domingo, 15 de marzo de 2015

No mirar hacia atrás: Capítulo 2

Cande Vetrano. Mejor Amiga. Ese era un término importante, pero, como con madre o padre, no había recuerdos o emociones unidas a él. Me quedé mirando a los oficiales, sintiendo como si debiera mostrar algún tipo de emoción, pero no conocía a esta chica, a esta Candela.

El policía más viejo se presentó como Detective Ramírez y procedió a hacerme las mismas preguntas que todo el mundo hacía.

—¿Sabes lo que pasó?

—No. —Observé el líquido del suero gotear en mi mano.

—¿Qué es lo último que recuerdas? —preguntó el Comisario Rhode.

Levanté la vista. Tenías las manos cruzadas en la espalda y asintió cuando mis ojos se encontraron con los suyos. Era una pregunta tan sencilla, y tenías muchas ganas de contestar correctamente. Lo necesitaba. Eché un vistazo a mi madre. La fachada fría empezaba a desmoronarse. Sus ojos brillaban, su labio inferior era delgado y temblaba.

Mi padre se aclaró la garganta.

—Señores, ¿puede esto por favor esperar? Ella ha pasado por mucho. Y si supiera algo ahora mismo, se los diría.

—Cualquier cosa —dijo el Detective Ramírez, haciendo caso omiso de mi padre—. ¿Qué es lo último que recuerdas?

Cerré apretadamente los ojos. Tenía que haber algo. Sabía que leí Matar a un ruiseñor. Probablemente lo hice en clase, pero no podía recordar la escuela o al maestro. Ni siquiera sabía en qué grado iba.

El Comisario Rhode se acercó, ganándose una mirada descontenta de su compañero. Metió la mano en el bolsillo que tenía en su pecho y sacó una foto, enseñándomela. Era una niña. Realmente se parecía a mí. Sin embargo, su cabello no era tan castaño, sino más marrón, y sus ojos eran de un sorprendente y hermoso verde manzana, mucho más impresionante que los míos... pero podríamos haber pasado como hermanas.

—¿La reconoces?

Frustrada, sacudí la cabeza.

—No pasa nada si no lo haces. El médico nos dijo que puede tomar un tiempo que vuelva, y cuando...

—¡Espera! —Fui hacia adelante, olvidando el maldito suero. Tiró de mi mano, casi soltándose—. Espera, me acuerdo de algo.

Mi padre dio un paso adelante, pero el detective lo advirtió al decir:

—¿Qué recuerdas?

Tragué saliva, con la garganta repentinamente seca. No era nada, pero me sentí como si fuera una especie de gran logro.

—Recuerdo cantos rodados, rocas, y eran suaves. Llanas. Del mismo color que la arena. —Y había sangre, pero no dije eso, porque no estaba segura de si era cierto.

Mis padres se miraron, y el Detective Ramírez suspiró. Mis hombros cayeron. Obviamente era un fracaso.

El Comisario me dio unas palmaditas en el brazo.

—Eso es bueno. Eso es realmente bueno. Pensamos que estabas en el Bosque Estatal de Michaux, y tendría sentido.

No se sentía bien. Me quedé mirando mis sucias uñas, deseando que todo el mundo se fuera. Pero los oficiales se quedaron, hablando con mis padres, como si yo no fuera capaz de comprender todo lo que decían. Que Cande siguiera desaparecida era una gran cosa. Entendía eso. Y me sentía mal. Quería ayudar a encontrarla, pero no sabía cómo.

Los miré de reojo. El Detective Ramírez me observaba con ojos entrecerrados, en un intenso y desconfiado escrutinio. Un escalofrío me corrió por la columna vertebral, y me apresuré a apartar la mirada, con la sensación de que me merecía la mirada que me daba.

Como si fuera culpable de algo, algo terrible.

Estelas de miedo revestidas de confusión de arrastraron a través de mí cuando los desconocidos, mis padres, pagaron la cuenta y me sacaron del hospital al día siguiente. No podía creer que las autoridades dejaran que me fuera con ellos. ¿Y si en realidad no eran mis padres? ¿Y si eran psicópatas secuestrándome?

Estaba siendo ridícula.

No era como si personas al azar reclamaran, sin razón, a una chica de diecisiete años, que era exactamente la edad que tenía. Lo descubrí cuando le eché un vistazo a la tabla a los pies de mi cama por la mañana.

Mi mirada se deslizó hacia el cabello oscuro de mi padre. Un aire de influencia recubría su piel y se filtraba a todo lo que tocaba. No necesitaba saber nada de él para darme cuenta de que era poderoso.

Árboles altos y verdes colinas, que estaban tan bien cuidadas como el campo de golf que vi en la televisión de mi cuarto de hospital, rodeaban la carretera que conducía hasta su casa. Fuimos por una pendiente en la carretera, y pude ver un grupo de pequeñas casas que parecían acogedoras.

Condujimos por delante de ellas... en nuestro Bentley.

Rápidamente, me enteré que eran ricos. Asquerosamente ricos. Era gracioso como recordaba tan poco, pero sabía como lucía el dinero.

Continué frotando la palma de la mano sobre el cuero flexible. El coche tenía que ser nuevo, porque tenía ese nítido aroma que delataba que acababa de ser fabricado.

Entonces vi nuestra casa. Mierda, era del tamaño de un pequeño hotel. Una intimidante estructura con grandes columnas de mármol en la parte delantera, elevándose cuatro o cinco pisos hacia el cielo, y el garaje a la izquierda era del tamaño de las casas frente a las que pasamos hacía unos momentos.

—¿Realmente esta es nuestra casa? —les pregunté cuando el coche dobló por una fuente, algo chillona, rodeada de follaje en medio de la calzada.

Mamá miró hacia atrás, sonriendo con fuerza.

—Por supuesto que sí, cariño. Has vivido aquí toda la vida. Como yo. Esta fue la casa de mis padres.

—¿Fue? —le pregunté, curiosa.

—Se mudaron a Coral Gables. —Hizo una pausa y tomó un poco de aliento—. Están en Florida, amor. Esta es su finca familiar.

Finca. Era una palabra elegante. Mi mirada se dirigió a mi padre otra vez, y me di cuenta de que mamá había dicho su y no nuestra. Como si la casa no fuera el hogar de papá, sino de su familia.

Empujando a un laso ese pensamiento, tomé una respiración profunda y luego planté la cara en la ventana de nuevo. Querido Dios, yo vivía en este lugar. Una vez que entré en el opulento vestíbulo y vi la araña de cristal que probablemente valía más que mi vida, de repente no quería moverme. Cosas caras por todas partes. La alfombra cerca de la gran escalera parecía suave. Las pinturas al óleo de paisajes extranjeros adornaban las paredes color crema. Había tantas puertas, tantas habitaciones.

Mi aliento salía en cortos estallidos roncos. No me podía mover.

Papá me puso su mano en el hombro, apretando suavemente.

—Está bien, Lali, tómalo con calma.

Miré fijamente el rostro del hombre que debería conocer. Sus ojos oscuros; su bonita sonrisa; la mandíbula fuerte y dura... No había nada. Mi padre era un extraño.

—¿Dónde está mi habitación?

Dejó caer la mano.

—Majo, ¿por qué no la llevas al piso de arriba?

Mamá se acercó a un medido y lento ritmo, envolviendo su fría mano alrededor de mi brazo. Ella me llevó arriba, charlando sobre quiénes habían ayudado a buscarme. El alcalde tomó parte, lo que al parecer era algo grande para ella, y entonces el gobernador había enviado sus oraciones también.

—¿El gobernador? —susurré.

Ella asintió y una leve sonrisa tiró de sus labios.

—Tu bisabuelo era Senador. El gobernador Anderson es un amigo de la familia.

No tenía idea de qué decir ante eso.

Mi habitación se hallaba en el tercer piso, al final de un largo pasillo iluminado por varias lámparas de pared. Mi madre se detuvo frente a una puerta con una pegatina que decía: "Esta perra muerde".

Empecé a sonreír, pero entonces ella abrió la puerta y se hizo a un lado. Tentativamente, entré en la desconocida habitación que olía a melocotones, deteniéndome a unos metros.

—Te voy a dar un par de minutos —dijo ella, aclarándose la garganta—. Hice que Nicolás pusiera por ahí algunos de tus anuarios. Están en tu escritorio, para cuando estés lista. El Dr. Weston dijo que podría ayudar.

Ayudar a buscar mis recuerdos. Asentí, apretando los labios mientras escaneaba la habitación. Era grande. Como veinte veces más grande que la habitación del hospital. Había una cama en el centro. Un inmaculado edredón blanco sobre ella. Varias almohadas de oro con adornos se ubicaban en la parte superior, con un oso de peluche marrón sobre ellas. Lucía fuera de lugar en la sofisticada habitación.

Mamá se aclaró la garganta. Me había olvidado de ella. Dándome la vuelta, esperé. Su sonrisa lucía llena de dolor, incómoda.

—Voy a estar abajo por si me necesitas.

—Está bien.

Con una breve inclinación de cabeza se fue, y me puse a investigar la habitación. Los anuarios estaban en mi escritorio, pero los evité. Una parte de mí no se sentía lista para la caminata por el raro camino de no recordar. Había un portátil de Apple junto a varios dispositivos más pequeños. Reconocí uno como un iPod. Un televisor de pantalla plana colgaba de la pared, encima de la mesa. Supuse que era a lo que pertenecía el mando a distancia.

Me dirigí al armario, abriendo las puertas dobles. Era un vestidor. Una pequeña parte de mí sentía curiosidad. Las prendas no eran un gran problema para mí. Lo sabía. Entonces vi los bastidores en la parte de atrás, y casi grité.

Zapatos y bolsos eran una gran cosa.

¿Podría ser una parte del antiguo yo, o era sólo porque era una chica? No estaba segura mientras pasaba los dedos sobre los vestidos. Se sentían como de gran calidad.

De vuelta en mi habitación, descubrí que había un balcón, y tenía mi propio cuarto de baño, equipado con productos que no podía esperar a probar. Cerca de la cama, había un panel de corcho lleno de fotos. Eh... Tenía un montón de amigos, e iban... vestidos como yo. Con el ceño fruncido, inspeccioné el collage de imágenes de cerca.

En una foto, había cinco chicas. Yo estaba en el medio, y todas llevábamos el mismo vestido de tubo en diferentes colores. Oh, Dios mío. ¿Vestidos a juego? Sonreí mientras mis ojos se movían sobre las imágenes. Una era de mí y otras dos chicas, sonriendo en un campo de golf. En otra, el mismo grupo de la primera imagen se encontraba parado junto a un muelle, posando en trajes de baño muy diminutos frente a un barco llamado Ángel. El mío era negro. Comenzaba a ver una tendencia.

Me pasé las manos por las caderas y el estómago, con placer descubriendo que el cuerpo en esa imagen era realmente mío. Había unas cuantas fotos más en la escuela, un grupo de nosotros agrupados en torno a una mesa de gran tamaño, rodeadas de chicos.

Siempre sonreía en las fotos, pero la sonrisa lucía... apagada, recordándome cómo me había sonreído todo el mundo en el hospital. Como la sonrisa de una muñeca, falsa y pintada. Pero mi sonrisa también era fría. Calculadora.

Y, en todas las fotos, la misma chica siempre estaba a mi lado. En algunas teníamos los brazos alrededor de la otra, o hacíamos pucheros para la cámara. Siempre llevábamos los labios rojos, como la sangre fresca.

Su sonrisa era como la mía, y ella era la chica de la foto que me mostraron en el hospital. Una sensación de calor subió por mi estómago. ¿Celos? ¿Me sentía celosa de ella? No podía ser cierto. Era mi amiga. Mi mejor amiga, si lo que decían era cierto.

Quería saber más sobre ella.

Con cuidado, saqué una foto de nosotras juntas del tablero y la sostuve cerca de mi rostro. Su sonrisa me hizo temblar, y mi mirada se desvió hacia la parte superior de la foto. El color blanco de la habitación fue reemplazado por tonos apagados de gris. Se me puso la carne de gallina. Fría. Tan frío aquí, y oscuro, con sólo un rápido sonido... dentro y fuera, dentro y fuera...

Cerré los ojos y sacudí la cabeza para despejarme de la húmeda sensación terrosa que había llegado de repente y de la nada. Me obligué a abrir los ojos, y la habitación estuvo de vuelta en colores vivos.

Mi mirada se posó en las fotos clavadas en la mesa, de nuevo. Las imágenes se emborronaron, y hubo un destello, un rápido vistazo. Una chica alta y rubia con una gran sonrisa y un sombrero rojo de disquete estiraba sus brazos hacia mí.

La imagen de la chica se desvaneció como si nunca hubiera estado allí. Confundida, miré las fotos, con la esperanza de encontrar a la chica en una de ellas. Parecía como si sólo tuviera diez años, más o menos, en mi cabeza, pero no había ninguna niña que se pareciera a ella, o una versión mayor de ella en el corcho. Mis hombros se hundieron mientras daba un paso atrás. Me sentí decepcionada. Algo acerca de esa chica sonriente era cálido y real, a diferencia de todos los demás. Habría estado feliz de ver que ella se encontraba en mi muro de amigos.

—Mira quién ha vuelto.

Sobresaltada por el sonido de la voz profunda, dejé caer la imagen. Agitada y desorientada, me di la vuelta.

Un chico estaba en la puerta, alto y delgado. Los claros ojos verdes se asomaban por su rubio y desordenado cabello. Había una mirada traviesa y peculiar en su rostro. Podía hacer un cálculo aproximado y decir que era mi hermano. Compartíamos algunas de las mismas características. Era Nicolás. Éramos mellizos. Al menos eso fue lo que mamá me explicó de camino a casa.

Echó la cabeza hacia atrás, mirándome con curiosidad.

—¿Vas a parar con toda esta mierda y confesarte conmigo?

Empujando la foto debajo de la cama con mis dedos, coloqué las manos húmedas en las caderas.

—¿Qué... qué quieres decir?

Entró en la habitación, deteniéndose unos metros delante de mí. Era bastante más alto que yo.

—¿Dónde has estado realmente, Lali?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? —se rió, y la piel alrededor de sus ojos se arrugó—. Vamos. ¿Qué hicieron Cande y tú en este tiempo?

—Cande ha desaparecido —murmuré, mirando hacia el suelo. En realidad no lucía como la chica que me habían mostrado. Me agaché, agarrando la imagen de debajo de la cama—. Esta es Cande, ¿verdad?

Él frunció el ceño mientras miraba la imagen.

—Sí, esa es Cande.

Rápidamente puse la foto en la mesita de noche.

—No sé dónde está.

—Tengo teorías.

Eso despertó mi interés, y me mecí sobre mis talones.

—¿En serio?

Nico se dejó caer en la cama y se estiró perezosamente.

—Mierda, probablemente la mataste y escondiste su cuerpo en alguna parte. —Se rió—. Esa es mi teoría principal.

La sangre se drenó de mi rostro, y me quedé sin aliento.

La sonrisa en su rostro se desvaneció mientras me miraba.

—La, estaba bromeando.

—Oh. —El dulce alivio corrió a través de mí, y me senté en el borde de la cama, mirando las uñas astilladas. En un instante todo se volvió gris y blanco. El único color era un rojo vibrante, un rojo chillón debajo de mis uñas. Suaves gemidos... alguien lloraba.

Nico me agarró del brazo.

—Oye, ¿estás bien?

Parpadeé, y la visión y el sonido se desvanecieron. Colocando las manos debajo de mis piernas, asentí.

—Sí, estoy bien.

Se sentó, mirándome.

—Mierda, no estás fingiendo.

—¿Fingiendo qué?

—Toda la cosa de la amnesia. Porque aposté a que estabas de fiesta en alguna parte, quedaste hecha polvo durante algunos días y no podías volver a casa hasta estar bien.

Maldita sea.

—¿Hacía eso a menudo?

Nico soltó una carcajada.

—Sí... esto es extraño. Definitivamente no estás fingiendo.

Ahora me sentía aún más confusa.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno, para empezar, no me has echado a tu habitación o amenazado con arruinar mi vida aún.

—¿Yo haría eso?

Me miró fijamente, con los ojos muy abiertos.

—Sí, y a veces incluso me golpeabas. Una vez te devolví el golpe, y, bueno, no salió muy bien. Papá se enojó. Mamá estaba mortificada.

Fruncí el ceño.

—Nosotros... ¿nos golpeamos?

Sacudiendo la cabeza, Nico se inclinó hacia atrás.

—Hombre, esto es extraño.

No había duda. Saqué las manos de debajo de mis piernas y suspiré.

—Volviendo a la cosa de matar a Cande y esconder su cuerpo... ¿Por qué dices eso?

—Estaba bromeando. Ustedes dos han sido las mejores amigas desde siempre. —Sonrió—. En realidad fueron más como amienemigas en el último par de años. Había una especia de rivalidad tácita. Comenzó cuando fuiste reina de la bienvenida en segundo año y ella se quedó en la corte. Al menos eso es lo que les dices a todos, pero creo que todo comenzó cuando eran estudiantes de primer año y comenzaste a salir con Pablo "el Idiota".

—¿Pablo el Idiota—Me metí un mechón de cabello detrás de la oreja—. Ese es mi novio.

—Ese es tu mundo.

Sin gustarme el sonido de eso, hice una mueca.

—No me acuerdo... de él, tampoco.

—Eso será duro para su ego. —Sonrió, como si le gustara cómo sonaba—. Sabes, esta es posiblemente la mejor cosa que te ha sucedido.

—¿Perder la memoria y no saber qué me pasó? —La ira se encendió dentro de mí, familiar y potente—. Sí, me alegro de que sea tan genial para ti.

—Eso no es lo que quiero decir. —Nico se sentó, mirándome fijamente a los ojos—. Eras horrorosa para todos los que te conocían. Y esto —hizo un gesto con la mano a mi alrededor—, es una mejora.

Ese sentimiento repulsivo estaba de vuelta, enroscándose alrededor de mis entrañas. ¿Era horrorosa? Me mordí el labio, frustrada porque no hubiera nada en mi cabeza confirmando o negando lo que dijo.

Alguien se aclaró la garganta.

Nos giramos y... wow, sólo wow. Mi mandíbula golpeó la colcha. Había un chico alto de pie en la puerta de mi dormitorio. El cabello castaño oscuro le caía sobre la frente y se enroscaba alrededor de sus oídos. Su piel era oscura, casi oliva, en comparación con mi piel más pálida, haciendo alusión a una ascendencia nativa americana o hispana. Sus pómulos eran anchos, dándole un aspecto exótico, y su mandíbula era fuerte, tirante. La camisa de manga larga que llevaba se extendía sobre sus anchos hombros y bíceps. Su cuerpo era puramente deportivo, delgado y, sin embargo, musculoso.

Una gorra de béisbol negra le colgaba de la punta de los dedos, en el olvido. Nuestros ojos se encontraron y sentí una agitación en el pecho. Sus ojos eran de un intenso azul magnético. Del color del cielo justo antes de que terminara el día y la noche tomara el control, el color del atardecer. Había claro alivio en su mirada, pero también una cautela que no entendí.

—¿Es mi novio? —le susurré, esperanzada y asustada al mismo tiempo. Si era mi novio, no tenía idea de qué hacer con él. Bueno, la tenía... De repente tuve un montón de ideas que implicaban besar, tocar y todo tipo de cosas divertidas, pero era... guapísimo, para hacerme agua la boca, y me intimidaba como el demonio.

Nico se atragantó con su risa.

El chico en la puerta miró a mi hermano y luego a mí. El calor se deslizó por mis mejillas. El alivio se encontraba todavía en sus ojos, y mis labios se dividieron en una sonrisa vacilante. Él estaba feliz de verme, pero... pero luego sus ojos se endurecieron con chispas de hielo.

—¿Novio? Sí —dijo lentamente, con una voz profunda y suave—. Ni aunque pagaras mi matrícula de Penn State el próximo año.

Sonrojada y avergonzada, me eché hacia atrás, y la pregunta salió antes de que pudiera detenerlo.

—¿Y por qué no?

Me miró como si tuviera un brazo que me sobresalía de la cabeza y se agitaba alrededor. Se volvió hacia mi hermano, con las cejas levantadas.

—Voy a estar esperando afuera.

—Claro, hombre, estaré ahí en un segundo, Pitt.

—¿Su nombre es Pitt? —le dije, cruzando los brazos.

El chico se detuvo y se dio la vuelta.

—Pitt, como de Peter Lanzani.

Oh. Eso tenía sentido. Bajé los brazos, sintiéndome unas nueve clases de estúpida.

Los ojos de Peter se estrecharon.

—¿Ella realmente no tiene ni idea de... algo?

—Sí —contestó Nico, con los labios fruncidos.

Peter se dispuso a salir de nuevo, pero se detuvo una vez más. Murmurando entre dientes, me miró.

—Me alegro de que estés bien, La.

Antes de que pudiera responder a eso, se había ido. Me volví hacia Nico.

—No le gusto.

Nico parecía querer reír de nuevo.

—Sí, no le gustas.

Una sensación extraña saltó en mi pecho.

—¿Por qué?

Levantándose de la cama, suspiró.

—No te gusta.

¿No me gustaba? ¿No tenía gusto? Era material para hacer bebés. Entonces fruncí el ceño, ¿Cómo sabía que era material para hacer bebés?

—No lo entiendo.

—Fuiste una especie de perra con él... en el último par de años.

—¿Por qué?

La expresión de su rostro me dijo que estaba cansado de la pregunta ¿por qué?

—Porque su padre es un empleado, y no eres fan de ellos... Infiernos, o se sus descendientes, o de cualquier persona que se asocie con ellos.

Dejé caer mis manos en mi regazo, insegura de cómo responder a eso. Tenía que ser una broma.

—¿Tenemos empleados?

Nico rodó los ojos.

—Papá y mamá los tienen, lo cual es gracioso porque mamá no ha trabajado un día en su vida. —Y al ver mi expresión, maldijo—. Por Dios, esto es como hablar con un niño pequeño.

La ira pinchó mi piel, y dolía.

—Lo siento. Puedes ir a hablar con Pitt, que al parecer no sufre de un coeficiente intelectual deteriorado.

El arrepentimiento brilló en sus ojos, y volvió a suspirar.

—Mira, lo siento. No quise decir eso, pero, Lali, esto es raro. Es como la invasión de los ladrones de cuerpos o algo así.

Era raro. Eché un vistazo a la puerta vacía, ansiosa e incluso un poco asustada. De repente me di cuenta de que no quería que me dejaran sola.

—¿Dónde van, chicos?

Echó un vistazo a su sudadera, con una ceja levantada.

—Tenemos la práctica de fútbol americano.

—¿Puedo ir?

Sorpresa brilló en su rostro.

—Odias ir a ver como jugamos. La única razón por la que vas es Pablo.

—¡No sé quién es Pablo! —Mis manos se convirtieron en puños inútiles—. No sé lo que aborrezco. O lo que me gusta. O qué se supone que tengo que hacer o decir. No reconozco nada de esto. Para empeorar las cosas, ahora me entero de que, al parecer, todo el mundo me odia, incluyendo mi mejor amiga, que desapareció al mismo tiempo que yo, y ni siquiera puedo recordar por qué. —Miré alrededor de la habitación, cerca de las lágrimas—. Y mi segundo nombre es Jo. ¿Quién le pone a su hijo un segundo nombre como Jo?

Nico no dijo nada durante varios segundos, y luego se arrodilló frente a mí. Era extraño que, al mirar su rostro, viera el mío, sólo que más masculino y duro, mirándome fijamente.

—La, todo va a estar bien.

Un temblor comenzó en mis labios inferiores.

—Todo el mundo sigue diciendo eso, pero, ¿y si no lo está?

Él no respondió.

Porque no estaba bien, no iba a estar bien. Me había quedado atrapada en esta vida que no recordaba, exprimida en la cáscara de esta chica... Esta Mariana Jo Esposito. Y mientras más aprendía de ella, más empezaba a odiarla.

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