Absurdo Plan: Capítulo 1
Capítulo 1:
—Necesito una esposa, Agustín, y la necesito
para ayer.
Sentado
en la parte de atrás de su auto, de camino ni más ni menos que a un Starbucks, Juan
Pedro Lanzani miró el reloj por décima vez en menos de una hora.
La
carcajada de sorpresa de Agustín acabó por alterarle los nervios.
—Bueno,
entonces escoge a una cualquiera y camina hacia el altar.
El
despreocupado consejo de su mejor amigo le habría servido si Peter confiara en
las mujeres de su vida. Tristemente, no podía hacerlo.
—¿Y
arriesgarme a perderlo todo? Me conoces bien. Lo último que necesito es que las
emociones se interpongan en algo tan importante como un acuerdo matrimonial.
—Precisamente eso, un acuerdo, era lo que Peter necesitaba. Un contrato, un
convenio económico que beneficiara a ambas partes durante el lapso de un año.
Luego podrían tomar caminos distintos y no volver a verse nunca más.
—Algunas
de las mujeres con las que sueles aparecer en público estarían felices de
firmar un contrato prematrimonial.
Ya
había pensado en ello, pero había trabajado tanto para hacerse de una
reputación de insensible que ahora no veía la necesidad de arruinarla fingiendo
estar enamorado, y todo con el objetivo de conseguir que una mujer accediera a
subir con él las escaleras del juzgado.
—Necesito
a alguien que esté de acuerdo con mi plan, alguien por quien no sienta ni la
más remota atracción.
—¿Estás
seguro de que este servicio de citas es lo más adecuado?
—De
parejas, no de citas.
—¿Cuál
es la diferencia?
—No
te buscan a alguien que se adapte a tus intereses amorosos, sino a tu plan de
vida.
—Qué
romántico. —El sarcasmo de Agustín sonó con tanta fuerza como un grito.
—Al
parecer no soy el único en mi situación.
Agustín
se atragantó en medio de una carcajada.
—En
serio —consiguió decir—, no conozco a ningún hombre con tu título y tu dinero
que necesite llamar a un extraño para que lo ayude a sentar cabeza.
—Este
tipo tiene muy buenas referencias. Es un hombre de negocios que ayuda a hombres
como yo en situaciones similares.
—¿Cómo
se llama?
—Marian
Espósito.
—Nunca
escuché hablar sobre él.
A
dos cuadras del lugar del encuentro un tráfico en el cruce de las avenidas los
retuvo. Los segundos no dejaban de pasar y ya llegaba tarde a la cita.
Maldición, Peter odiaba llegar tarde.
—Tengo
que irme.
—Espero
que sepas lo que estás haciendo.
—Estoy
haciendo negocios, Agustín.
Su
amigo resopló para mostrar su desaprobación.
—Sí
sé. Son las relaciones las que se te dan para el cu....
—Jódete.
—Pero Peter sabía que su amigo tenía razón.
—No
es mi estilo.
El
chófer de Peter dio un giro al volante y cambió de carril. Implacable, justo
como le gustaba a su jefe.
—Más
tarde hablamos para salir a tomar algo esta noche.
Peter
colgó el teléfono, lo guardó en el bolsillo del abrigo y se reclinó en el
respaldo del asiento. Llegaba tarde, ¿y qué? Los hombres de su posición podían
presentarse media hora después de lo acordado y aun así la gente se desvivía
por tratarlo como si fuera culpa de los demás. Mucho dependía de aquel
encuentro. Tenía que encontrar esposa antes de que se cumpliera la semana si
quería conservar la propiedad ancestral de su familia que iba unida al título,
por no mencionar lo que quedara de la fortuna de su padre, y todo ello dependía
de Marian Espósito.
Confiaba
en que el contacto que le había proporcionado su asistente personal supiera lo
que se hacía. En caso contrario, Peter se vería obligado a tratar el temita del
matrimonio con Lucía, o tal vez con María. Lucía prefería su independencia al
dinero que él pudiera proporcionarle, y el hecho de que tuviera alguno que otro
amante además de Peter la eliminaba automáticamente de la ecuación. Solo
quedaba María. Guapa, rubia y una segura candidata a convertirse en su ex por
los comentarios sobre la exclusividad que solía hacer de vez en cuando. Sin
embargo, no le gustaba la idea de tener que recurrir a ella. Era verdad que, a
veces se comportaba como un imbécil, pero nunca era cruel; aunque seguro que
más de una no estaría de acuerdo. Los periodistas lo tildaban de malicioso y
pretencioso; si descubrían lo que se traía entre manos, publicarían la historia
y lo convertirían todo en una broma de mal gusto. Prefería evitar el escándalo.
No obstante, la vida siempre era cruel, por lo que necesitaba que su falso
matrimonio pareciera lo más real posible si quería tener contentos a los
abogados de su padre.
Lucas
detuvo el vehículo, largo y negro, junto a la vereda y se apuró en abrirle la
puerta. Habían llegado al punto de encuentro acordado, una de las famosas
cafeterías de la cadena blanca y verde. Peter se dirigió hacia la puerta del
establecimiento, con el maletín en una mano e ignorando las miradas que
conseguía a su paso. Mientras observaba las mesas en busca de un hombre que
coincidiera con la imagen que se había hecho de Marian Espósito, el delicioso
aroma de los granos de café recién molidos inundó sus sentidos. Peter esperaba
encontrarse con un tipo bien vestido y con una carpeta repleta de informes
sobre posibles esposas.
El
primer vistazo no dio ningún fruto, así que se quitó los lentes de sol y empezó
de nuevo. Una pareja joven, cada uno con su computadora, tomaban café con leche
sentados el uno frente al otro en una pequeña mesa. Junto a ellos, un hombre
con short y camisa discutía con alguien por teléfono. Frente al mostrador
esperaba una pareja con un cochecito de bebé. Peter se dirigió hacia el fondo
del local y descubrió la pequeña silueta de una mujer sentada de espaldas a la
puerta, con una abundante cabellera de color castaño. No paraba de mover los
pies como si estuviera nerviosa, o tal vez estaba escuchando música por los audífonos
que tenía puestos. Sin dejar de estudiar a la clientela, Peter divisó a un
hombre sentado a solas en un sillón. Vestía un pantalón sport y aparentaba casi
cincuenta años. En lugar de un maletín, el tipo sostenía un libro. Peter
entornó la mirada hasta captar su atención, pero en lugar de reaccionar, el
hombre bajó de nuevo los ojos y siguió leyendo.
Demonios,
tal vez Marian Espósito estaba atrapado en el mismo tráfico del que él acababa
de escapar. Llegar tarde nunca resultaba oportuno en lo que a futuros clientes
se refiere, fuera cual fuese el negocio en cuestión. Si Peter hubiera tenido
otra elección, se habría retirado de allí sin pensárselo dos veces.
Pasó
junto a la morocha solitaria, rodeó el cochecito y pidió un café solo,
resignado a sentarse y esperar unos minutos. Dejó el maletín sobre una mesa
vacía y, cuando oyó que el chico que atendía tras el mostrador decía su nombre,
se dio la vuelta para recoger el pedido.
De
pronto sintió el peso inconfundible de una mirada recorriéndole la espalda. Echó
un vistazo nuevamente a la sala en busca de la persona que lo observaba. Al
instante, unos ojos marrones se entrecerraron mientras lo miraban de arriba
abajo. La pequeña mujer que esperaba a solas no estaba escuchando música o
leyendo una revista. Lo miraba directamente a él.
Sus
ojos, de una belleza impresionante, se posaron por un instante en una pequeña
computadora que descansaba frente a ella antes de regresar la mirada, nuevamente,
a Peter. Un brillo iluminó el rostro de la mujer cuando lo reconoció. Él ya
había visto aquella expresión antes, cada vez que alguien relacionaba su nombre
con su imagen. Allí, en Buenos Aires, la frecuencia de aquella reacción no era
tan habitual como en su país, pero aun así Peter la reconoció al instante.
La
mujer parecía bastante inofensiva. Al menos hasta que abrió la boca y se
dirigió a él.
—Llega
tarde.
Dos
palabras, solo dos, pronunciadas con una voz tan grave que emanaba pecado y que
dejaba en ridículo a las operadoras de las líneas eróticas, fueron más que
suficientes para dejar a Peter sin habla.
—¿Perdone?
—consiguió decir al fin, al comprender las palabras de la mujer.
—Es
usted el señor Lanzani, ¿no es así?
La
pregunta era sencilla, pero Peter era incapaz de entenderla. Contestó como si
tuviera conectado el piloto automático, absolutamente desconcertado por aquella
mujer que tenía al frente.
—El
mismo.
Ella
se levantó. Apenas le llegaba al hombro.
—Mariana
Espósito —se presentó, y le ofreció la mano a modo de saludo.
Peter
no estaba acostumbrado a que le pusieran los puntos sobre las íes. Sin embargo,
la mujer que tenía delante acababa de hacerlo y apenas había necesitado un par
de palabras para conseguirlo. Peter estrechó la mano que ella le ofrecía y
sintió una oleada de calor recorriéndole el cuerpo. Cuando sus manos se
tocaron, la mirada penetrante y la sonrisa confiada de ella desaparecieron de
su rostro durante una milésima de segundo. Tenía la piel fría, a pesar de que
su actitud denotaba un control absoluto.
—No
es un hombre. —Peter reprimió un grito. Aquello era probablemente lo más
estúpido que le había dicho a una mujer en toda su vida.
La
señorita Espósito, sin embargo, no se alteró en lo más mínimo.
—Nunca
lo he sido. —Le dedicó una sonrisa de dientes perfectos mientras retiraba la
mano que Peter empezó a extrañar al instante.
—Me
esperaba a un hombre.
—Me
pasa con bastante frecuencia. Mi asistente usa uno de mis apodos y eso casi
siempre juega a mi favor. —Señaló la silla que tenía delante—. ¿Por qué no toma
asiento y empezamos a tratar el tema por el que vino?
Él
dudó, debatiéndose entre seguir adelante con aquella «entrevista» u optar por
un posible cambio de género de la mujer que tenía enfrente. Nunca se había
considerado sexista, pero mientras pensaba en ella y observaba cómo cruzaba las
piernas, cubiertas en un elegante pantalón de vestir, sintió que toda su
atención se alejaba del que era su objetivo y se centraba en Mariana Espósito.
Aquella mujer era la viva imagen de la contradicción y Peter todavía no sabía
nada de ella.
Le
daría diez minutos de margen para que le demostrara que podía ocuparse de lo
que necesitaba. En caso contrario, pasaría página y exploraría otras opciones.
Peter
se desabrochó el primer botón de la americana antes de ocupar su lugar en la
mesa.
—¿Marian
es el diminutivo de Mariana?
—Sí.
Y muchos también me llaman Lali. —Sin levantar la mirada, Lali sacó unos
papeles del pequeño maletín que descansaba a un lado de su silla. La breve
sonrisa había desaparecido y en su lugar sus labios dibujaban una fina línea
recta.
—¿Se
hace llamar Marian para engañar a sus clientes?
La
mano de Lali dudó un instante antes de empujar el montón de papeles hacia Peter.
—¿Habría
venido si hubiera sabido que soy una mujer? —«Probablemente no.» La miró con
detenimiento, sin decir lo que pensaba en voz alta. Lali inclinó la cabeza a un
lado y continuó—. Usted mismo se delata, señor Lanzani. Déjeme ver si soy capaz
de leer sus planes. En su cabeza, me ha otorgado un tiempo máximo para
demostrar mi eficiencia. ¿Cuánto? ¿Veinte minutos?
—Diez
—le respondió Peter, incapaz de contenerse. ¿Qué tenía aquella mujer de voz
aterciopelada para haberle robado la capacidad de morderse la lengua?
Lali
sonrió de nuevo y Peter sintió un nudo de deseo, inoportuno e inesperado, en la
boca del estómago.
—Diez
minutos —repitió ella—. Para crear al detalle un plan para encontrarle la
esposa perfecta, teniendo en cuenta sus problemas de tiempo. Un hombre de
negocios como usted espera eficiencia, rapidez y ningún tipo de barrera
emocional que pueda complicar las cosas. —Lo miró y sus ojos no flaquearon ni
un segundo. Mientras pronunciaba cada palabra con aquella voz de línea erótica,
se imaginó sobre unos labios de un color rosa delicioso—. Por el momento,
¿estoy en lo cierto?
—Completamente.
—Las
mujeres son seres emocionales, por eso su asistente se puso en contacto conmigo
para contratar mis servicios. Si no me equivoco, muchas mujeres venderían el
alma al diablo para casarse con usted, señor Lanzani, pero no confía lo
suficiente en ellas como para hacerlas merecedoras de su título.
Casi
siempre era él quien perfilaba sus necesidades, por lo que debería sentirse
expuesto con un cambio de papeles tan radical como aquel. Sin embargo, al
escuchar a Mariana Espósito, que obviamente no era un hombre, exponer su dilema
con tanta claridad no se sintió vulnerable, sino más bien reconfortado. Había asistido
al lugar adecuado para encontrar la solución a su problema.
—¿Cómo
sé que puedo confiar en la mujer que usted me encuentre?
—Investigo
a todas las candidatas de mi agenda a conciencia, al igual que lo hago con el
cliente. Cuentas detalladas, obligaciones fiscales, hábitos personales y
cualquier posible secreto familiar.
—Habla
como un detective privado.
—No
llego a tanto, pero entiendo que a usted le pueda parecer. Me dedico a unir a
personas.
Peter
se reclinó en la silla y cruzó los brazos. Decidió que le gustaba aquella
mujer, así que añadió diez minutos más al tiempo que le había concedido.
—¿Le
parece que continuemos?
Él
cogió su café y asintió. Lali sacó un lapicero del maletín y giró el montón de
papeles que había dejado sobre la mesa de modo que Peter pudiera leerlos.
—Me
gustaría hacerle unas preguntas antes de decidir si quiero seguir adelante con
esto.
Peter
arqueó una ceja al oír aquello. Interesante.
—¿Cuánto
tiempo tengo para demostrarle mi eficiencia, señorita Espósito?
—Cinco
minutos —respondió ella, mirándolo a través de sus largas pestañas.
Él
se inclinó hacia delante, intrigado por lo que Lali pudiera despertar en él en
tan poco tiempo.
—¿Lo
han detenido alguna vez?
Su
historial estaba limpio, pero esa no era la pregunta. Sabía que si le mentía, Mariana
recogería sus cosas y saldría inmediatamente por la puerta.
—Con
diecisiete años le di un puñetazo a un chico que iba detrás de mi hermana. Los
cargos fueron retirados. —Como ocurría con todos los chicos de su mismo estatus
social.
—¿Alguna
vez le ha pegado a una mujer?
Los
músculos de su mentón se tensaron.
—Nunca.
—¿Y
ha sentido la necesidad de hacerlo? —Ahora lo miraba fijamente, sin alejar los
ojos.
—No.
—La violencia no cuadraba para nada con su personalidad.
—Necesito
el nombre de su amigo más cercano.
—Agustín
Sierra.
Lali
tomó nota del nombre.
—¿Peor
enemigo?
Peter
no se esperaba esa pregunta.
—No
estoy muy seguro de qué contestar a eso.
—Entonces
permítame que se lo pregunte de otra manera. ¿A qué persona de su entorno le
gustaría ver que usted sufre algún tipo de daño?
Su
primer impulso fue repasar la lista de socios que pudieran haberse sentido
menospreciados por su culpa a lo largo de los años. A esas alturas de la vida,
ninguno de ellos se sentiría mejor si a él le pasara algo. Solo se le ocurría
una persona que podría ver las cosas desde otra perspectiva.
—¿En
quién está pensando, señor Lanzani?
Peter
tomó un sorbo de café y sintió cómo caía hacia el fondo de su estómago con un
sonido sordo.
—Solo
hay una persona.
Lali
levantó la mirada, expectante.
—Mi
primo, Javier Vílchez.
Una
leve vibración en la mandíbula, una caída imperceptible de hombros, eso fue lo
único que reflejó el impacto de sus palabras en ella. Para sorpresa de Peter, Mariana
Espósito anotó la información y no siguió preguntando. Cogió la primera página
del montón de papeles y le entregó el resto.
—Necesito
que llene esto. Me lo puede mandar por mail al correo que aparece al final de
la página ocho.
—¿He
pasado su examen, señorita Espósito?
—La
honestidad es algo que debe ser mantenido a lo largo del proceso. Hasta el
momento, estoy conforme con el resultado.
Ahora
le tocaba a él sonreír.
—Podría
haber mentido sobre los cargos por agresión.
Lali
empezó a recoger sus cosas.
—Su
nombre era Darío Linares. Usted tenía diecisiete años y dos meses cuando le
rompió la nariz en un partido de rugby en el colegio privado al que ambos
asistían. Darío tenía reputación de salir con chicas el tiempo suficiente para
llevárselas a la cama antes de dejarlas e ir en busca de la siguiente. Su
hermana fue inteligente y se mantuvo alejada de él. Si no hubiera golpeado a ese
idiota para proteger a su hermana, o si me hubiese mentido y yo lo hubiera
descubierto, esta entrevista se habría terminado y ni siquiera le habría dado
tiempo para sentarse.
—¿Cómo...?
—Tengo
una lista de contactos muy larga. Estoy segura de que sabrá los nombres de
muchos de ellos antes de que se acabe el día.
Por
descontado. Estaría hablando por teléfono con su asistente antes de llegar al auto.
—¿Cuánto
me va a costar esto, señorita Espósito?
—Considéreme
su agente. Cuando sus abogados redacten el acuerdo prematrimonial, tenga en
cuenta que tendrá que pagarme el veinte por ciento de lo que le ofrezca a su
futura esposa. Por adelantado.
—¿Y
si solo le ofrezco un pequeño monto?
—Las
mujeres con las que trabajo tienen un mínimo establecido que consta en ese
montón de papeles.
—¿Y
si la mujer que me encuentre no respeta su parte del trato? ¿Y si al pasar el
año intenta oponerse al acuerdo?
Lali
se levantó y a Peter no le quedó más que imitarla.
—No
lo hará.
—Parece
muy segura de ello.
—La
cantidad de dinero predeterminada, la parte que le corresponde a ella, va
directamente a una cuenta. Si su futura esposa intentara conseguir más, ese
dinero serviría para que sus abogados la aplastaran. El sobrante sería para
usted. El único caso en que esto cambiaría sería con la llegada de un hijo,
siempre que una prueba de paternidad demostrara que usted es el padre. No soy
muy partidaria de los tribunales de familia, y menos con niños de por medio.
Depende de su capacidad para controlar sus instintos más básicos, señor Lanzani.
Eso, claro está, si su intención es poner punto final al matrimonio una vez
pasado el año acordado. En caso contrario, les deseo que sean felices y que le
pongan mi nombre a su primer bebé.
Lo
tenía todo pensado. Decir que Peter estaba impresionado sería quedarse corto.
—Necesito
esos papeles esta misma tarde, antes de las tres. Me pondré en contacto con
usted a eso de las cinco, con una lista de posibles candidatas. Coordinaremos
los encuentros para mañana, si es que su agenda se lo permite.
Peter
se agachó, recogió la cartera de Lali y se la entregó. Ella apartó un mechón
rebelde de sus ojos y se colgó la cartera sobre el hombro.
—¿Tiene
alguna otra pregunta para mí, señor Lanzani? ¿O debería llamarlo majestad?
La
lentitud con la que su lengua envolvió las palabras con aquella voz tan
hipnótica, hizo que algo a lo que podría acostumbrase fácilmente se le pasara
por la cabeza. No le importaría volver a escucharla, quizás por teléfono...
—¿Qué
tal Peter?
En
cuanto estuvo segura de que nadie la miraba, Lali se deslizó tras el volante de
su auto, sonrió de oreja a oreja, algo que llevaba bastante tiempo sin hacer, y
se realizó un bailecito más bien ridículo frotando el trasero contra la suave
piel del asiento.
—Ya
era hora —susurró, hablando consigo misma.
El
apuesto duque supondría su ascenso a primera división. Desde que creó Alliance,
siempre había imaginado a clientes como Juan Pedro Lanzani haciendo cola para
conseguir sus servicios: hombres ricos que necesitaban encontrar pareja para
tachar una línea más de una larga lista de tareas pendientes. Su trabajo
consistía en encontrar esposas para una clase de hombres que carecían del
tiempo o de la voluntad necesaria para someterse al juego del cortejo. No
buscaban amor, sino compañía. Algunos querían casarse para que sus amantes
dejaran de exigirles un anillo de compromiso. Hasta la fecha, había conseguido
un buen número de clientes que la estaban ayudando a construir su empresa y a
conseguir ingresos regulares con los que podía vivir.
Con
Lanzani y los beneficios que había calculado que conseguiría gracias a él,
podría cubrir los gastos más altos durante dos o tres años. O al menos eso
esperaba.
A
Lanzani, que era millonario por méritos propios, no le hacía falta el dinero de
su fallecido padre, pero sería una lástima que la fortuna de la familia, más
que suficiente para comprarse un pequeño país, acabara en la beneficencia o en
manos del primo que Peter había mencionado. Con toda la corrupción y los
escándalos relacionados con las asociaciones benéficas, estaba claro dónde terminaría
ese dinero o qué bolsillos engordarían gracias a él.
Lali
sabía que el dinero que se destinaba a causas humanitarias con frecuencia caía
en las manos equivocadas.
La
situación de Lanzani traería distracciones con las que hasta entonces nunca se
había encontrado. Su título aristocrático sería el principal problema a
superar. Tendría que seleccionar a las candidatas con especial cuidado,
asegurándose de que no albergaran el sueño infantil de convertirse en duquesas.
Las películas de Disney habían hecho mucho daño. Además, Lanzani era
especialmente guapo, por lo que las candidatas tendrían que estar ciegas para
no querer de él algo más que su dinero o su título.
Las
fotografías que había visto de él no le hacían justicia. Con su metro cincuenta
y cinco, Lali estaba acostumbrada a levantar la cabeza para mirar a los hombres
a la cara, pero Peter medía uno ochenta y cinco como mínimo y tenía los hombros
anchos y musculosos. Había visto fotografías suyas en una revista. Estaba en
una playa de Tahití y, bajo el wetsuit,
se marcaba un cuerpo espectacular. Al entrar a la cafetería, no se había dado
ni cuenta de que todos los ojos se posaron en él; se había limitado a examinar
el local para encontrarla. Con cualquier otro cliente, Lali se hubiera levanta
apenas este atravesara la puerta, pero con Peter había necesitado un minuto
para tranquilizarse. Su mandíbula firme y sus ojos, de un asombroso color verde,
habían penetrado en el temperamento normalmente calmado de Lali, hasta el punto
de que el corazón le dio un vuelco.
El
físico de su nuevo cliente supondría una distracción adicional Lo mejor para
todos sería que Peter y la mujer de su elección vivieran en países distintos.
Cualquier mujer con sangre en las venas y que pasara un tiempo mínimo con él no
podría evitar la tentación de meterse en su cama.
Lali
sacó su celular del bolso y llamó a su ayudante.
—Alliance,
Candela contesta.
—Cande,
soy yo.
—¿Cómo
te fue? —Candela no esperó ni un segundo para hacer la pregunta.
—Genial.
¿Has buscado los archivos y hecho las llamadas?
—Sí.
Johanna es la única que no está disponible.
Lali
visualizó a una morocha de gran estatura.
—¿En
serio? ¿Por qué?
—Por
lo visto, tiene novio.
Eso
solía arruinar cualquier matrimonio con otro hombre. Sin Johanna, aún le
quedaban tres candidatas perfectas. A menos que Peter tuviera un problema con
las mujeres guapas, el miércoles ya estaría casado. Y recién era lunes.
—Ella
se lo pierde.
—¿Vas
a venir?
—Tengo
que hacer una cosa y luego voy para allá.
—Trae
algo para comer.
Candela
y Lali eran amigas desde hace un tiempo, bastante antes de entablar una
relación laboral.
—Teniendo
en cuenta que soy tu jefa, ¿no deberías ser tú la que se encargara de traerme
la comida a mí?
—No
si la explotadora de mi jefa apenas pasa por la oficina y no se encarga ni de
las llamadas.
La
oficina, oír eso le hacía gracia. Lali utilizaba una habitación que le sobraba
en casa.
—Estaré
ahí en media hora —respondió entre risas.
—Antes
deberías llamar a Resplandor.
Lali
se incorporó en el asiento del auto.
—¿Por
qué? ¿Pasó algo? —el nerviosidad se apoderó de su estómago, una sensación de
pánico que le resultaba familiar.
—Nada
urgente. Vanessa no come como debería. Dicen que te des una vuelta para hablar
con ella.
Lali
respiró tranquila y se obligó a relajar los hombros.
—Está
bien.
Sus
planes para aquella tarde se verían complicados por un viaje no planeado al lugar
en el que su hermana menor estaba internada. La última vez que Vanessa había
dejado de comer, terminó en el hospital con una infección que se le extendió
por la sangre. Lali esperaba que su hermana estuviera deprimida y no enferma,
por muy triste que le resultara que esas fueran las opciones más optimistas por
las que Vanessa podría haber dejado de comer.
Pero
¿de qué otra cosa podía tratarse? Una depresión había sido la causa por la que
su hermana había intentado suicidarse, para terminar sufriendo un derrame
cerebral en lugar de morirse.
—Llegaré
tarde, pero si no te importa esperar, llevaré algo para comer.
—Avísame
si te entretienes.
—Lo
haré. Gracias.
Lali
colgó el teléfono, arrancó el auto y partió hacia el Centro Resplandor. El centro le costaba varios
miles al año y por eso Lali necesitaba los ingresos que pudiera conseguir de un
contrato con Juan Pedro Lanzani. Llevaba un mes de retraso con sus gastos
personales y siempre enviaba los cheques a Resplandor
una o dos semanas tarde. Lo último que quería era ser sobre pasada por el peso
de las deudas y acabar internando a Vanessa en un centro del Estado. En un
sitio así seguro que la ignorarían y en menos de un mes terminaría con una
infección y llena de llagas por pasar demasiadas horas en la cama. No, Lali
preferiría dormir en el auto antes de dejar que eso pasara.
Al
pensar en el duque, supo que las cosas no acabarían tan mal. Peter se
arriesgaba a perder trescientos millones de la herencia de su padre si no se
casaba antes de fin de mes. Estaba dispuesto a pagarle una cantidad importante
a la mujer que se prestara a acompañarlo al altar y, en consecuencia, a pagarle
a Alliance una suma de dinero suficiente para mantenerse a flote durante un
tiempo. Lali solo tenía que colocar a las candidatas en fila y asegurarse de
que ninguna de ellas apretara el botón de pánico.
Pan
comido. O eso esperaba.
más más más
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