Lali Esposito se despertó de mal humor.
Su vecino, la plaga del barrio, había llegado a su casa a las tres de la madrugada haciendo un ruido insoportable. Si su automóvil tenía un silenciador, hacía mucho tiempo que había dejado de funcionar. Por desgracia, su dormitorio estaba situado en el mismo lado de la casa que el camino de entrada del vecino; ni siquiera tapándose la cabeza con la almohada pudo amortiguar el ruido de aquel Pontiac de ocho cilindros. El vecino cerró la portezuela de golpe, encendió la luz del porche de la cocina —la cual, por algún malvado designio, estaba colocada de forma que le daba a ella directamente en los ojos si se nimbaba de frente a la ventana, tal como era el caso—, dejó que la puerta de rejilla golpeara tres veces al entrar, salió de nuevo unos minutos más tarde, luego volvió a entrar en la casa, y evidentemente se olvidó de la luz del porche, porque momentos después se apagó la luz de la cocina, pero aquella maldita bombilla del porche permaneció encendida.
Si antes de comprar aquella casa hubiera sabido que iba a tener aquel vecino, jamás de los jamases habría cerrado la operación. En las dos semanas que llevaba viviendo allí, aquel tipo había conseguido él sólito estropearle toda la alegría que le había causado el hecho de comprarse su primera casa.
Era un borracho. ¿Pero por qué no podía ser un borracho feliz?, se preguntó con amargura. No, tenía que ser un borracho hosco y desagradable, de los que hacían que una tuviera miedo de dejar salir al gato cuando él estaba en casa. Bubú no era gran cosa como gato —ni siquiera era suyo—, pero su madre le tenía mucho cariño, de modo que Lali no quería que le sucediera nada mientras estuviera temporalmente bajo su custodia. Jamás podría volver a mirar a su madre a la cara si sus padres regresaran de las vacaciones de sus sueños, un viaje de seis semanas por Europa, y se encontraran con que Bubú había muerto o desaparecido.
De todos modos, el vecino ya se la tenía jurada al pobre gato, porque había encontrado huellas de sus pisadas en el parabrisas y el capó del coche. A juzgar por el modo en que reaccionó, uno pensaría que tenía un Rolls nuevo en vez de un Pontiac de diez años con el parachoques cubierto de manchas de suciedad que resbalaban por ambos lados.
Por suerte para ella, se marchaba a trabajar a la misma hora que él; por lo menos, en principio creyó que él se iba a trabajar. Ahora pensaba que iba a comprar más bebida. Si es que trabajaba, desde luego tenía un horario de lo más extraño, porque hasta el momento no había logrado discernir pauta alguna en sus entradas y salidas.
De todas formas, había intentado mostrarse simpática el día en que él descubrió las huellas del gato; incluso le sonrió, lo cual, teniendo en cuenta el modo en que él la increpó porque su fiesta de inauguración lo había despertado —¡a las dos de la tarde!—, le supuso un gran esfuerzo. Pero el tipo no prestó la menor atención a aquel sonriente ofrecimiento de paz, sino que en cambio saltó furioso de su automóvil casi en el mismo momento de haber puesto las posaderas en el asiento.
—¿Qué le parece si prohibiera a su gato que se suba a mi coche, señora?
A Lali se le congeló la sonrisa en la cara. Odiaba desperdiciar una sonrisa, sobre todo con un individuo sin afeitar, malhumorado y que tenía los ojos inyectados en sangre. Le vinieron a la mente varios comentarios feroces, pero los reprimió. Al fin y al cabo, ella era nueva en el barrio y con aquel tipo ya había empezado con mal pie. Lo último que deseaba era declararle la guerra. Así que decidió probar una vez más con la diplomacia, aunque era obvio que aquel método no había funcionado durante la fiesta de inauguración.
—Lo siento —dijo, manteniendo un tono tranquilo—. Procuraré vigilarlo. Estoy cuidándolo hasta que vuelvan mis padres, así que no va a estar aquí mucho tiempo. —Sólo otras cinco semanas.
El vecino contestó con un gruñido ininteligible, volvió a entrar en el coche cerrando de un portazo y se alejó haciendo rugir el potente motor con un ruido de mil demonios. Lali ladeó la cabeza, escuchando. La carrocería del Pontiac ofrecía un aspecto deporable, pero el motor sonaba suave como la seda. Había muchos caballos debajo de aquel capó.
Era evidente que la diplomacia no funcionaba con aquel tipo.
Pero allí estaba ahora, despertando a todo el vecindario a las tres de la madrugada con aquel maldito automóvil. La injusticia de ese hecho, después de que él la había sermoneado por haberlo despertado en mitad de la tarde, hizo que le entraran ganas de ir hasta su casa y pulsar el botón del timbre hasta que él estuviera tan levantado y despierto como todos los demás.
Sólo que había un pequeño problema. Le tenía un poquitín de miedo.
Y eso no le gustaba. Lali no estaba acostumbrada a retroceder ante nadie, pero aquel individuo la ponía nerviosa. Ni siquiera sabía cómo se llamaba, porque las dos veces que se habían visto no fueron encuentros de los de <<Hola, me llamo fulano de tal>>. Lo único que sabía era que era un personaje de aspecto desaliñado y que por lo visto no tenía un empleo fijo. En el mejor de los casos, era un borracho, y los borrachos pueden ser mezquinos y destructivos. En el caso peor, estaría metido en algo ilegal, lo cual agregaba a la lista el calificativo de peligroso.
Era un individuo grande y musculoso, con cabello oscuro y tan corto que casi parecía un skinhead. Cada vez que lo veía tenía el aspecto de no haberse afeitado en dos o tres días. Si a eso se le añadían los ojos inyectados en sangre y el mal genio, la palabra que le venía a la cabeza era <<borracho>>. El hecho de que fuera grande y musculoso no hacía sino incrementar su nerviosismo. Aquel barrio parecía muy seguro, pero ella no se sentía segura teniendo a semejante tipo por vecino.
Gruñendo para sus adentros, saltó de la cama y bajó la persiana de la ventana. Con los años se acostumbró a no cerrar las persianas, ya que era posible que no se despertase con el despertador, pero sí con la luz del sol. El amanecer era mejor que un molesto sonido metálico para levantarse de la cama. Como varias veces se había encontrado el despertador tirado por el suelo, supuso que la habría reanimado lo suficiente para atacarlo, pero no lo obstante para despertarla del todo.
Ahora su sistema consistía en usar visillos y una persiana; los visillos impedían que se viera en el interior del dormitorio a no ser que estuviera la luz encendida, y levantaba la persiana sólo después de haber apagado la luz para dormir. Si hoy llegaba tarde a trabajar, sería por culpa del vecino, por obligarla a depender del despertador en vez del sol.
De vuelta a la cama tropezó con Bubú. El gato dio un salto con un maullido de sorpresa, y Lali estuvo a punto de sufrir un infarto.
—¡Dios santo! Bubú, me has dado un susto de muerte.
No estaba acostumbrada a tener un animal doméstico en casa, y siempre se le olvidaba mirar dónde pisaba. No comprendía por qué demonios habría querido su madre que ella le cuidara el gato, en vez de hacerlo Ana o Patricio. Los dos tenía niños que podían jugar con Bubú y tenerlo entretenido. Como no había colegio por ser las vacaciones de verano, siempre había alguien en cualquiera de las dos casa, casi todo el día y todos los días.
Pero no; Bubú tenía que quedarse con Lali. Poco importaba que ella estuviera soltera, trabajase cinco días a la semana y no tuviera costumbre de tener animales domésticos. De todas maneras, si tuviera uno, no sería como Bubú. Éste había puesto mala cara desde que lo castraron, y desahogaba su frustración con los muebles. En una sola semana había destrozado el sofá hasta el punto de que Lali tendría que tapizarlo de nuevo.
Y ella tampoco le gustaba a Bubú. Le gustaba cuando él se encontraba en su auténtica casa y se acercaba para que ella lo acariciase, pero no le gustaba nada estar en su casa. Ahora, cada vez que Lali intentaba acariciarlo, él arqueaba el lomo y le bufaba.
Además de todo eso, Ana estaba furiosa con ella porque mamá la había elegido para cuidar de su querido Bubú. Después de todo, Ana era la mayor, y obviamente la más asentada. No tenía lógica que hubiera escogido a Lali en lugar de ella. Lali estaba de acuerdo en aquel punto, pero eso no aliviaba sus sentimientos heridos.
No, en realidad lo peor de todo era que Patricio, que era un año más joven que Ana, también estaba enfadado con ella. No por causa de Bubú; Patricio era alérgico a los gatos. No, lo que lo ponía furioso era que papá hubiera guardado su preciado coche en el garaje de ella, lo cual significaba que ella no podía aparcar en su propio garaje, ya encargado de Patricio del maldito coche. Ojalá hubiera dejado papá el coche en su propio garaje, pero es que le daba miedo dejarlo solo durante seis semanas. Lali lo comprendía, pero lo que no comprendía era por qué la habían escogido a ella para cuidar el gato y del coche. Ana no entendía lo del gato, Patricio no entendía lo del coche, y Lali no entendía ninguna de las dos cosas.
De modo que su hermano y su hermana estaban furiosos con ella, Bubú destrozaba sistemáticamente su sofá, a ella la aterrorizaba que le ocurriera algo al automóvil de su padre mientras lo tenía su cuidado, y aquel borracho de vecino le estaban amargando la existencia.
Dios, ¿por qué se habría comprado una casa? Si se hubiera quedado en su apartamento, no estaría sucediendo nada de aquello, porque no tenía garaje y no se permitía que hubiera animales domésticos.
Pero es que se había enamorado de aquel barrio, de sus casas antiguas, de los años cuarenta, y del bajo precio que tenían a consecuencia de ello. Había visto un mezcla de gente, desde familias jóvenes con niños hasta jubilados cuyos familiares iban a visitarlos todos los domingos. Algunas de las personas de más edad se sentaban en el porche a tomar el fresco por la noche, saludando a los que pasaban, y los niños jugaban en los patios sin preocuparse por un posible tiroteo desde un automóvil. Debería haber examinado a todos los vecinos, pero a primera vista le había parecido una zona agradable y segura para una mujer sola, y estaba encantada de haber encontrado una buena casa y sólida a un precio tan bajo.
Dado de pensar en su vecino estaba garantizado que le impediría volver a dormirse, Lali cruzó las manos por detrás de la cabeza y contempló el oscuro techo mientras pensaba en todas las cosas que quería hacer con la casa. La cocina y el baño necesitaban modernizarse un poco, lo cual consistía una reforma muy cara que económicamente no estaba preparada para afrontar. Pero pintar la casa y poner persianas nuevas haría mucho por mejorar el exterior, y además quería derribar la pared que separaba el salón y el comedor, y despejar aquel espacio para que el comedor fuera más una continuación que una habitación independiente, con un arco que podría pintar con una de esas pinturas de falsa piedra para que pareciera de roca...
Se despertó con el molesto pitido del despertador. Por lo menos aquel maldito trasto la había despertado esta vez, pensó mientras rodaba hacia un costado para silenciar la alarma. Los números rojos que brillaban ante sus ojos en la penumbra de la habitación la hicieron parpadear y mirar una vez más.
—Mierda —gimió disgustada al tiempo que saltaba de la cama. Las seis cincuenta y ocho; la alarma llevaba casi una hora sonando, lo cual quería decir que era tarde. Muy tarde.
—Maldita sea, maldita sea —musitó mientras se metía en la ducha y, un minuto después, volvía a salir. Mientras se lavaba los dientes, corrió a la cocina y abrió una lata de comida para Bubú, que ya estaba sentado junto a su cuenco mirándola con el gesto torcido.
Escupió en el fregadero y abrió el grifo para que el agua arrastrara la pasta de dientes.
—Precisamente hoy, ¿no podías haber saltado encima de la cama cuando te entró el hambre? Pero no, hoy decides esperar, y ahora soy yo la que no tiene tiempo de comer nada.
Bubú dio a entender que no lo preocupaba lo más mínimo que ella comiera o no, siempre que él tuviera su comida.
Entró de nuevo como una flecha en el cuarto de baño, se maquilló a toda prisa, se colocó un par de pendientes en las orejas y el reloj en la muñeca, y a continuación cogió la ropa que se ponía siempre que llevaba prisa, porque no tenía que preocuparse de nada; pantalón negro y cuerpo blanco de seda, con una elegante chaqueta roja como complemento. Se calcó los zapatos, agarró el bolso y salió por la puerta.
Lo primero que vio fue la mujercilla de cabellos grises que vivía al otro lado de la calle sacando la basura.
Era día de recogidas de basuras.
—Diablos, mierda, maldita sea y todo lo demás —musitó Lali por lo bajo al tiempo que giraba en redondo y volvía a entrar en la casa—. Estoy intentando rebajar un poco el número de tacos que digo —le espetó a Bubú al tiempo que sacaba la bolsa de basura del cubo y ataba las cintas—, pero tú y Don Simpático me lo están poniendo difícil.
Bubú le dio la espalda.
Lali salió de nuevo de la casa, entonces se acordó de que no había cerrado la puerta con llave y volvió sobre sus pasos. Arrastró su enorme cubo metálico de la basura hasta el bordillo y depositó en él la ofrenda de la mañana, encima de las otras dos bolsas que ya había dentro. Por una vez, no intentó no armas ruido; esperaba de verdad despertar a aquel desconsiderado tipejo que vivía en la casa de al lado.
Regresó corriendo hasta el coche, un Dodge Viper de color rojo cereza que le encantaba, y sólo como buena norma, al encender el motor, lo revolucionó unas cuantas veces antes de meter la marcha atrás. El automóvil se lanzó hacia atrás y con un poderoso entrechocar metálico colisionó con el cubo de la basura. Se produjo otro estruendo más cuando el recipiente se inclinó contra el cubo del vecino y lo volcó. La tapa del mismo rodó calle abajo.
Lali cerró los ojos y golpeó la cabeza contra el volante... con suavidad; no deseaba un moratón. Aunque quizá debiera infligirse un moratón; al menos así no tendría que preocuparse por llegar al trabajo a la hora, lo cual ya era imposible físicamente. Pero no lanzó ningún juramento; las únicas palabras que le vinieron a la mente eran palabras que en realidad no deseaba pronunciar.
Puso la palanca en la posición de estacionamiento y salió del coche. Lo que necesitaba en aquel momento era control, no una rabieta temperamental. Volvió a colocar en su sitio su maltrecho cubo y a introducir de nuevo las bolsas de basura, y después encajó de un golpe la tapa deformada. Acto seguido, devolvió el cubo de su vecino a la posición vertical, recogió la basura —no estaba, ni con mucho, tan ordenada como la de ella, pero qué se puede esperar de un borracho— y luego se fue calle abajo a buscar la tapa. Ésta yacía ladeada contra el bordillo enfrente de la casa siguiente. Cuando se agachó para recogerla, oyó que alguien a su espalda cerraba de golpe una puerta de rejilla.
Bueno, su deseo se había hecho realidad: el tipejo desconsiderado estaba despierto.
—¿Qué diablos está haciendo? —ladró el tipo. Lucía un aspecto que daba miedo, con aquellos pantalones de algodón y aquella camiseta sucia, además de la siniestra expresión que ofrecía su rostro sin afeitar.
Lali se volvió y se dirigió hacia el deteriorado par de cubos para poner la tapa al cubo del vecino.
—Recoger su basura —replicó.
Sus ojos despedían fuego. De hecho, estaban inyectados en sangre, como de costumbre, pero el efecto era el mismo.
—¿Se puede saber por qué se empeña en no dejarme dormir? Es usted la mujer más ruidosa que he visto...
La injusticia de aquello la hizo olvidar que le tenía un poquito de miedo. Lali se acercó a él lentamente, contenta de llevar unos zapatos con tacones de cinco centímetros que la elevaban hasta ponerla a a altura de... su barbilla. Casi.
¿Y qué importaba que fuera un individuo grande? Ella estaba furiosa, y estar furiosa ganaba a ser grande.
—¿Qué yo soy ruidosa? —dijo con los dientes apretados. Costaba mucho subir el volumen con la mandíbula fuertemente cerrada, pero lo intentó—. ¿Que yo soy ruidosa? —Lo señaló con el dedo. En realidad no quería tocarlo, porque llevaba la camiseta desgarrada y mancada de... algo—. No fui yo la que anoche despertó a todo el vecindario a las tres de la madrugada con ese montón de chatarra que usted llama coche. ¡Cómprese un silenciador, por el amor de Dios! No fui yo la que cerró de golpe la puerta del coche una vez, la puerta de la rejilla tres veces... ¿Qué pasó? ¿Se le olvidó la botella y tuvo que volver a buscarla? Ni tampoco fui yo la que se dejo encendida la luz del porche que se ve desde mi dormitorio y no me dejó dormir.
Él abrió la boca para contestar a su vez, pero Lali no había terminado.
—Además, resulta muchísimo más razonable suponer que la gente esté durmiendo a las tres de la madrugada que a las dos de la tarde, o —consultó su reloj— a las siete y veintitrés de la mañana. —Dios, qué tarde era—. ¡De modo que váyase a la porra, amigo! Vuelva a su botellita. Si bebe lo suficiente, se dormirá y no se enterará de nada.
Él abrió la boca de nuevo. Lali se olvidó de sí misma y llego a tocarlo. Oh, qué asco. Ahora tendría que meter aquel dedo en agua hirviendo.
—Mañana le compraré un cubo de la basura nuevo, así que cierre el pico. Y si le hace algo al gato de mi madre, lo haré trocitos célula por célula. Le mutilaré el ADN para que no pueda reproducirse jamás, lo cual seguramente supondrá hacerle un favor al mundo. —Lo recorrió con una mirada fulminante que tomó nota de aquellas ropas sucias y harapientas, y la barbilla sin afeitar—. ¿Me ha entendido?
Él afirmó con la cabeza.
Lali respiró hondo buscando un modo de controlar su arrebato de mal genio.
—Muy bien. De acuerdo, entonces. Maldita sea, me ha hecho decir tacos, y eso que intentaba no hacerlo.
Él le dirigió una mirada extraña.
—Sí, desde luego que tiene que vigilar esa mierda de lenguaje.
Ella se apartó el pelo de la cara y trató de recordar si se había peinado o no.
—Llego tarde —dijo—. No he dormido nada, no he desayunado, ni siquiera he tomado un café. Más vale que me vaya antes de que haga algo.
Él asintió.
—Esa es una buena idea. No me gustaría nada tener que arrestarla.
Lali se le quedó mirando, perpleja.
—¿Cómo?
—Soy policía —repuso él, y acto seguido dio media vuelta al interior de la casa.
Lali observó cómo se iba, estupefacta. ¿Policía?
—Joder —dijo.
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