lunes, 4 de mayo de 2015

Absurdo Plan: Capítulo 1

Capítulo 1:

 —Necesito una esposa, Agustín, y la necesito para ayer.

            Sentado en la parte de atrás de su auto, de camino ni más ni menos que a un Starbucks, Juan Pedro Lanzani miró el reloj por décima vez en menos de una hora.
            La carcajada de sorpresa de Agustín acabó por alterarle los nervios.

            —Bueno, entonces escoge a una cualquiera y camina hacia el altar.
            El despreocupado consejo de su mejor amigo le habría servido si Peter confiara en las mujeres de su vida. Tristemente, no podía hacerlo.

            —¿Y arriesgarme a perderlo todo? Me conoces bien. Lo último que necesito es que las emociones se interpongan en algo tan importante como un acuerdo matrimonial. —Precisamente eso, un acuerdo, era lo que Peter necesitaba. Un contrato, un convenio económico que beneficiara a ambas partes durante el lapso de un año. Luego podrían tomar caminos distintos y no volver a verse nunca más.

            —Algunas de las mujeres con las que sueles aparecer en público estarían felices de firmar un contrato prematrimonial.

            Ya había pensado en ello, pero había trabajado tanto para hacerse de una reputación de insensible que ahora no veía la necesidad de arruinarla fingiendo estar enamorado, y todo con el objetivo de conseguir que una mujer accediera a subir con él las escaleras del juzgado.

            —Necesito a alguien que esté de acuerdo con mi plan, alguien por quien no sienta ni la más remota atracción.
            —¿Estás seguro de que este servicio de citas es lo más adecuado?

            —De parejas, no de citas.

            —¿Cuál es la diferencia?

            —No te buscan a alguien que se adapte a tus intereses amorosos, sino a tu plan de vida.

            —Qué romántico. —El sarcasmo de Agustín sonó con tanta fuerza como un grito.

            —Al parecer no soy el único en mi situación.
            Agustín se atragantó en medio de una carcajada.

            —En serio —consiguió decir—, no conozco a ningún hombre con tu título y tu dinero que necesite llamar a un extraño para que lo ayude a sentar cabeza.

            —Este tipo tiene muy buenas referencias. Es un hombre de negocios que ayuda a hombres como yo en situaciones similares.

            —¿Cómo se llama?

            —Marian Espósito.

            —Nunca escuché hablar sobre él.

            A dos cuadras del lugar del encuentro un tráfico en el cruce de las avenidas los retuvo. Los segundos no dejaban de pasar y ya llegaba tarde a la cita. Maldición, Peter odiaba llegar tarde.

            —Tengo que irme.

            —Espero que sepas lo que estás haciendo.

            —Estoy haciendo negocios, Agustín.
            Su amigo resopló para mostrar su desaprobación.

            —Sí sé. Son las relaciones las que se te dan para el cu....

            —Jódete. —Pero Peter sabía que su amigo tenía razón.

            —No es mi estilo.
            El chófer de Peter dio un giro al volante y cambió de carril. Implacable, justo como le gustaba a su jefe.

            —Más tarde hablamos para salir a tomar algo esta noche.
            Peter colgó el teléfono, lo guardó en el bolsillo del abrigo y se reclinó en el respaldo del asiento. Llegaba tarde, ¿y qué? Los hombres de su posición podían presentarse media hora después de lo acordado y aun así la gente se desvivía por tratarlo como si fuera culpa de los demás. Mucho dependía de aquel encuentro. Tenía que encontrar esposa antes de que se cumpliera la semana si quería conservar la propiedad ancestral de su familia que iba unida al título, por no mencionar lo que quedara de la fortuna de su padre, y todo ello dependía de Marian Espósito.

            Confiaba en que el contacto que le había proporcionado su asistente personal supiera lo que se hacía. En caso contrario, Peter se vería obligado a tratar el temita del matrimonio con Lucía, o tal vez con María. Lucía prefería su independencia al dinero que él pudiera proporcionarle, y el hecho de que tuviera alguno que otro amante además de Peter la eliminaba automáticamente de la ecuación. Solo quedaba María. Guapa, rubia y una segura candidata a convertirse en su ex por los comentarios sobre la exclusividad que solía hacer de vez en cuando. Sin embargo, no le gustaba la idea de tener que recurrir a ella. Era verdad que, a veces se comportaba como un imbécil, pero nunca era cruel; aunque seguro que más de una no estaría de acuerdo. Los periodistas lo tildaban de malicioso y pretencioso; si descubrían lo que se traía entre manos, publicarían la historia y lo convertirían todo en una broma de mal gusto. Prefería evitar el escándalo. No obstante, la vida siempre era cruel, por lo que necesitaba que su falso matrimonio pareciera lo más real posible si quería tener contentos a los abogados de su padre.

            Lucas detuvo el vehículo, largo y negro, junto a la vereda y se apuró en abrirle la puerta. Habían llegado al punto de encuentro acordado, una de las famosas cafeterías de la cadena blanca y verde. Peter se dirigió hacia la puerta del establecimiento, con el maletín en una mano e ignorando las miradas que conseguía a su paso. Mientras observaba las mesas en busca de un hombre que coincidiera con la imagen que se había hecho de Marian Espósito, el delicioso aroma de los granos de café recién molidos inundó sus sentidos. Peter esperaba encontrarse con un tipo bien vestido y con una carpeta repleta de informes sobre posibles esposas.

            El primer vistazo no dio ningún fruto, así que se quitó los lentes de sol y empezó de nuevo. Una pareja joven, cada uno con su computadora, tomaban café con leche sentados el uno frente al otro en una pequeña mesa. Junto a ellos, un hombre con short y camisa discutía con alguien por teléfono. Frente al mostrador esperaba una pareja con un cochecito de bebé. Peter se dirigió hacia el fondo del local y descubrió la pequeña silueta de una mujer sentada de espaldas a la puerta, con una abundante cabellera de color castaño. No paraba de mover los pies como si estuviera nerviosa, o tal vez estaba escuchando música por los audífonos que tenía puestos. Sin dejar de estudiar a la clientela, Peter divisó a un hombre sentado a solas en un sillón. Vestía un pantalón sport y aparentaba casi cincuenta años. En lugar de un maletín, el tipo sostenía un libro. Peter entornó la mirada hasta captar su atención, pero en lugar de reaccionar, el hombre bajó de nuevo los ojos y siguió leyendo.

            Demonios, tal vez Marian Espósito estaba atrapado en el mismo tráfico del que él acababa de escapar. Llegar tarde nunca resultaba oportuno en lo que a futuros clientes se refiere, fuera cual fuese el negocio en cuestión. Si Peter hubiera tenido otra elección, se habría retirado de allí sin pensárselo dos veces.

            Pasó junto a la morocha solitaria, rodeó el cochecito y pidió un café solo, resignado a sentarse y esperar unos minutos. Dejó el maletín sobre una mesa vacía y, cuando oyó que el chico que atendía tras el mostrador decía su nombre, se dio la vuelta para recoger el pedido.

            De pronto sintió el peso inconfundible de una mirada recorriéndole la espalda. Echó un vistazo nuevamente a la sala en busca de la persona que lo observaba. Al instante, unos ojos marrones se entrecerraron mientras lo miraban de arriba abajo. La pequeña mujer que esperaba a solas no estaba escuchando música o leyendo una revista. Lo miraba directamente a él.

            Sus ojos, de una belleza impresionante, se posaron por un instante en una pequeña computadora que descansaba frente a ella antes de regresar la mirada, nuevamente, a Peter. Un brillo iluminó el rostro de la mujer cuando lo reconoció. Él ya había visto aquella expresión antes, cada vez que alguien relacionaba su nombre con su imagen. Allí, en Buenos Aires, la frecuencia de aquella reacción no era tan habitual como en su país, pero aun así Peter la reconoció al instante.
            La mujer parecía bastante inofensiva. Al menos hasta que abrió la boca y se dirigió a él.

            —Llega tarde.

            Dos palabras, solo dos, pronunciadas con una voz tan grave que emanaba pecado y que dejaba en ridículo a las operadoras de las líneas eróticas, fueron más que suficientes para dejar a Peter sin habla.

            —¿Perdone? —consiguió decir al fin, al comprender las palabras de la mujer.

            —Es usted el señor Lanzani, ¿no es así?

            La pregunta era sencilla, pero Peter era incapaz de entenderla. Contestó como si tuviera conectado el piloto automático, absolutamente desconcertado por aquella mujer que tenía al frente.

            —El mismo.
            Ella se levantó. Apenas le llegaba al hombro.

            —Mariana Espósito —se presentó, y le ofreció la mano a modo de saludo.

            Peter no estaba acostumbrado a que le pusieran los puntos sobre las íes. Sin embargo, la mujer que tenía delante acababa de hacerlo y apenas había necesitado un par de palabras para conseguirlo. Peter estrechó la mano que ella le ofrecía y sintió una oleada de calor recorriéndole el cuerpo. Cuando sus manos se tocaron, la mirada penetrante y la sonrisa confiada de ella desaparecieron de su rostro durante una milésima de segundo. Tenía la piel fría, a pesar de que su actitud denotaba un control absoluto.

            —No es un hombre. —Peter reprimió un grito. Aquello era probablemente lo más estúpido que le había dicho a una mujer en toda su vida.
            La señorita Espósito, sin embargo, no se alteró en lo más mínimo.

            —Nunca lo he sido. —Le dedicó una sonrisa de dientes perfectos mientras retiraba la mano que Peter empezó a extrañar al instante.

            —Me esperaba a un hombre.

            —Me pasa con bastante frecuencia. Mi asistente usa uno de mis apodos y eso casi siempre juega a mi favor. —Señaló la silla que tenía delante—. ¿Por qué no toma asiento y empezamos a tratar el tema por el que vino?

            Él dudó, debatiéndose entre seguir adelante con aquella «entrevista» u optar por un posible cambio de género de la mujer que tenía enfrente. Nunca se había considerado sexista, pero mientras pensaba en ella y observaba cómo cruzaba las piernas, cubiertas en un elegante pantalón de vestir, sintió que toda su atención se alejaba del que era su objetivo y se centraba en Mariana Espósito. Aquella mujer era la viva imagen de la contradicción y Peter todavía no sabía nada de ella.

            Le daría diez minutos de margen para que le demostrara que podía ocuparse de lo que necesitaba. En caso contrario, pasaría página y exploraría otras opciones.
            Peter se desabrochó el primer botón de la americana antes de ocupar su lugar en la mesa.

            —¿Marian es el diminutivo de Mariana?

            —Sí. Y muchos también me llaman Lali. —Sin levantar la mirada, Lali sacó unos papeles del pequeño maletín que descansaba a un lado de su silla. La breve sonrisa había desaparecido y en su lugar sus labios dibujaban una fina línea recta.

            —¿Se hace llamar Marian para engañar a sus clientes?
            La mano de Lali dudó un instante antes de empujar el montón de papeles hacia Peter.

            —¿Habría venido si hubiera sabido que soy una mujer? —«Probablemente no.» La miró con detenimiento, sin decir lo que pensaba en voz alta. Lali inclinó la cabeza a un lado y continuó—. Usted mismo se delata, señor Lanzani. Déjeme ver si soy capaz de leer sus planes. En su cabeza, me ha otorgado un tiempo máximo para demostrar mi eficiencia. ¿Cuánto? ¿Veinte minutos?

            —Diez —le respondió Peter, incapaz de contenerse. ¿Qué tenía aquella mujer de voz aterciopelada para haberle robado la capacidad de morderse la lengua?
            Lali sonrió de nuevo y Peter sintió un nudo de deseo, inoportuno e inesperado, en la boca del estómago.

            —Diez minutos —repitió ella—. Para crear al detalle un plan para encontrarle la esposa perfecta, teniendo en cuenta sus problemas de tiempo. Un hombre de negocios como usted espera eficiencia, rapidez y ningún tipo de barrera emocional que pueda complicar las cosas. —Lo miró y sus ojos no flaquearon ni un segundo. Mientras pronunciaba cada palabra con aquella voz de línea erótica, se imaginó sobre unos labios de un color rosa delicioso—. Por el momento, ¿estoy en lo cierto?

            —Completamente.

            —Las mujeres son seres emocionales, por eso su asistente se puso en contacto conmigo para contratar mis servicios. Si no me equivoco, muchas mujeres venderían el alma al diablo para casarse con usted, señor Lanzani, pero no confía lo suficiente en ellas como para hacerlas merecedoras de su título.
            Casi siempre era él quien perfilaba sus necesidades, por lo que debería sentirse expuesto con un cambio de papeles tan radical como aquel. Sin embargo, al escuchar a Mariana Espósito, que obviamente no era un hombre, exponer su dilema con tanta claridad no se sintió vulnerable, sino más bien reconfortado. Había asistido al lugar adecuado para encontrar la solución a su problema.

            —¿Cómo sé que puedo confiar en la mujer que usted me encuentre?

            —Investigo a todas las candidatas de mi agenda a conciencia, al igual que lo hago con el cliente. Cuentas detalladas, obligaciones fiscales, hábitos personales y cualquier posible secreto familiar.

            —Habla como un detective privado.

            —No llego a tanto, pero entiendo que a usted le pueda parecer. Me dedico a unir a personas.
            Peter se reclinó en la silla y cruzó los brazos. Decidió que le gustaba aquella mujer, así que añadió diez minutos más al tiempo que le había concedido.

            —¿Le parece que continuemos?
            Él cogió su café y asintió. Lali sacó un lapicero del maletín y giró el montón de papeles que había dejado sobre la mesa de modo que Peter pudiera leerlos.

            —Me gustaría hacerle unas preguntas antes de decidir si quiero seguir adelante con esto.
            Peter arqueó una ceja al oír aquello. Interesante.

            —¿Cuánto tiempo tengo para demostrarle mi eficiencia, señorita Espósito?

            —Cinco minutos —respondió ella, mirándolo a través de sus largas pestañas.
            Él se inclinó hacia delante, intrigado por lo que Lali pudiera despertar en él en tan poco tiempo.

            —¿Lo han detenido alguna vez?
            Su historial estaba limpio, pero esa no era la pregunta. Sabía que si le mentía, Mariana recogería sus cosas y saldría inmediatamente por la puerta.
            —Con diecisiete años le di un puñetazo a un chico que iba detrás de mi hermana. Los cargos fueron retirados. —Como ocurría con todos los chicos de su mismo estatus social.

            —¿Alguna vez le ha pegado a una mujer?
            Los músculos de su mentón se tensaron.

            —Nunca.

            —¿Y ha sentido la necesidad de hacerlo? —Ahora lo miraba fijamente, sin alejar los ojos.

            —No. —La violencia no cuadraba para nada con su personalidad.

            —Necesito el nombre de su amigo más cercano.
                       —Agustín Sierra.
            Lali tomó nota del nombre.

            —¿Peor enemigo?
            Peter no se esperaba esa pregunta.

            —No estoy muy seguro de qué contestar a eso.

            —Entonces permítame que se lo pregunte de otra manera. ¿A qué persona de su entorno le gustaría ver que usted sufre algún tipo de daño?

            Su primer impulso fue repasar la lista de socios que pudieran haberse sentido menospreciados por su culpa a lo largo de los años. A esas alturas de la vida, ninguno de ellos se sentiría mejor si a él le pasara algo. Solo se le ocurría una persona que podría ver las cosas desde otra perspectiva.

            —¿En quién está pensando, señor Lanzani?
            Peter tomó un sorbo de café y sintió cómo caía hacia el fondo de su estómago con un sonido sordo.

            —Solo hay una persona.
            Lali levantó la mirada, expectante.

            —Mi primo, Javier Vílchez.

            Una leve vibración en la mandíbula, una caída imperceptible de hombros, eso fue lo único que reflejó el impacto de sus palabras en ella. Para sorpresa de Peter, Mariana Espósito anotó la información y no siguió preguntando. Cogió la primera página del montón de papeles y le entregó el resto.

            —Necesito que llene esto. Me lo puede mandar por mail al correo que aparece al final de la página ocho.

            —¿He pasado su examen, señorita Espósito?

            —La honestidad es algo que debe ser mantenido a lo largo del proceso. Hasta el momento, estoy conforme con el resultado.
            Ahora le tocaba a él sonreír.

            —Podría haber mentido sobre los cargos por agresión.
            Lali empezó a recoger sus cosas.

            —Su nombre era Darío Linares. Usted tenía diecisiete años y dos meses cuando le rompió la nariz en un partido de rugby en el colegio privado al que ambos asistían. Darío tenía reputación de salir con chicas el tiempo suficiente para llevárselas a la cama antes de dejarlas e ir en busca de la siguiente. Su hermana fue inteligente y se mantuvo alejada de él. Si no hubiera golpeado a ese idiota para proteger a su hermana, o si me hubiese mentido y yo lo hubiera descubierto, esta entrevista se habría terminado y ni siquiera le habría dado tiempo para sentarse.

            —¿Cómo...?

            —Tengo una lista de contactos muy larga. Estoy segura de que sabrá los nombres de muchos de ellos antes de que se acabe el día.
            Por descontado. Estaría hablando por teléfono con su asistente antes de llegar al auto.

            —¿Cuánto me va a costar esto, señorita Espósito?

            —Considéreme su agente. Cuando sus abogados redacten el acuerdo prematrimonial, tenga en cuenta que tendrá que pagarme el veinte por ciento de lo que le ofrezca a su futura esposa. Por adelantado.

            —¿Y si solo le ofrezco un pequeño monto?

            —Las mujeres con las que trabajo tienen un mínimo establecido que consta en ese montón de papeles.

            —¿Y si la mujer que me encuentre no respeta su parte del trato? ¿Y si al pasar el año intenta oponerse al acuerdo?
            Lali se levantó y a Peter no le quedó más que imitarla.

            —No lo hará.

            —Parece muy segura de ello.

            —La cantidad de dinero predeterminada, la parte que le corresponde a ella, va directamente a una cuenta. Si su futura esposa intentara conseguir más, ese dinero serviría para que sus abogados la aplastaran. El sobrante sería para usted. El único caso en que esto cambiaría sería con la llegada de un hijo, siempre que una prueba de paternidad demostrara que usted es el padre. No soy muy partidaria de los tribunales de familia, y menos con niños de por medio. Depende de su capacidad para controlar sus instintos más básicos, señor Lanzani. Eso, claro está, si su intención es poner punto final al matrimonio una vez pasado el año acordado. En caso contrario, les deseo que sean felices y que le pongan mi nombre a su primer bebé.
            Lo tenía todo pensado. Decir que Peter estaba impresionado sería quedarse corto.

            —Necesito esos papeles esta misma tarde, antes de las tres. Me pondré en contacto con usted a eso de las cinco, con una lista de posibles candidatas. Coordinaremos los encuentros para mañana, si es que su agenda se lo permite.
            Peter se agachó, recogió la cartera de Lali y se la entregó. Ella apartó un mechón rebelde de sus ojos y se colgó la cartera sobre el hombro.

            —¿Tiene alguna otra pregunta para mí, señor Lanzani? ¿O debería llamarlo majestad?
            La lentitud con la que su lengua envolvió las palabras con aquella voz tan hipnótica, hizo que algo a lo que podría acostumbrase fácilmente se le pasara por la cabeza. No le importaría volver a escucharla, quizás por teléfono...

            —¿Qué tal Peter?
                         
          En cuanto estuvo segura de que nadie la miraba, Lali se deslizó tras el volante de su auto, sonrió de oreja a oreja, algo que llevaba bastante tiempo sin hacer, y se realizó un bailecito más bien ridículo frotando el trasero contra la suave piel del asiento.

            —Ya era hora —susurró, hablando consigo misma.

            El apuesto duque supondría su ascenso a primera división. Desde que creó Alliance, siempre había imaginado a clientes como Juan Pedro Lanzani haciendo cola para conseguir sus servicios: hombres ricos que necesitaban encontrar pareja para tachar una línea más de una larga lista de tareas pendientes. Su trabajo consistía en encontrar esposas para una clase de hombres que carecían del tiempo o de la voluntad necesaria para someterse al juego del cortejo. No buscaban amor, sino compañía. Algunos querían casarse para que sus amantes dejaran de exigirles un anillo de compromiso. Hasta la fecha, había conseguido un buen número de clientes que la estaban ayudando a construir su empresa y a conseguir ingresos regulares con los que podía vivir.

            Con Lanzani y los beneficios que había calculado que conseguiría gracias a él, podría cubrir los gastos más altos durante dos o tres años. O al menos eso esperaba.

            A Lanzani, que era millonario por méritos propios, no le hacía falta el dinero de su fallecido padre, pero sería una lástima que la fortuna de la familia, más que suficiente para comprarse un pequeño país, acabara en la beneficencia o en manos del primo que Peter había mencionado. Con toda la corrupción y los escándalos relacionados con las asociaciones benéficas, estaba claro dónde terminaría ese dinero o qué bolsillos engordarían gracias a él.
            Lali sabía que el dinero que se destinaba a causas humanitarias con frecuencia caía en las manos equivocadas.

            La situación de Lanzani traería distracciones con las que hasta entonces nunca se había encontrado. Su título aristocrático sería el principal problema a superar. Tendría que seleccionar a las candidatas con especial cuidado, asegurándose de que no albergaran el sueño infantil de convertirse en duquesas. Las películas de Disney habían hecho mucho daño. Además, Lanzani era especialmente guapo, por lo que las candidatas tendrían que estar ciegas para no querer de él algo más que su dinero o su título.

            Las fotografías que había visto de él no le hacían justicia. Con su metro cincuenta y cinco, Lali estaba acostumbrada a levantar la cabeza para mirar a los hombres a la cara, pero Peter medía uno ochenta y cinco como mínimo y tenía los hombros anchos y musculosos. Había visto fotografías suyas en una revista. Estaba en una playa de Tahití y, bajo el wetsuit, se marcaba un cuerpo espectacular. Al entrar a la cafetería, no se había dado ni cuenta de que todos los ojos se posaron en él; se había limitado a examinar el local para encontrarla. Con cualquier otro cliente, Lali se hubiera levanta apenas este atravesara la puerta, pero con Peter había necesitado un minuto para tranquilizarse. Su mandíbula firme y sus ojos, de un asombroso color verde, habían penetrado en el temperamento normalmente calmado de Lali, hasta el punto de que el corazón le dio un vuelco.

            El físico de su nuevo cliente supondría una distracción adicional Lo mejor para todos sería que Peter y la mujer de su elección vivieran en países distintos. Cualquier mujer con sangre en las venas y que pasara un tiempo mínimo con él no podría evitar la tentación de meterse en su cama.
            Lali sacó su celular del bolso y llamó a su ayudante.

            —Alliance, Candela contesta.

            —Cande, soy yo.

            —¿Cómo te fue? —Candela no esperó ni un segundo para hacer la pregunta.

            —Genial. ¿Has buscado los archivos y hecho las llamadas?

            —Sí. Johanna es la única que no está disponible.
            Lali visualizó a una morocha de gran estatura.

            —¿En serio? ¿Por qué?

            —Por lo visto, tiene novio.

            Eso solía arruinar cualquier matrimonio con otro hombre. Sin Johanna, aún le quedaban tres candidatas perfectas. A menos que Peter tuviera un problema con las mujeres guapas, el miércoles ya estaría casado. Y recién era lunes.

            —Ella se lo pierde.

            —¿Vas a venir?

            —Tengo que hacer una cosa y luego voy para allá.

            —Trae algo para comer.
            Candela y Lali eran amigas desde hace un tiempo, bastante antes de entablar una relación laboral.

            —Teniendo en cuenta que soy tu jefa, ¿no deberías ser tú la que se encargara de traerme la comida a mí?

            —No si la explotadora de mi jefa apenas pasa por la oficina y no se encarga ni de las llamadas.
            La oficina, oír eso le hacía gracia. Lali utilizaba una habitación que le sobraba en casa.

            —Estaré ahí en media hora —respondió entre risas.

            —Antes deberías llamar a Resplandor.
            Lali se incorporó en el asiento del auto.

            —¿Por qué? ¿Pasó algo? —el nerviosidad se apoderó de su estómago, una sensación de pánico que le resultaba familiar.

            —Nada urgente. Vanessa no come como debería. Dicen que te des una vuelta para hablar con ella.
            Lali respiró tranquila y se obligó a relajar los hombros.

            —Está bien.

            Sus planes para aquella tarde se verían complicados por un viaje no planeado al lugar en el que su hermana menor estaba internada. La última vez que Vanessa había dejado de comer, terminó en el hospital con una infección que se le extendió por la sangre. Lali esperaba que su hermana estuviera deprimida y no enferma, por muy triste que le resultara que esas fueran las opciones más optimistas por las que Vanessa podría haber dejado de comer.

            Pero ¿de qué otra cosa podía tratarse? Una depresión había sido la causa por la que su hermana había intentado suicidarse, para terminar sufriendo un derrame cerebral en lugar de morirse.

            —Llegaré tarde, pero si no te importa esperar, llevaré algo para comer.

            —Avísame si te entretienes.

            —Lo haré. Gracias.

            Lali colgó el teléfono, arrancó el auto y partió hacia el Centro Resplandor. El centro le costaba varios miles al año y por eso Lali necesitaba los ingresos que pudiera conseguir de un contrato con Juan Pedro Lanzani. Llevaba un mes de retraso con sus gastos personales y siempre enviaba los cheques a Resplandor una o dos semanas tarde. Lo último que quería era ser sobre pasada por el peso de las deudas y acabar internando a Vanessa en un centro del Estado. En un sitio así seguro que la ignorarían y en menos de un mes terminaría con una infección y llena de llagas por pasar demasiadas horas en la cama. No, Lali preferiría dormir en el auto antes de dejar que eso pasara.

            Al pensar en el duque, supo que las cosas no acabarían tan mal. Peter se arriesgaba a perder trescientos millones de la herencia de su padre si no se casaba antes de fin de mes. Estaba dispuesto a pagarle una cantidad importante a la mujer que se prestara a acompañarlo al altar y, en consecuencia, a pagarle a Alliance una suma de dinero suficiente para mantenerse a flote durante un tiempo. Lali solo tenía que colocar a las candidatas en fila y asegurarse de que ninguna de ellas apretara el botón de pánico.
            Pan comido. O eso esperaba.

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