No reconocí el nombre en el letrero de la calle. Nada sobre el camino rural lucía familiar o agradable. Los altos e imponentes árboles, y la hierba descuidada estrangulaban el frente de la destartalada casa. Las ventanas estaban bloqueadas con tablas.
Había un enorme agujero donde había estado la puerta delantera. Temblé, deseando estar lejos de aquí... donde fuera que aquí fuera. Caminar se sentía incluso más difícil de lo que debería ser, y tropecé en el asfalto frío, haciendo una mueca de dolor cuando la grava se clavó en mis pies.
¿Mis pies descalzos?
Me detuve y bajé la mirada. El barato esmalte de uñas de color rosa se asomaba a través de la suciedad... y la sangre. El barro había endurecido las piernas de mis pantalones, dejando los dobladillos rígidos. Tenía sentido, viendo que no usaba zapatos, pero la sangre... No entendía por qué había sangre manchando las rodillas de mis vaqueros.
Mi visión se nubló y atenuó, como si una película de color gris se hubiera dejado caer sobre mis ojos. Mientras me quedaba mirando el curtido asfalto bajo mis pies, grandes y suaves rocas sustituyeron a las pequeñas piedras. Algo oscuro y aceitoso se filtraba por las rocas, deslizándose a través de las grietas.
Aspirando un agudo jadeo, parpadeé, y la imagen se fue.
Levanté las manos temblorosas. Ellas también estaban cubiertas de suciedad y arañazos. Mis uñas estaban quebradas y ensangrentadas. Un anillo de plata, cubierto de barro, alrededor de mi pulgar. El aire se congeló en mi pecho mientras arrastraba la mirada por mis brazos. Las mangas de mi camiseta estaban arrancadas, revelando la pálida carne cubierta de moretones y heridas. Mis piernas empezaron a temblar mientras me tambaleaba hacia delante. Traté de recordar cómo había sucedido esto, pero mi cabeza se hallaba vacía, un oscuro vacío donde nada existía.
Un coche pasó, orillándose hasta detenerse a unos pocos metros delante de mí. En algún lugar en las zanjas de mi subconsciente, reconocí los destellos de las luces rojas y azules como una fuente de seguridad. Elegantemente garabateadas a lo largo del costado negro y gris del automóvil se encontraban las palabras "Departamento del Alguacil del condado de Adams".
¿Condado de Adams? Un destello de familiaridad iba y venía.
La puerta del conductor se abrió, y un comisario salió. Dijo algo a la radio en su hombro antes de mirarme.
—¿Señorita? —Comenzó a caminar alrededor del automóvil, dando pasos tentativos. Lucía joven para ser un comisario. Apenas salido del bachillerato y capaz de cargar un arma parecía mal de algún modo. ¿Yo estaba en bachillerato? No lo sabía—. Hemos recibido algunas llamadas en el departamento concerniéndola —dijo suavemente—. ¿Está bien?
Traté de responder, pero sólo salió un ronco chirrido. Aclarándome la garganta, hice una mueca de dolor cuando el movimiento rasguñó y estiró.
—No... No lo sé.
—De acuerdo. —El comisario levantó las manos en lo que se acercaba a mí, como si yo fuera un ciervo asustadizo a punto de escapar—. Mi nombre es Comisario Rhode. Estoy aquí para ayudarla. ¿Sabe qué está haciendo aquí?
—No. —Unos nudos se formaron en mi estómago. Ni siquiera sabía dónde era aquí.
Forzó una sonrisa.
—¿Cómo se llama?
¿Mi nombre? Todos sabían su nombre, y mientras me quedaba mirando al comisario, no pude contestar a su pregunta. Los nudos comenzaron a apretarse más.
—Yo no... No sé cuál es mi nombre.
Parpadeó y la sonrisa desapareció completamente.
—¿No recuerda nada?
Lo intenté de nuevo, concentrándome en el espacio vacío entre mis oídos. Así era como se sentía. Y sabía que no era bueno. Mis ojos comenzaron a lagrimear.
—Señorita, está bien. Nosotros conseguiremos resolverlo. —Extendió la mano lentamente, apoderándose de mi brazo—. Conseguiremos arreglar esto.
El Comisario Rhode me llevó a la parte trasera de su patrulla. No quería sentarme detrás del plexiglás porque sabía que no era bueno. Sólo la gente mala se sentaba detrás del vidrio en las patrullas de la policía. Quería oponerme, pero antes de que pudiera decir algo, me colocó en el asiento y me envolvió en una manta gruesa alrededor de los hombros.
Antes de que me encerrara en la parte equivocada del auto, se arrodilló y sonrió tranquilizadoramente.
—Todo va a estar bien.
Pero yo sabía que mentía, tratando de hacerme sentir mejor. No funcionó. ¿Cómo podía estar bien cuando no sabía ni mi propio nombre?
No sabía mi nombre, pero sabía que odiaba los hospitales. Eran fríos y estériles, con olor a desinfectante y desesperación. El comisario Rhode me dejó una vez que los médicos comenzaron una serie de pruebas. Mis pupilas fueron revisadas, se realizaron radiografías, y mi sangre fue tomada. Las enfermeras me vendaron un costado de la cabeza y limpiaron las numerosas heridas. Me dieron una habitación privada, enganchándome a una vía intravenosa que bombeaba "fluidos que te van a ayudar a sentirte mejor" en mí, y se fueron,
Una enfermera eventualmente entró rodando un carrito cargado con un set de instrumentos de aspectos siniestros y una cámara. ¿Por qué había una cámara?
Empaquetó silenciosamente mi ropa después de darme una áspera bata de hospital para cambiarme. Sonrió cuando me miró, igual que como lo hizo el comisario. Falso y bien practicado.
Había aprendido que no me gustaba ese tipo de sonrisas. Me daban escalofríos.
—Tenemos que hacer algunas pruebas más en ti, mientras los rayos X se están verificando, cariño. —Empujó suavemente mis hombros hacia el duro colchón—. También tenemos que tomar algunas fotos de tus lesiones.
Mirando el techo blanco, encontré difícil tomar suficiente aire en mis pulmones. Fue incluso peor cuando me hizo moverme a un lado. Una oleada de vergüenza me impactó. Esto es tan incómodo. Se me cortó la respiración. Ese pensamiento no era de ahora, sino de antes... ¿antes de qué?
—Relájate, cariño. —La enfermera se movió a un costado del carrito—. La policía está contactando a los condados vecinos para ver los reportes de personas desaparecidas. Van a encontrar a tu familia pronto. —Cogió algo largo y delgado que brillaba bajo la brillante e impersonal luz.
Después de un par de minutos, las lágrimas mancharon mis mejillas. La enfermera parecía acostumbrada porque hizo lo suyo y se fue sin decir ni una palabra. Me acurruqué debajo de la delgada sábana, tirando de mis rodillas hacia mi pecho. Así me quedé, con mis pensamientos vacíos, hasta que me quedé dormida.
Soñé que caía... cayendo sin cesar en la oscuridad, una y otra vez. Hubo gritos —sonidos estridentes que erizaron los pequeños vellos de mi cuerpo— y luego nada salvo un suave y arrullador sonido que encontré reconfortante.
Al despertar a la mañana siguiente, decidí empezar poco a poco. ¿Cuál era mi nombre? Tenía que tener uno, pero no había nada a lo que pudiera aferrarme. Rodando sobre la espalda, grité cuando la intravenosa tiró de mi mano. A mi lado había un vaso plástico con agua. Me senté lentamente y agarré el vaso. Este tembló en mi mano, derramando agua sobre la sábana.
Agua... había algo en el agua. Oscura y aceitosa agua.
La puerta se abrió y entró la enfermera con el doctor que me examinó la noche anterior. Me gustaba. Su sonrisa era genuina, paternal.
—¿Te acuerdas de mi nombre? —Cuando no respondí de inmediato, su sonrisa vaciló—. Soy el Dr. Weston. Sólo quiero hacerte unas cuantas preguntas.
Hizo la misma pregunta que los demás. ¿Cuál era mi nombre? ¿Sabía cómo había llegado al camino o qué hacía antes de que el comisario me recogiera? La respuesta a todas sus preguntas era la misma: no.
Pero cuando se movió a otras preguntas, tenía respuestas.
—¿Has leído alguna vez Matar a un Ruiseñor?
Mis labios secos agrietados dolieron cuando sonreí. ¡Sabía esa respuesta!
—Sí, es sobre la injusticia racial y diferentes tipos de valor.
El Dr. Weston asintió con aprobación.
—Bien. ¿Sabes qué año es?
Arqueé una ceja.
—Es 2014.
—¿Sabes en qué mes estamos? —Cuando no respondí inmediatamente, su sonrisa se desvaneció.
—Estamos en marzo. —Me humedecí los labios, comenzando a ponerme nerviosa—. Pero no sé que día.
—Hoy es doce de marzo. Es miércoles. ¿Cuál es el último día que recuerdas?
Tomé el borde de la sábana y lancé una suposición.
—¿Martes?
Los labios del Dr. Weston se curvaron en una sonrisa una vez más.
—Tiene que ser más tiempo que ese. Estabas deshidratada cuando te trajeron aquí. ¿Puedes intentarlo de nuevo?
Podría, pero... ¿cuál sería el punto?
—No lo sé.
Hizo algunas preguntas más y luego una auxiliar me trajo la comida; descubrí que odiaba el puré de papas. Arrastrando la intravenosa detrás de mí como equipaje, me quedé mirando a una extraña en el espejo.
Nunca antes había visto su cara.
Pero era la mía. Me incliné hacia adelante, inspeccionando el reflejo. Cabello cobrizo colgaba alrededor de una ligeramente aguda barbilla. Mis pómulos eran grandes y mis ojos eran una mezcla entre marrón y verde. Tenía una nariz pequeña. Esa era una buena noticia. Y supuse que estaría bien, si no fuera por el hematoma púrpura extendiéndose desde la coronilla y cubriendo todo el ojo derecho. La piel lucía arañada en la barbilla, como una mancha gigante de frambuesa.
Me aparté del lavabo, tirando de mi intravenosa de nuevo hacia la pequeña habitación. Voces al otro lado de la puerta cerrada detuvieron mis intentos de volver a la cama.
—¿Qué quieres decir con que no recuerda nada? —demandó la fina voz de una mujer.
—Tiene una compleja conmoción cerebral, la cual ha afectado su memoria —explicaba pacientemente el Dr. Weston—. La pérdida de la memoria debería ser temporal, pero...
—Pero, ¿qué, doctor? —preguntó un hombre.
Ante el sonido de la voz de los extraños, una conversación flotó fuera de los nublados escondites de mis pensamientos, como un programa de televisión distante que se podía oír pero no ver.
—Realmente me gustaría que no pasara tanto tiempo con esa chica. No es nada más que problemas, y no me gusta la forma en que actúa a su alrededor.
Esta era su voz —la del hombre afuera— pero no reconocí el tenor y no había nada más asociado a ella.
—La pérdida de memoria podría ser permanente. Estas cosas son difíciles de predecir. En este momento, simplemente no lo sabemos. —El Dr. Weston se aclaró la garganta—. La buena noticia es que el resto de sus heridas son superficiales. Y por lo que pudimos concluir de los exámenes adicionales, no fue asaltada.
—Oh, Dios mío —chilló la mujer—. ¿Asaltada? ¿Cómo en...?
—Majo, el doctor dijo que no fue asaltada. Necesitas calmarte.
—Tengo derecho a estar alterada —le espetó—. Carlos, ha estado desaparecida durante cuatro días.
—Los chicos del condado la recogieron en las afuera del Bosque Estatal de Michaux. —El Dr. Weston hizo una pausa—. ¿Sabes por qué estaría allí?
—Tenemos una casa de verano ahí, pero no se ha abierto desde septiembre. Y comprobamos allí. ¿Cierto, Carlos?
—Pero ella está bien, ¿no? —preguntó el hombre—. ¿Es solo su memoria la que está dando problemas?
—Sí, pero no es un simple caso de amnesia —dijo el doctor.
Me alejé de la puerta y subí a la cama. Mi corazón latía con fuerza de nuevo. ¿Quiénes eran estas personas, y por qué estaban aquí? Tiré de la sábana hasta mis hombros. Atrapé fragmentos de lo que el doctor decía. Algo acerca de sufrir una extrema conmoción combinada con deshidratación y la conmoción cerebral —una tormenta médica perfecta, donde mi cerebro se había disociado de mi identidad personal. Sonaba complicado.
—No entiendo —le oí decir a la mujer.
—Es como escribir algo en su computadora y luego guardar el archivo, pero no puede recordar dónde lo guardó —explicó el doctor—. El archivo está ahí, pero sólo tiene que encontrarlo. Todavía tiene sus recuerdos personales. Están ahí, pero no puede acceder a ellos. Puede que nunca los encuentre.
Me senté de nuevo, consternada. ¿Dónde puse el archivo?
Entonces la puerta se abrió de golpe y me eché hacia atrás cuando esta mujer —esta fuerza a tener en cuenta— irrumpió en mi habitación. Su cabello estaba teñido de un castaño rojizo, peinado en un moño, exponiendo un anguloso pero hermoso rostro.
Se detuvo completamente, sus ojos lanzándose sobre mí.
—Oh, Mariana...
La miré fijamente. ¿Mariana? El nombre no me provocó nada. Miré al doctor. Asintió tranquilizadoramente. Ma-ria-na... Nop, todavía nada.
La mujer se acercó. No había ni una sola arruga en sus pantalones de lino o su blusa blanca. Brazaletes de oro colgaban de cada una de sus muñecas delgadas, y extendió la mano, envolviendo sus brazos alrededor de mí. Olía a fresa.
—Cariño —dijo, su mano tocando mi cabello mientras me miraba a los ojos—. Dios, estoy tan feliz de que estés bien.
Me aparté, poniendo los brazos a mis costados.
La mujer miró por encima de su hombro. El extraño hombre se veía pálido, temblando. Su cabello oscuro era un desastre. Una espesa barba cubría su hermoso rostro. Comparado con esta mujer, era un desastre apenas contenido. Me quedé mirándolo hasta que se dio la vuelta, pasándose una temblorosa mano por la mejilla.
El Dr. Weston se puso a un costado de la cama.
—Esta en Majo Esposito... tu madre. Y este es Carlos Esposito, tu padre.
Una presión comenzó a construirse en mi pecho.
—Mi...¿Mi nombre es Mariana?
—Sí —respondió la mujer—. Mariana Jo Esposito.
¿Mi segundo nombre era Jo? ¿En serio? Mi mirada se lanzó entre las personas. Aspiré profundamente, pero el aliento se atascó.
Majo, mi madre —quien quiera que fuera— se puso una mano en la boca mientras miraba al hombre desastroso, quien aparentemente era mi padre. Luego su mirada se posó en mí.
—¿De verdad no nos reconoces?
Negué con la cabeza.
—No. Yo... lo siento.
Se puso de pie, alejándose de la cama mientras miraba al Dr. Weston.
—¿Cómo puede no conocernos?
—Sra. Esposito, sólo tiene que darle un poco de tiempo. —Luego me dijo—: Lo estás haciendo genial.
No parecía de esa manera.
Se volvió hacia ellos, mis padres.
—Queremos mantenerla en observación durante un día más. En este momento necesita mucho reposo y tranquilidad.
Miré al hombre de nuevo. Él me miraba, luciendo algo aturdido. Papá. Padre. Un completo extraño.
—¿Cree de verdad que esto podría ser permanente? —preguntó el hombre, frotándose la barbilla.
—Es demasiado pronto para decirlo —respondió el Dr. Weston—. Pero es joven y saludable, por lo que el panorama es excelente. —Empezó a salir de la habitación, deteniéndose junto a la puerta—. Recuerde, tiene que tomarlo con calma.
Mi madre volvió hacia la cama, reuniendo visiblemente su compostura cuando se sentó en el borde y tomó mi mano. Le dio la vuelta, pasando los dedos por mi muñeca.
—Recuerdo la primera vez y última vez que tuvimos que llevarte al hospital. Tenías diez años. ¿Ves esto?
Miré mi muñeca. Había una tenue cicatriz blanca pasando justo debajo de la palma de mi mano. Eh. No noté eso antes.
—Te rompiste la muñeca durante una práctica de gimnasia. —Tragó duro, levantando la mirada. Nada sobre sus ojos color avellana, los cuales eran como los míos, o los labios perfectamente pintados desencadenó algo dentro de mí. Sólo había un gran agujero vacío donde deberían haber estado todos mis recuerdo, mis emociones—. Fue una bastante mala. Hubo que hacer una cirugía. Nos dio un susto de muerte.
—Estabas presumiendo en las barras de equilibrio —añadió mi padre ásperamente—. El instructor te dijo que no hicieras... ¿qué era eso?
—Un back handspring —dijo mi madre en voz baja, manteniendo su mirada en mi dirección.
—Sí. —Él asintió—. Pero lo hiciste de todos modos —dijo, encontrándose con mi mirada entonces—. Ángel, ¿no recuerdas nada?
Una pesadez rebotó de mi pecho hacia mi estómago.
—Quiero recordar... en serio, lo hago. Pero yo... —Mi voz se quebró. Saqué mi mano libre, sosteniéndola contra mi pecho—. No recuerdo.
Mi mamá forzó una sonrisa, juntando las manos sobre su regazo.
—Está bien. Nicolás ha estado muy preocupado. Tu hermano —añadió cuando vio mi mirada en blanco—. Está en casa ahora mismo.
¿Tenía un hermano?
—Y todos tus amigos han estado ayudando con los grupos de búsqueda, colgando volantes y sosteniendo velas en vigilias —continuó—. ¿No es cierto, Carlos?
Mi padre asintió, pero la expresión de su rostro decía que se hallaba miles de kilómetros de aquí. Tal vez estaba donde fuera que Mariana Jo se encontrara.
—Pablo ha estado fuera de sí, pasando día y noche buscándote. —Echó hacia atrás un mechón de cabello que se había escapado de su moño—. Quería venir con nosotros, pero pensamos que sería mejor si se mantenía al margen.
Fruncí el ceño.
—¿Pablo?
Mi padre se aclaró la garganta, reconcentrándose en nosotras.
—Pablo Martínez. Tu novio, Ángel.
—¿Mi novio? —Oh, dulce bebé Jesús. Padres. Hermano. ¿Y ahora un novio?
Mi madre asintió.
—Sí. Han estado juntos desde, bueno, siempre, me parece. Estás planeando ir a Yale en el otoño con Pablo, como sus padres.
—Yale —susurré. Sabía lo que era Yale—. Eso suena bien.
Ella le lanzó una mirada suplicante a mi padre. Dio un paso adelante, pero dos comisarios entraron en la habitación. Mi madre se puso de pie, alisando sus pantalones.
—¿Caballeros?
Reconocí al Comisario Rhode, pero el oficial más viejo era nuevo para mí. No era una gran sorpresa. Dio un paso adelante, asintiendo en dirección a mis padres.
—Tenemos que hacerle a Mariana algunas preguntas.
—¿No puede esperar? —preguntó mi padre, de repente saliendo de su postura desgarbada. Con un aire de autoridad inconfundible que lo rodeaba—. Estoy seguro de que habrá un mejor momento.
El oficial más viejo sonrió forzadamente.
—Estamos felices de que su hija parece estar en una sola pieza, pero, por desgracia, hay otra familia que todavía está esperando noticias de su hija.
Me senté más erguida, mirando entre mis padres.
—¿Qué?
Mi madre vino a mi lado, tomando mi mano una vez más.
—Están hablando de Candela, cariño.
—¿Candela?
Ella sonrió, pero parecía más como una mueca.
—Candela Vetrano es tu mejor amiga. Desapareció contigo.
Uhhhh q paso con lali?
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