Capítulo 5:
La
casa olía a canela, a nata, a chocolate… En la televisión cantaban un
villancico y Bruno estaba subido en la mesa de la cocina, echando azúcar sobre
unas galletas recién hechas.
Su
falta de coordinación hacía que pareciesen recién salidas de una guerra de
bolas de nieve, pero Mariana empezaba a darse cuenta de que la perfección no
siempre estaba en las apariencias. Todo lo contrario. La perfección estaba en
la sonrisa alegre de aquel niño, al que cada día quería más.
—¿Ya
están todas? —preguntó Tomy, metiéndose una galleta en la boca.
—No
las comas, bobo. Están calientes.
—A
mí me gustan así —dijo él, con la boca llena—. Pero tienes que hacer galletas
con forma de niña.
—¿Cómo?
—Estas
tienen forma de niño. Hay que hacer galletas con forma de niña por si acaso los
niños se ponen cachondos.
Mariana se quedó paralizada.
—¿Qué?
—No
está bien que sean todo niños. Es como nosotros en la granja… yo, papá, el
abuelo. Cuando somos todo chicos no es divertido. Nos ponemos un poco
cachondos.
—¿Cachondos?
—repitió ella, intentando disimular los nervios—. ¿Dónde has aprendido esa
palabra?
—Me
la ha enseñado Cristóbal. Dice que, cuando su padre se va de viaje de negocios,
se pone cachondo porque echa de menos a su madre.
—¿Y
qué crees que significa esa palabra?
Tomy levantó los ojos al cielo.
—Pues
que te sientes solo —contestó, sin dejar de echar azúcar a las saturadas
galletas—. Yo creo que mi padre está cachondo. Por eso me alegro de que estés
aquí.
Mariana
se sujetó a una silla para no caer al suelo. Sin experiencia con niños, no
sabía muy bien qué hacer. ¿Debía explicarle lo que significaba esa palabra o
preservar su inocencia? Al final, decidió que esa era misión de su padre.
—Ya,
bueno…
—¿Tú
estás cachonda?
—¡No!
No, claro que no.
—Ah,
entonces debe pasarle solo a los chicos —murmuró Tomy—. Podrías llevarle unas
galletas a mi padre. No ha cenado, así que debe tener hambre.
Mariana consideró la sugerencia un momento. Peter probablemente tendría hambre y las galletas serían como una ramita de olivo. Además, si iban a estar juntos dos semanas, lo mejor sería llevarse bien.
—Tienes
razón —murmuró—. ¿Por qué no terminas de hacer los deberes? Después, date un
baño y quítate el azúcar del pelo. Dile a tu abuelo que te ayude, está en el
estudio viendo la televisión.
—Muy
bien —sonrió el niño—. Y no te olvides del café. A mi padre le gusta mucho el
café. Con dos de azúcar y… ¿podrías quitarte el lazo del pelo?
Ella se quitó el lazo que sujetaba su coleta.
—¿Por
qué?
—No,
por nada. Es que así estás más guapa —contestó Tomy.
Un segundo después, había desaparecido silbando por el pasillo.
Mariana
colocó varias galletas en un plato, llenó un termo de café y se puso el
chaquetón. Cuando entró en el establo, miró a un lado y otro del pasillo, pero
no parecía estar en ninguna parte. Iba a darse la vuelta cuando apareció Peter,
despeinado y con la camisa desabrochada. Sus antebrazos brillaban, sudorosos.
—Hola.
—Te
he traído un poco de café y unas galletas. Bruno me ha ayudado a hacerlas.
Peter se quitó los guantes.
—Gracias
—dijo, sentándose en una bala de heno.
Ella se frotó las manos, nerviosa.
—Bueno,
tengo que irme. Debo…
—Quédate
un rato, por favor.
—De
acuerdo. ¿Por qué no has ido a casa a cenar?
—Pensé
que preferirías no verme.
—Es
tu casa, Peter. Yo solo soy una invitada.
—Entonces,
dime, ¿qué debemos hacer? —suspiró él.
Mariana miró las balas de heno. Mejor eso que mirar aquel torso desnudo, con una fina capa de vello oscuro desde las clavículas hasta… perderse bajo el botón del pantalón.
—Yo
creo que podríamos ser amigos. Voy a estar aquí hasta Navidad y, si piensas
evitarme, vas a tener que pasar mucho tiempo en el establo.
—Aquí
no se está tan mal. Tengo muchas cosas que hacer. Y aunque me encantan mis
caballos, no siento la tentación de besarlos.
Mariana sonrió.
—Ya
me imagino.
—Las
galletas están buenísimas. ¿Hay más?
—Sí,
en la cocina. ¿Qué haces aquí tantas horas?
—¿De
verdad quieres saberlo? No pensaba que pudiera interesarte una granja… después
de tu experiencia con la pedicura de Stony Creek.
—Una
vez que te acostumbras al olor, no está tan mal. Y ahora llevo un par de botas
a prueba de estiércol. Aunque en este sitio haría falta un poco de popurrí.
—¿Popurrí?
—Es
una mezcla de diferentes flores y hierbas. Se pone en bolsitas y le da un olor
muy agradable a las habitaciones. Y también puede guardarse en el cajón de la
lencería.
—Ah,
claro. Siempre he pensado que el cajón de mis calzoncillos necesitaba un poco
de… ¿cómo se llama?
—Popurrí,
tonto —rió Mariana—. También puede hacerse con ramas de árbol o con canela.
—Sí,
eso sería estupendo. Un establo con olor a canela… Los caballos se comerían las
bolsitas.
La alegró que Peter bromease. Quizá podrían ser amigos después de todo.
—¿Quieres
que te enseñe el establo? —preguntó él entonces—. El primer día no pude
enseñarte mucho.
Mariana asintió y Peter alargó la mano para tomar la suya, pero después pareció pensárselo mejor. Era preferible que no se tocasen.
Uno
al lado del otro, caminaron por el pasillo flanqueado por cajones mientras le
presentaba a sus caballos. Mariana se subió a un escaloncito para admirar a un
animal marrón con cara de bueno, al contrario que el malvado Scirocco.
—¿Cómo
se llama?
—Jade.
Es una yegua. Todos nuestros caballos tienen un apodo, en general un nombre de
gema o de flor.
—Tomy acaba de quejarse porque en la granja no hay chicas. Se le olvidaron las
yeguas.
—¿Se
ha quejado?
—Sí.
Y, por cierto, explícale lo que significa la palabra «cachondo». El pobre cree
que significa solitario.
Peter la miró con los ojos como platos.
—¿De
qué cosas hablan mientras haces galletas?
—Eso
queda entre nosotros —suspiró Mariana—. ¿Jade va a tener un bebé?
—Un
potrillo, sí.
—¿Quién
la ayuda, un veterinario?
—Las
yeguas lo hacen solas. Aunque a veces necesitan mi ayuda o la del veterinario.
Espero que lo tenga antes del uno de enero.
—¿Por
qué?
—Si
nace antes del uno de enero, será considerado como un potro de dos años en la
subasta del año que viene.
—¿Y
de todo esto se encargan tu padre y tú?
—Un
par de estudiantes vienen a ayudarnos los fines de semana. Además, si te gusta,
no es un trabajo duro.
—Sí,
claro.
Mariana
iba a bajarse del escaloncito, pero se le enganchó la suela de la bota y Peter
la sujetó por la cintura. Pero no se apartó una vez que la dejó en el suelo. Lo
que hizo fue deslizar suavemente las manos por su espalda… haciéndola sentir un
escalofrío.
Fue
ella quien rompió el hechizo. Ella quien dio un paso atrás.
—Tengo
que limpiar la cocina. Dejaré unas galletas en la mesa para ti.
Peter asintió.
—Supongo
que nos veremos mañana.
—Mañana,
claro —murmuró Mariana.
Con el pulso acelerado, se dio la vuelta y prácticamente corrió hacia la casa.
Podía sentir el calor de las manos de Peter Lanzani en su cintura, como si siguiera tocándola…
«Si
esto es lo que unas simples galletas y una taza de café le hacen a este hombre,
será mejor que no le ofrezca mi famosa tarta de nata».
Peter
entró por la puerta trasera quitándose la nieve de las botas. Estaba a punto de
hacer algo que no había hecho desde la partida de Candela y que a Tomy le
hacía mucha ilusión: dar un paseo en trineo.
Juan y él habían estado todo el día limpiando los asientos de cuero del
viejo trineo y cepillando a Daisy hasta que su piel brillaba como el
cobre.
En
la cocina lo recibió un delicioso olor a galletas, como siempre. Mariana
Espósito había convertido su casa en una vitrina de Navidad, llena de preciosos
adornos, luces, velas y flores. Aun así, los camiones del centro comercial seguían
llevando bolsas todos los días.
Y
su hijo estaba encantado.
Encontró
a Mariana cocinando, como siempre.
—¿Qué
haces? —preguntó, mientras se lavaba las manos en el fregadero.
—Pastel
de ciruelas. Mira, he encontrado este molde en el armario. Debe tener unos cien
años… Un coleccionista pagaría una cantidad exorbitante por algo así.
—En
la casa hay muchas cosas que usaba mi bisabuela. Deberías ver el ático.
—Este
es un molde inglés, especial para el pastel de ciruelas.
—¿Y
de dónde has sacado las ciruelas? —preguntó Peter.
Mariana lo miró entonces como si acabara de darse cuenta de que estaba en la cocina. A veces se concentraba tanto en su trabajo, que perdía el contacto con la realidad.
—No
hay ciruelas en el pastel de ciruelas. Es un pastel que se hace con higos y
pasas, y solo se come el día de Navidad.
—¿Y
por qué se llama pastel de ciruelas?
—Ni
idea.
—¿Y
por qué lo haces ahora si vamos a comerlo el día de Navidad?
—Porque
hay que guardarlo envuelto en un paño empapado en coñac hasta ese día. Luego se
calienta y se echa canela por encima.
—No
sé, no sé… ¿no estará duro?
—Te
garantizo que estará riquísimo.
—Entonces,
¿vas a quedarte también el día de Navidad? —preguntó Peter, sin mirarla.
—Mi
contrato exige que me quede a menos que tú no quieras, claro.
—No,
no. Por mí puedes quedarte —dijo él. Después permaneció en silencio unos
segundos, incómodo—. Tendrás que ponerte un abrigo grueso. Hace mucho frío.
—¿Un
abrigo grueso? ¿Dónde vamos? —preguntó Mariana.
—¿No
te lo ha dicho Tomy?
—No.
—Vamos
a dar un paseo en trineo en cuanto vuelva del colegio.
—¡En
trineo!
—Daisy
ya está preparada. Además, esta noche hay luna llena, así que podremos ver el
paisaje.
—¡Qué
maravilla! —exclamó ella.
Estaba colorada por el calor de la cocina y llevaba el pelo sujeto en un moño del que caían varios mechones. Era la mujer más hermosa que había visto en toda su vida.
En
ese momento, Peter oyó la puerta y los pasos de Tomy por el pasillo
arrastrando la mochila.
—Hola,
papá. Hola, Lali.
—Hola,
hijo. ¿Nos vamos a dar una vuelta en trineo?
Tomy miró a su padre y luego a Lali.
—No
puedo, papá. Cristóbal quiere que lo ayude con las tareas de ciencias. Voy a
cenar en su casa.
Peter
observó a su hijo. Tenía la impresión de que estaba mintiendo. Sonreía
tímidamente, como cuando llevaba una nota de su profesora diciendo que hablaba
mucho en clase.
—¿Seguro
que no quieres venir? Pensé que te hacía mucha ilusión.
—No
es que no quiera ir, es que no puedo. Cristóbal no sabe nada de ciencias y
tengo que ayudarlo. ¿Por qué no vas con Lali? —preguntó el niño, poniendo cara
de inocente.
Peter
entendió entonces lo que estaba pasando. Y su corazón dio un vuelco. Debería
haber esperado aquello. Era imposible que Tomy no viese a Mariana como una
madre en potencia. Era una mujer inteligente, guapa, tierna… todo lo que un
niño como él querría en su vida.
Pero
no debía hacerse ilusiones. Había tardado un año en superar la deserción de su
madre y Peter no quería que volviese a pasar por eso.
—Muy
bien. Iremos otro día.
—¡No!
—gritó Tomy—. Quiero decir que hoy es un día perfecto. ¿Y si se derrite la
nieve?
—La
nieve no va a derretirse, hijo.
—Sí,
bueno, nunca se sabe…
Entonces oyeron una bocina.
—Es
la madre de Cristóbal. Tengo que irme —dijo el niño, corriendo por el pasillo.
—¡Dile
que te traiga a casa antes de las nueve! —gritó Peter.
—Chau
papá. Chau Mariana. ¡Que la pasen bien!
Cerró de un portazo y Peter se apoyó en la mesa, con los brazos cruzados.
—¿Quieres
que vayamos de todas formas?
—Sí,
¿por qué no? Yo ya he terminado mis deberes —sonrió Mariana.
—Entonces,
ponte los guantes y vámonos.
—Espera.
Voy a echar chocolate caliente en un termo.
—Muy
bien. Nos vemos en el establo —dijo Peter—. No tardes.
Salió de la casa silbando una alegre versión de Jingle Bells y encontró a Juan ajustando los arneses de Daisy.
—¿Dónde
están Lali y Tomy?
—Tomy tenía que ayudar a Cristóbal con los deberes y Mariana vendrá enseguida.
Su padre levantó una ceja.
—¿Tomy no va con ustedes?
—No.
¿Quieres venir tú como carabina?
Juan soltó una carcajada.
—¿Quieres
que vaya? Si te da miedo estar solo con Mariana…
—No
le tengo miedo —lo interrumpió Peter—. Nos llevamos muy bien ahora que hemos
llegado a un acuerdo.
—¿Ah,
sí? ¿Un acuerdo para fingir que no sientes nada por ella? Eso es lo más tonto
que he oído en mi vida.
—Eso
es lo que Mariana quiere.
—Eso
es lo que dice que quiere, hijo. A veces las mujeres dicen una cosa y quieren
decir otra, ¿es que no lo sabes?
—Lo
único que sé es que no voy a besarla… a menos que ella me lo pida. Y no espero
que lo haga, la verdad.
Su padre sacudió la cabeza.
—Esconderte
en esta granja durante dos años no te ha servido para nada. Si de verdad te
gusta, díselo. Tarde o temprano, ella te dirá que siente lo mismo que tú.
—¿Y
qué es lo que siento?
—Sospecho
que estás enamorado, hijo. Pero aún no te has dado cuenta —sonrió Juan, dándole
un golpecito en el hombro.
—Pero
si apenas la conozco… —protestó Peter.
—Los
Lanzani no necesitamos mucho tiempo. Así fue con tu bisabuelo, con tu abuelo y
conmigo. Cuando vemos una chica que nos gusta, arreglamos el asunto
rápidamente.
—Pero
mira lo que pasó con Candela… Me casé con ella unos meses después de conocerla
y fue un desastre.
—Eso
era predecible. Tardaste demasiado tiempo en tomar una decisión… tres meses.
Estaba cantado desde el principio.
Peter
murmuró una maldición cuando su padre salió del establo. Aunque intentaba
ocupar sus pensamientos con los preparativos para el paseo, no podía dejar de
recordar sus palabras. ¿De verdad estaba enamorado de Mariana Espósito? Era
imposible. No podía enamorarse en una semana.
Nervioso,
se pasó una mano por el pelo. A solas con Mariana, envueltos en una manta en la
oscuridad… Aquel era un paseo para amantes.
—Quizá
no ha sido buena idea —murmuró.
Mariana
se animó cuando el trineo se puso en marcha. Los cascabeles de la yegua y el
ruido sordo de sus cascos sobre la nieve eran una melodía agradable bajo la luz
de la luna.
Tenía
la nariz helada, pero el resto de su cuerpo estaba cubierto por la manta. Y Peter
le daba calor.
Deslizándose
por la blanca pradera sentía el espíritu de las fiestas como cuando era una
niña. Poco después llegaron cerca de un río que no se había helado y cuyas
aguas saltaban cantarinas sobre las rocas cubiertas de nieve, como en una
antigua postal de Navidad.
—Parece
un sueño.
—Es
verdad. Y cada estación trae algo nuevo. Al otro lado del río hay un huerto al
que yo iba de pequeño para robar melocotones. Y mi madre me hacía una tarta
deliciosa con ellos.
—¿Bruno
también roba melocotones?
—No.
Ni mi padre ni yo sabemos hacer tarta de melocotón.
Mariana dejó escapar un suspiro.
—Yo
podría volver un fin de semana. Nunca la he hecho, pero seguro que me sale
bien.
—¿Lo
harías? —preguntó Peter, mirándola fijamente, como si quisiera leer sus
pensamientos.
—Claro
que sí. ¿Por qué no?
—Pensaba
que volverías a la ciudad y te olvidarías de nosotros para siempre.
Ella se puso colorada.
—No
creo que pueda olvidar este sitio. Me ha devuelto la Navidad, ¿sabes? Durante
los últimos dos años ya casi había perdido el espíritu navideño con tanto
trabajo, tantas decoraciones… Además, mis padres viven en Florida y ya no las
pasamos juntos, así que para mí se han convertido en unas fiestas tristes.
—A
mí me pasa igual. Intento entusiasmarme por Tomy, pero la navidad solo me trae
malos recuerdos.
—Pero
estas son diferentes —sonrió Mariana.
—¿Por
qué?
—Porque
me siento feliz.
Peter estaba mirándola a los ojos y en su expresión había algo que la asustó.
—Yo
también me siento feliz —murmuró, apartando un mechón de pelo de su cara.
Mariana no necesitaba preguntar cuál era la causa de su felicidad. Estaba en su expresión, en su sonrisa, en el brillo de sus ojos.
Si
la hubiera besado en aquel momento, no habría opuesto resistencia. Quería que
la besase.
¿Por
qué no lo hacía? Estaba poniéndoselo fácil. Pero no pensaba suplicarle, eso
desde luego que no.
—Vámonos
—dijo en voz baja.
Peter levantó una ceja.
—¿Quieres
conducir tú?
Mariana tomó las riendas. Si quería que ella controlase, lo haría.
—Muy
bien. Esto no parece tan difícil. No hay marchas… ¿Qué tengo que hacer?
Él le pasó un brazo por los hombros.
—Sujetar
las riendas firmemente, pero sin tirar. Daisy debe saber que tú mandas.
—Muy
bien. ¡Vamos, Daisy!
La
yegua empezó a moverse y Mariana intentó concentrarse en el camino. Pero no
podía dejar de notar el brazo de Peter sobre sus hombros, el calor de su cuerpo
tan pegado a ella, el olor de su colonia… Nunca había conocido a un hombre que
oliese tan bien como Peter Lanzani.
Mientras
se deslizaban por la nieve recordó sus anchos hombros, sus largas piernas, la
estrecha cintura, el vello suave que cubría su torso. Pieza a pieza, iba
quitándole la ropa hasta que…
—¿Cómo
se para esto? —preguntó, con voz ronca.
—¿Parar?
—¡Sí!
¿Cómo se para el trineo? Quiero parar ahora mismo.
—Tira
de las riendas —dijo Peter, sujetándolas con una mano.
Cuando el trineo se detuvo, Mariana se volvió para mirarlo.
—Peter…
—¿Quieres
volver a casa?
—No.
—¿Qué
es lo que quieres?
—Yo…
quiero que me beses —dijo ella entonces.
Hasta aquel momento había escuchado a su cabeza y no a su corazón. Pero, de repente, su corazón y su cabeza empezaban a ponerse de acuerdo.
¿Por
qué no iba a tener lo que quería? Había pasado toda su carrera planeando el
futuro. Era el momento de vivir un poco.
—No
voy a pedírtelo otra vez. Así que, si quieres besarme, hazlo ahora o perderás
la oportunidad.
Peter sonrió.
—¿Crees
que quiero besarte?
—¿No
quieres?
Él se encogió de hombros.
—No
estoy seguro. No lo había pensado, la verdad.
Mariana apretó los labios, cortada. Solo quería un besito. ¿Por qué tenía que ponérselo tan difícil?
—Pues
entonces, nada. Me da igual. Solo pensaba que querías besarme.
—Es
posible que quiera —sonrió Peter, levantando su barbilla con un dedo.
—¿Es
posible?
—La
verdad es que quiero besarte. Pero quiero besarte cuando quiera y donde quiera.
Quiero abrazarte y quiero que me devuelvas los besos, que enredes los brazos
alrededor de mi cuello y me acaricies el pelo.
—Yo…
podría hacer eso —tartamudeó Mariana, mirándolo a los ojos—. Creo que sí.
—Entonces,
podríamos intentarlo, ¿no?
Mareada, esperó aquel momento exquisito cuando sus labios rozaran los suyos, cuando sintiera su lengua poseyendo su boca…
Y
ocurrió, el beso que había esperado durante toda su vida, el beso del hombre al
que había estado buscando desde que tuvo uso de razón. El beso fue creciendo en intensidad,
volviéndose apasionado, frenético casi. Peter le robaba el aliento, haciendo
que su pulso latiera cada vez más rápido.
Mariana
se sentía mareada, rara; tanto, que dejó de pensar y empezó solo a sentir.
Entonces todas sus dudas se desvanecieron. Con dedos temblorosos, apartó el
abrigo y acarició el torso masculino a través de la camisa de franela.
Pero
eso no era suficiente. Quería tocarlo, tocarlo de verdad, sentir su piel.
Desabrochó la camisa y él metió las manos por debajo de su polo… y siguieron
acariciándose hasta que parecían a punto de arrancarse la ropa el uno al otro.
Mariana
había terminado de desabrochar la camisa cuando se encontró con otra barrera:
la camiseta. Peter tiró de ella hacia arriba y, tomando sus manos, las puso
sobre su torso desnudo para que pudiera sentir los latidos de su corazón.
Después
la echó hacia atrás sobre el asiento, tirando de la manta para taparlos.
Mientras la besaba en el cuello, Mariana abrió los ojos y vio una estrella en
el cielo. Sonriendo, intentó pedir un deseo, pero supo que no deseaba nada más
que lo que tenía en aquel momento.
O
quizá quería algo más. Estar desnuda con él debajo de las sábanas, el peso de Peter
sobre su cuerpo… un deseo tan intenso, que nada lo satisfaría más que el último
acto de pasión. Aunque eso no ocurriría aquella noche, supo que ocurriría
pronto.
Había
dado el primer paso y nada podría evitar lo inevitable. Pero no tenía miedo.
Aunque se separasen el día de Navidad, siempre recordaría unas navidades
perfectas con Peter Lanzani y su familia. Unas navidades llenas de alegría y de
pasión. Llenas de vida.
—Quizá
deberíamos parar un poco —murmuró entonces.
Peter se apartó, sonriendo. Estaba dispuesto a esperar hasta que ella dijera la última palabra y eso la hizo desearlo aún más.
—He
aprendido una cosa de ti, Mariana Espósito—murmuró.
—¿Qué?
—Que
cuando me ofreces comida, sería un idiota si la rechazase.
Mariana soltó una carcajada.
—¿Y
cuando te ofrezco besos?
—Si
tengo que elegir entre una cosa y otra, creo que rechazaría las galletas, los
pasteles, el pollo al vino y cualquier otro manjar. El camino para llegar a un
nombre no siempre es el estómago.
Maasss
ResponderEliminarMe encanto!!! Sigue
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