de ponerse a hacer regates.
Aquella imagen mental las hizo reír a todas de nuevo.
—¿Y qué hiciste? —preguntó Lali.
—Pues nada —admitió Euge—. El problema es que Bennett estaba mirando, el muy cabrón.
Todas gimieron. A Bennett Trotter le gustaba mucho meterse con quienes él consideraba que eran sus subordinados, y el pobre Kellman era su blanco favorito.
—¿Qué iba a hacer? —preguntó Euge, sacudiendo la cabeza en un gesto negativo—. De ningún modo iba yo a proporcionarle más munición a ese gilipollas para que la usara contra ese pobrecillo. De modo que le di a Kellman una palmadita en la mejilla y le dije algo en plan coqueto, algo así como: <<No sabía que te gustara>>. Kellman se puso más colorado que su propio pelo y se escabulló al servicio de caballeros.
—¿Qué hizo Bennett? —preguntó Cande.
—Puso un gesto de sonrisa satisfecha en la cara y dijo que de haber sabido que yo estaba tan necesitada como para conformarme con Kellman, como acto de caridad hace ya mucho me habría ofrecido sus servicios.
Aquello provocó una epidemia de ojos en blanco.
—Dicho de otro modo, estuvo tan cabrón como siempre —dijo Lali con asco.
Por un lado existía lo de ser políticamente correcto, y por el otro la realidad, y la realidad era que las personas eran personas. Algunos tipos con los que habían trabajado en Hammerstead era unos asquerosos libertinos, y aquello no iba a cambiar por mucho que se quisiera inculcarles sensibilidad. Sin embargo, la mayor parte de las mujeres eran auténticas brujas con escoba. Lali había dejado de buscar la perfección, en el trabajo y en todas pares. Cande opinaba que era demasiado desconfiada, pero es que Cande era la más joven del grupo y su ingeniudad se mantenía prácticamente intacta.
Aparentemente, las cuatro amigas no tenían más en común que el lugar donde trabajaban. Eugenia Suárez, la jefa de contabilidad, tenía cuarenta y un años, la mayor de todas. Se había casado y divorciado tres veces, y desde la última visita que hizo a los tribunales, prefería relaciones menos formales. Llevaba el pelo teñido de rubio platino, su hábito de fumar estaba comenzando a cobrarse su precio en el cutis, y la ropa que vestía siempre le quedaba un poco ajustada. Le gustaba la cerveza, los hombres poco refinados y el sexo loco, y reconocía sentía afición por jugar a los bolos. <<Soy el sueño de todo hombre>>, decía ella riendo. <<Tengo gustos baratos dentro de un presupuesto caro.>>
El novio actual de Euge era un tipo llamado Tacho, un patán grandote y musculoso que no gustaba a ninguna de las otras tres. En privado, Lali opinada que tenía un nombre muy apropiado, porque era denso como un ladrillo. Era diez años más joven que Euge, trabajaba sólo de vez en cuando y pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo la cerveza de ella y viendo la televisión. Sin embargo, según Euge, le gustaba el sexo exactamente igual que a ella, y eso era motivo suficiente para aguantarlo durante un tiempo.
Candela Vetrano, la más joven, tenía veinticuatro años y era la <<octava maravilla>> de la división de ventas. Era alta, esbelta y poseía la gracia y la dignidad de un gato. Su cutis perfecto era de un color caramelo pálido y cremoso, tenía una voz suave y lírica, y los hombres caían como moscas a sus pies. Era, en efecto, todo lo contrario de Euge. Euge era descarada; Cande era distante y refinada. La única vez que habían visto furiosa a Cande fue cuando alguien la llamó <<afroamericana>>.
—Soy americana —replicó ella, volviéndose de pronto hacia el autor del insulto—. Jamás he estado en África. Nací en California, mi padre era un alto oficial de la Marina y yo no soy de ninguna raza de nombre compuesto. Tengo herencia negra, pero también blanca. —Levantó un esbelto brazo y examinó el color del mismo—. A mí me parece que soy morena. Todos somos de un tono de moreno distinto, así que no intentes separarme.
El tipo farfulló una excusa y Cande, siendo Cande, le dedicó una gentil sonrisa y lo perdonó con tanta dulzura que él terminó pidiéndole una cita para salir. En la actualidad estaba saliendo con un defensa del equipo de fútbol de los Detroit Lions; por desgracia, se había colado por Victorio D' Alessandro, aunque todo el mundo sabía que él se relacionaba con otras mujeres en todas las ciudades en las que había un equipo de la NFL. Con demasiada frecuencia los ojos castaños de Cande mostraban una expresión afligida, pero ella se negaba a dejarlo,
Rocío Igarzábal trabajaba en recursos humanos, y era la más tradicional de las tres. Era de la edad de Lali, tenía treinta años, y llevaba nueve años casada con su novio del instituto. Ambos vivían en una agradable casa de las afueras en compañía de dos gatos, un loro y cocker spaniel. La única manca en medio de aquella felicidad era que Rochi deseaba tener hijos y su marido Pablo, no. En su fuero interno, Lali pensaba que Rochi podría ser un poco más independiente. Aunque Pablo trabajaba como supervisor de Chevrolet, en el turno de tres a once, y no estaba en casa, Rochi siempre estaba consultando el reloj, como si tuviera que estar en casa a determinada hora. Por lo que Lali pudo deducir, Pablo no aprobaba aquellas reuniones de los viernes por la noche. Lo único que hacían era juntarse en Ernie's y cenar, y nunca se iban más tarde de las nueve; no era precisamente que fueran de bar en bar bebiendo sin parar hasta la madrugada.
Bueno, no había nadie que tuviera una vida perfecta, pensó Lali. Ella misma no tenía grandes cosas que contar en el apartado amoroso. Estuvo comprometida en tres ocasiones, pero todavía no había ido al altar. Después de la tercera ruptura, decidió darse un descanso en cuanto a lo de salir con hombres y concentrarse en su carrera. Y allí estaba, siete años después. todavía concentrándose. Contaba con un buen historial de méritos, una cuenta bancaria saludable, y acababa de comprarse su primera casa propia, si bien no estaba disfrutando de ella tanto como había creído en un principio, con aquel cretino inconsiderado y de malas pulgas que tenía por vecino. Puede que fuera policía, pero de todas formas la seguía poniendo nerviosa, porque, policía o no, tenía todo el aspecto de ser un tipo capaz de prender fuego a tu casa si lo pillabas con el pie torcido. Y ella lo había pillado con el pie torcido desde el día mismo en que se mudó a vivir allí.
—Esta mañana he tenido otro incidente con mi vecino —dijo Lali con un suspiro al tiempo que apoyaba los codos sobre la mesa y la barbilla entre los dedos entrelazados.
—¿Qué ha hecho esta vez? —Rochi era comprensiva porque, como todas sabían, Lali estaba atrapada y los malos vecinos bien podían amargarle a uno la existencia.
—Iba con prisa, y al dar marcha atrás choqué con el cubo de la basura. Ya saben lo que ocurre cuando uno va con prisas, que siempre hace cosas que si fuera más despacio no haría jamás. Esta mañana todo salió mal. Primero, mi cubo de la basura chocó contra el del vecino, y la tapa saltó y rodó calle abajo. Ya pueden imaginarse el ruido que armó. Él salió por la puerta principal como si fuera un oso, chillando que yo era la persona más ruidosa que había conocido en su vida.
—Debería haberle volcado el cubo de basura —dijo Euge, que no creía en lo de ofrecer la otra mejilla.
—Me habría detenido por alterar el orden público —replicó Lali en tono dolido—. Es policía.
—¡Qué me dices! —Todas parecían incrédulas, pero es que la descripción que Lali les había hecho del individuo, ojos enrojecidos, barba desaliñada y ropa sucia, no sonaba muy propia de un policía.
—Supongo que los polis pueden ser tan borrachos como cualquiera —dijo Rochi un tanto dubitativa—. Más que cualquiera, diría yo.
Lali frunció el entrecejo recordando el encuentro de aquella mañana.
—Ahora que lo pienso, no olía a nada. Tenía todo el aspecto de llevar tres días borracho, pero no olía a alcohol. Mierda, no quiero pensar que pueda tener ese mal humor cuando ni siquiera está con resaca.
—A pagar —dijo Euge.
—¡Maldita sea! —exclamó Lali exasperada consigo misma. Había hecho el trato con ellas de que pagaría a cada una un cuarto de dólar cada vez que soltara un taco, en la suposición de que eso le proporcionaría un incentivo para dejar de hablar mal.
—A pagar otra vez —rió Rochi extendiendo la mano.
Gruñendo, pero teniendo cuidado de no maldecir, Lali extrajo cincuenta centavos para cada una de sus amigas. Últimamente se aseguraba de llevar abundante cambio encima.
—Por lo menos no es más que un vecino —dijo Cande en tono consolador—. Puedes evitarlo.
—Hasta el momento no se me está dando demasiado bien —reconoció Lali, mirando la mesa con el ceño fruncido. Entonces se irguió, decidida a no seguir permitiendo que aquel tipejo dominase su vida y sus pensamientos como los había dominado durante las dos últimas semanas—. Ya basta de hablar de él. ¿Tienen algo interesante que contar, chicas?
Cande se mordió el labio y una sombra de aflicción cruzó su semblante.
—Anoche llamé a Vico, y contestó una mujer.
—Oh, mierda. —Euge se inclinó por encima de la mesa para acariciarle la mano a Cande, y Lali experimentó un fugaz sentimiento de envidia por la libertad verbal de su amiga.
El camarero escogió aquel momento para distribuir unos menús que no necesitaban porque se sabían de memoria todo lo que había. Hicieron los correspondientes pedidos, él recogió los menús sin abrir, y cuando se alejó todas se acercaron más a la mesa.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Lali. Era una experta en romper relaciones, así como en ser abandonada. Su segundo prometido, el muy cabrón, había esperado hasta la noche anterior a la boda, la noche del ensayo, para decirle que no podía continuar adelante. A Lali le costó cierto tiempo superar aquello... y no estaba dispuesta a pagar dinero por tacos que había pensado pero no había llegado a pronunciar en voz alta. De todos modos, ¿acaso la palabra <<cabrón>> era un taco? ¿Existía alguna lista oficial que ella pudiera consultar?
Cande se encogió de hombros. Estaba a punto de echarse a llorar y procuraba parecer indiferente.
—No estamos prometidos, ni siquiera nos vemos de manera exclusiva. No tengo ningún derecho a quejarme.
—No, pero puedes protegerte y dejar de verlo —replicó Rochi con suavidad—. ¿Merece la pena sufrir así por él?
Euge lanzó un resoplido.
—Ningún hombre lo merece.
—Amén —dijo Lali, pensando todavía en sus tres compromisos rotos.
Cande pellizcó nerviosamente su servilleta con sus dedos largos y esbeltos.
—Pero cuando estamos juntos, él... actúa como si le importara de verdad. Es dulce y cariñoso, y muy considerado...
—Todos lo son, hasta que consiguen lo que quieren. —Euge apagó su tercer cigarrillo—. Hablo por experiencia propia, como puedes comprender. Diviértete con él, pero no esperes que cambie.
—Ésa es la verdad —dijo Rochi con tristeza—. Nunca cambian. Es posible que finjan durante un tiempo, pero cuando calculan que ya te tienen enganchada y bien atada, se relajan y sale de nuevo la cara del señor Hyde.
Lali rió.
—Eso parece que lo hubiera dicho yo.
—Pero sin incluir palabrotas —señaló Euge.
Rochi hizo un gesto con la mano como para desechar aquellas bromas. Cande lucía una expresión aún más desgraciada que antes.
—¿De modo que debería aguantar formar parte del rebaño, o bien dejar de verlo?
—Pues... sí.
—¡Pero no debería ser así! Si yo le importo, ¿cómo pueden interesarle todas esas otras mujeres?
—Oh, es fácil —repuso Lali—. La serpiente de un solo ojo carece de gusto.
—Cariño —dijo Euge dando a su voz de fumadora el tono más amable que pudo—, si estás buscando al hombre perfecto, vas a pasarte la vida entera desilusionada, porque no existe. Tienes que conseguir lo mejor que puedas, pero siempre habrá problemas.
—Ya sé que no es perfecto, pero...
—Pero tú quieres que lo sea —terminó Rochi.
Lali sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—Eso no va a suceder —anunció—. El hombre perfecto es pura ciencia ficción. Claro que nosotras tampoco somos perfectas —añadió—, pero la mayoría de las mujeres por lo menos lo intentan. A mí simplemente no me han funcionado las relaciones. —Calló durante unos instantes y luego dijo en tono desconsolado—: Aunque no me importaría tener un esclavo sexual.
Las otras tres estallaron en risas, incluso Cande.
—A mí tampoco me importaría —dijo Euge—. ¿Dónde podría conseguir uno?
—Prueba en esclavos sexuales, S.A. —sugirió Rochi, y todas volvieron a reír.
—Seguro que existe una página web —dijo Cande.
—Pues claro que existe. —Lali mostraba un semblante totalmente inexpresivo—. La tengo incluida en mi lista de Favoritos: www.esclavossexuales.com.
—No tiene nada más que indicar sus requisitos y podrá alquilar al hombre perfecto por horas o por días. —Rochi agitó su vaso de cerveza dejándose llevar por el entusiasmo.
—¿Un día? Seamos realistas. —Lali lanzó un silbido—. Una hora es pedir un milagro.
—Además, el hombre perfecto no existe, ¿recuerdan? —dijo Euge.
—Uno de verdad, no; pero un esclavo sexual tendría que fingir ser exactamente lo que una desee, ¿no?
Euge no iba a ninguna parte sin su maletín de cuero. Lo abrió y extrajo de él un cuaderno y un bolígrafo que dejó de golpe sobre la mesa.
—Con toda seguridad, sí. Veamos, ¿cómo sería el hombre perfecto?
—Tendría que lavar los platos la mitad de las veces sin que nadie le pidiera que lo hiciera —dijo Rochi poniendo una mano encima de la mesa y atrayendo miradas de curiosidad.
Cuando todas lograron dejar de reír el tiempo suficiente para hablar con coherencia, Euge se puso a garabatear en el cuaderno.
—Muy bien, número uno: lavar los platos.
—No, oye, lavar los platos no puede ser la primera condición —protestó Lali—. Antes que eso tenemos otras cosas más importantes.
—Ya —dijo Cande—. Hablando en serio, ¿cómo creemos que debería ser un hombre perfecto? Yo nunca lo he pensado de esa forma. Tal vez me resultara más fácil si tuviera claro lo que me gusta de un hombre.
Todas hicieron una pausa.
—¿El hombre perfecto? ¿En serio? —Lali arrugó la nariz.
—En serio.
—Esto va a requerir pensar un poco —declaró Euge.
—Para mí, no —dijo Rochi al tiempo que la risa desapareció de su rostro—. Lo más importante es que quiera en la vida lo mismo que quieres tú.
Todas se sumieron en un pozo de silencio. La atención que habían suscitado sus risas en las mesas de alrededor se desplazó hacia otros blancos más prometedores.
—Que quiera en la vida lo mismo que tú —repitió Euge al tiempo que lo escribía—. ¿Ésta es la primera condición? ¿Estamos todas de acuerdo?
—Esa condición es importante —dijo Lali—. Pero no estoy segura de que sea la primera.
—Entonces, ¿cuál es la primera para ti?
—La fidelidad. —Pensó en su segundo prometido, el muy cabrón—. La vida es demasiado corta para malgastarla en una persona de la que no te puedes fiar. Una debería poder confiar en que el hombre al que ama no va a mentirle ni engañarla. Si se tiene eso como base, se puede trabajar en lo demás.
—Para mí, eso es lo primero —dijo Cande en voz baja.
Rochi reflexionó un momento.
—De acuerdo —dijo por fin—. Si Pablo no fuera fiel, yo no querría tener un hijo con él.
—Yo lo suscribo —dijo Euge—. No soporto a un tipo que juega con dos barajas. Número uno: que sea fiel. Que no mienta ni engañe.
Todas asintieron.
—¿Qué más? —Permaneció con el bolígrafo apoyado en el cuaderno.
—Ha de ser agradable —sugirió Rochi.
—¿Agradable? —dijo Euge incrédula.
—Sí, agradable. ¿Quién desea pasar toda la vida con un tipo antipático?
—¿O ser vecina suya? —musitó Lali, y asintió para indicar que estaba de acuerdo—. Me parece bien. No suena muy emocionante, pero piensen en ello. Yo creo que el hombre perfecto debe ser amable con los niños y con los animales, ayudar a las viejecitas a cruzar la calle, no insultarte cuando tu opinión sea diferente a la suya. Ser agradable es tan importante que bien podría ser la condición número uno.
Cande afirmó con la cabeza.
—Muy bien —dijo Euge—. Demonios, hasta me has convencido. Yo creo que no he conocido nunca a un tipo agradable. Número dos: agradable. —Lo anotó—. ¿Número tres? Aquí tengo mi propia idea al respecto. Quiero un hombre que sea de fiar. Si dice que va a hacer algo, que lo haga. Si tiene que reunirse conmigo a las siete en un determinado lugar, ha de estar allí a las siete, no llegar tranquilamente a las nueve y media o incluso no presentarse. ¿Estamos todas de acuerdo en esto?
Las cuatro levantamos la mano en un voto afirmativo, y la condición <<de fiar>> pasó a ocupar la casilla número tres.
—¿Número cuatro?
—Lo evidente —dijo Lali—. Un trabajo estable.
Euge hizo una mueca de disgusto.
—Ay. Esa ha tocado una fibra sensible. —En aquel momento Tacho estaba sentado sin hacer nada, en lugar de trabajar.
—Un trabajo estable está incluido en lo de ser de fiar —señaló Rochi—. Y estoy de acuerdo, es importante. Mantener un empleo estable es señal de madurez y de sentido de la responsabilidad.
—Un trabajo estable —dijo Euge al tiempo que escribía.
—Debe tener sentido del humor —dijo Cande.
—¿Algo más que reírse con Cantinflas? —preguntó Lali.
Todas estallaron en risitas.
—¿Qué tienen que ver los hombres con eso? —preguntó Rochi poniendo los ojos en blanco—. ¡Y bromas respeto de funciones corporales! Pon eso en primer lugar, Euge, ¡nada de bromas en el cuarto de baño!
—Número cinco: sentido del humor —rió Euge, escribiendo—. Para ser honrada, no creo que podamos decir qué tipo de humor debe tener.
—Claro que podemos —corrigió Lali—. Va a ser nuestro esclavo sexual, ¿no te acuerdas?
—Número seis. —Euge las llamó al orden dando unos golpecitos con el bolígrafo contra el borde de su vaso—. Volvamos al trabajo, señoras. ¿Cuál es la condición número seis?
Todas se miraron entre sí y se alzaron de hombros.
—El dinero no está mal —sugirió por fin Rochi—. No es una condición imprescindible en la vida real, pero esto es una fantasía, ¿no es así? El hombre perfecto debe tener dinero.
—¿Tiene que ser asquerosamente rico o simplemente gozar de holgura económica?
Aquello requirió pensar un poco más.
—A mí, particularmente, me gusta que sea asquerosamente rico —dijo Euge.
—Pero si fuera tan rico, querría ser él quien mandara en todo. Estaría acostumbrado a ello.
—Eso no va a suceder de ninguna manera. De acuerdo, que tenga dinero está bien, pero no demasiado dinero. Holgado. El hombre perfecto debe tener holgura económica.
Cuatro manos se alzaron al aire, y la palabra <<dinero>> quedó escrita en la casilla número seis.
—Como esto es una fantasía —dijo Lali—. Debe ser guapo. No un adonis de caerse muerta, porque eso podría suponer un problema. Cande es la única de nosotras que es lo bastante guapa para mantener el tipo al lado de un hombre atractivo.
—No se me está dando muy bien, creo yo —repuso Cande con una pizca de amargura—. Pero sí, para que el hombre perfecto sea perfecto de verdad, tiene que dar gusto mirarlo.
—Muy bien, pues la condición número siete es: que dé gusto mirarlo. —Cuando hubo terminado de escribir, Euge levantó la vista sonriente—. Voy a ser yo la que diga lo que todas estamos pensando. Ha de ser estupendo en la cama. No basta con que sea bueno; tiene que ser estupendo. Ha de ser capaz de ponerme el vello de punta y volverme loca. Debe tener la resistencia de un purasangre de carreras y el entusiasmo de un muchacho de dieciséis años.
Todas reían a carcajadas cuando el camarero dejó los platos sobre la mesa.
—¿Qué es lo que tiene tanta gracia? —quiso saber.
—No lo entenderías —consiguió decir Rochi.
—Ya entiendo —dijo con un gesto significativo—. Están hablando de hombres.
—Pues no, estamos hablando de ciencia ficción —replicó Lali, con lo cual provocó nuevas carcajadas. La gente de las demás mesas volvió a mirarlas con curiosidad, intentando averiguar qué podía ser tan gracioso.
El camarero se fue. Euge se inclinó sobre la mesa.
—Y antes de que se me olvide, ¡quiero que mi hombre perfecto tenga unas medidas de veinticinco centímetros!
—¡Dios Santo! —Rochi fingió desmayarse y se abanicó con la mano—. ¡Qué no podría hacer yo con veinticinco centímetros! O más bien, ¡lo que podría hacer yo con veinticinco centímetros!
Lali estaba riendo tan fuerte que tenía que apretarse los costados. Le costó mucho mantener bajo el tono de voz, y dijo entre risas:
—¡Vamos! Cualquier cosa que esté por encima de los veinte centímetros es puramente de exhibición. Existe, pero no se puede usar. Es posible que esté bien para verlo en un vestuario, pero afrontémoslo: esos cinco centímetros de más son sobras.
—¡Sobras! —exclamó Cande apretándose el estómago y partiéndose de la risa—. ¡Dice que son sobras!
—Oh, Dios mío. —Euge se secó los ojos al tiempo que escribía rápidamente—. Esto marcha. ¿Qué más debe tener nuestro hombre perfecto?
Rochi agitó la mano débilmente.
—A mí —sugirió entre risitas—. Puede tenerme a mí.
—Si no te ponemos la zancadilla nosotras para que no lo alcances —dijo Lali, y levantó su vaso. Las otras tres levantaron el suyo, y entrechocaron los cristales con un alegre sonido—. ¡Por el hombre perfecto, dondequiera que se encuentre!
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