Capítulo 6:
—Un
poquito a la izquierda… no, un poquito a la derecha. Así, así… Un momento,
espera. Espera, no te muevas.
Peter
se sujetó a la escalera con una mano, en la otra la guirnalda que Mariana había
comprado para la puerta principal. Ya habían colocado otras en las ventanas y
en la puerta de atrás, pero aquella estaba siendo más difícil de lo que
esperaba. Se rascó la nariz porque el
olor a muérdago le daba alergia y, al hacerlo, perdió el equilibrio y tuvo que
soltar la guirnalda para no caer al suelo.
—¿Qué
haces? ¿Por qué la has tirado?
Peter
miró la maldita guirnalda sobre los arbustos que rodeaban la entrada.
—Yo
creo que ahí está muy bien. Además, me duelen los brazos.
Mariana
volvió a dársela, sacudiendo la cabeza.
—Tiene
que colgar igual de los dos lados. Tiene que estar…
—Perfecta,
ya lo sé —suspiró él.
—Haremos
un trato. Si la cuelgas bien, cuando bajes de la escalera seré muy, pero que
muy buena contigo.
—¿Y
lo expresarás con un beso?
—Tendrás
que esperar para verlo.
—Eres
muy mala —rió Peter.
Los
tres últimos días habían sido perfectos. Mariana siguió decorando la casa,
haciendo platos que ellos recibían prácticamente con aplausos y colocando velas
de olor por todas las habitaciones. Y
cuando terminaba el día y Tomy estaba en la cama, se sentaban frente a la
chimenea y charlaban como si se conociesen de toda la vida.
No
sabía el porqué de aquel cambio en su actitud, pero no pensaba cuestionarlo. Se
sentía como un adolescente, robándole besos cuando podía. Aunque le resultaba
difícil contenerse porque solo deseaba hacerla suya en cuerpo y alma. Pero no
quería arriesgarse a un rechazo. Una nueva traición, y no sería capaz de volver
a intentarlo.
—¡Ya
está! —gritó Mariana entonces—. Así, no te muevas.
Cuando
la guirnalda estaba, por fin, perfectamente colocada sobre la puerta, Peter
bajó de la escalera y rodeó su cintura con los brazos.
—Y
ahora, el beso.
La
besó larga, profundamente. Y cuando terminó, volvió a besarla por si acaso no
tenía oportunidad de hacerlo hasta la noche. Pero en ese momento llegaba el
autobús del colegio.
—Tomy ya está en casa.
Mariana
apretó su mano, sonriendo.
No
habían hablado sobre su relación. Aunque Peter estaba seguro de que era una
relación, hablar de ella la haría más real, más frágil.
Además,
una cosa estaba clara: debían mantenerla en secreto. Era lo mejor. No quería
que su hijo se hiciera ilusiones sobre la permanencia de Mariana.
Sabía
que ella tenía su vida en Nueva York, llena de fiestas, de teatros y amigos
sofisticados… y un prometido del que no había vuelto a hablar. Le encantaría
que se quedase, pero dejar su carrera por una granja y convertirse en madre de
un niño de siete años no sería precisamente un sueño para una mujer como ella.
Tenía
que disfrutar el tiempo que estuvieran juntos. Cuando las fiestas terminasen, Mariana
volvería a Nueva York.
—¡Papá!
Tengo que hablar contigo —dijo Tomy, arrastrando su mochila por la nieve—. En
privado.
—¿Voy
a recibir una llamada de tu profesora?
—No
es eso —murmuró el niño—. Son cosas de hombres.
Mariana
tomó la caja de herramientas.
—La
cena estará lista a las ocho —dijo, sonriendo.
—¿No
puede ser a las nueve? Mi papá y yo tenemos cosas que solucionar.
Peter
y Mariana se miraron, atónitos.
—De
acuerdo.
Cuando
ella desapareció dentro de la casa, Peter se sentó en la entrada, pero Tomy tiró de su mano.
—Tenemos
que irnos ahora mismo.
—¿Dónde?
—De
compras. Tenemos que comprar el regalo de Mariana. Va a quedarse hasta el día
de Navidad y no tenemos ningún regalo para ella. Tenemos que ir a comprarlos
ahora mismo, papá.
Tenía
razón. Conociendo a Mariana, seguro que había comprado regalos para todos…
pero, ¿qué podía comprarle a una chica que no era su novia ni su mujer y que
pronto se marcharía de allí? Tardaría tiempo en encontrar un regalo para ella.
Y tendría que ser nada menos que perfecto. Algo que dijera lo suficiente sobre
sus sentimientos, sin decir demasiado.
—Entonces
será mejor que nos pongamos en marcha.
—Solo
quedan ocho días hasta Navidad —le recordó Tomy.
Peter
abrió la puerta de la furgoneta y el niño subió de un salto.
—Tenemos
que comprarle un regalo perfecto.
—¿Perfume,
por ejemplo? ¿Un abrigo bonito? —preguntó su padre, abrochándole el cinturón de
seguridad.
—No,
tiene que ser algo especial. Si le compro un regalo especial, a lo mejor se
queda.
Peter
iba a decirle que no se hiciera ilusiones, pero la verdad era que él mismo se
las hacía, por mucho que quisiera evitarlo.
¿Habría
alguna posibilidad de que Mariana se quedase o estaba soñando despierto?
—Debemos
comprarle algo porque ha sido muy buena con todos nosotros y por haber hecho realidad
tu sueño de tener una Navidad perfecta. Pero no puedes esperar que deje su
trabajo en Nueva York para quedarse aquí, Tomy.
—Podría
ser. A lo mejor le gusta mucho vivir en una granja.
Peter
arrancó el auto, pensativo. Siempre supo que, cuando apareciese una mujer en su
vida, tendría problemas con Tomy.
—¿Te
gustaría tener una nueva mamá?
—Sé
que mamá nunca vivirá con nosotros… Y creo que tú necesitas una esposa.
—No
te preocupes por mí. Yo estoy contento con mi vida.
Estaba
nevando cuando llegaron al centro comercial. Tomy ni siquiera se paró a mirar la
vitrina, tan decidido estaba a encontrar un regalo para Mariana.
—¿Qué
habías pensado comprarle?
El
niño tomó su mano para llevarlo directamente a la sección de joyería. Allí puso
la nariz en un cristal tras el que había un montón de pendientes.
—Esos
son bonitos.
—Y
un poco caros —rió Peter.
—¿Cuánto
valen? —preguntó Tomy.
—Cien
dólares.
—Yo
tengo dos dólares y noventa céntimos —dijo el niño—. ¿Tú puedes poner el resto?
Su
padre soltó una carcajada.
—No
sé si le gustarán…
—Podrías
comprarle un anillo de diamantes. ¿Tiene usted anillos de diamantes? —preguntó Tomy al vendedor.
El
hombre miró a Peter, indeciso. Pero él se encogió de hombros. Sentía curiosidad
por saber el precio de un anillo de compromiso. Cuando se casó con Candela no
tenía mucho dinero y solo pudo comprarle un brillante diminuto.
—Tenemos
esmeraldas, rubíes, topacios, diamantes… todo montado en platino u oro blanco.
—Vamos
a verlos.
El
vendedor sacó una bandeja que dejó sobre el mostrador.
—Yo
creo que a Mariana le gustaría ese —dijo Tomy, señalando el anillo con el
diamante más grande.
—¿Cuánto
vale? —preguntó Peter.
—Es
un diamante cortado en talla esmeralda de impecable color, montado en una banda
de platino. Vale nueve mil dólares.
—Nueve
mil dólares —repitió él, atónito—. Tomy, creo que deberíamos buscar algo un
poco más barato. Una pulsera, por ejemplo. O una chompa de cachemir. A Mariana
le gusta mucho el cachemir.
El
niño dejó escapar un suspiro.
—Podríamos
comprar un frasco de colonia. Mariana siempre huele muy bien.
El
vendedor llamó a Tomy con el dedo.
—¿Por
qué no le compras sales de baño? A las mujeres les encantan esas cosas.
—Qué
buena idea. Seguro que tienen cajas de regalo en la sección de perfumería —dijo
Peter.
Bruno
volvió a mirar los anillos, suspirando de nuevo.
—Será
lo mejor. Un anillo es algo muy pequeño y podría perderlo.
Su
padre dejó escapar un suspiro de alivio. Pero seguía pensando en los anillos de
compromiso.
¿Cuál
le gustaría? Mariana tenía unos gustos muy sofisticados y parecía más bien una
chica clásica. Había un anillo con un diamante cuadrado que… Peter sacudió la
cabeza, irritado consigo mismo. ¿Se estaba volviendo loco? Apenas habían
intercambiado un par de besos y ya estaba pensando en un anillo de compromiso.
Entonces
suspiró de nuevo. Si sabía lo que era bueno para él, iría a la sección de
pañuelos.
Mariana
miró el reloj de la cocina mientras se secaba las manos con un paño. Acababa de
terminar una guirnalda con piñas para la chimenea. Tomy estaba tumbado en el
sofá, viendo La guerra de las galaxias y Peter llevaba tres horas en el
establo.
—Son
las diez, cielo. Hora de irse a la cama.
El
niño no protestó. Le dio un beso en la mejilla y después salió corriendo
escaleras arriba. Mariana no tenía ninguna experiencia con niños, pero con Tomy todo salía de forma natural.
Eran
amigos, pero había conseguido mantener un cierto respeto entre ellos. Tomy la
escuchaba y hacía todo lo posible para agradarla. Y las raras veces que se
había portado mal en su presencia, solo tenía que mirarlo y el niño cambiaba de
actitud.
Pero
había descubierto algo más. Mariana no tenía duda de que la quería. Y el
sentimiento era mutuo. Y cuando pensaba
en el día que abandonase Stony Creek no pensaba solo en dejar de ver a Peter,
sino en decirle adiós a Tomy. Cuando se despidiera de él, lo haría con
lágrimas en los ojos… pero decidió no pensar más en ello.
Echando
sidra caliente en un termo y con unas cuantas galletas envueltas en un paño, se
dirigió al establo antes de irse a dormir.
Esperaba encontrar a Peter trabajando, pero lo vio con los codos
apoyados sobre un cajón, mirando fijamente a un caballo.
—¿Va
todo bien?
—No
lo sé. Es Jade… está rara.
Era
la yegua preñada. A la que Mariana daba dulces cada noche.
—¿Está
enferma?
—No
lo sé. Puede que esté a punto de parir.
—¿No
le habré dado demasiado azúcar? —preguntó ella, asustada—. Le doy un par de caramelos
todas las noches. No sé si debería…
—No
te preocupes. Eso no le ha hecho daño.
Mariana
suspiró, aliviada.
—Entonces,
¿qué ocurre?
—Debería
parir en enero, pero el año pasado lo hizo en noviembre y perdió el potrillo. Es
una yegua muy buena y, si llega al final de la gestación, podríamos tener un
caballo estupendo.
—¿Puedo
hacer algo? ¿Quieres que llame al veterinario?
—Con
los caballos es mejor dejar que la naturaleza siga su curso. Solo puedo esperar
—suspiró Peter.
Parecía
distante, preocupado. Y Mariana no sabía qué hacer. ¿Debía quedarse con él para
animarlo o sería una molestia?
—Bueno…
me voy. Tomy ya está en la cama. Te he traído unas galletas y un poco de sidra
caliente —dijo, dejando el termo—. Me voy a dormir.
—Gracias
—murmuró él, distraído.
—Buenas
noches.
Se
volvió para salir del establo, pero Peter la tomó por la cintura.
—Lo
siento —murmuró, acariciando su pelo—. Quédate. No quiero que te vayas.
—Pero
si estás ocupado…
—Mirarte
hace que olvide los problemas —sonrió él—. ¿Te provoca un revolcón en el heno?
—¿Por
qué no empezamos por un beso? Ya veremos dónde nos lleva.
Peter
buscó sus labios y a Mariana se le doblaron las rodillas. Nunca podría negarle
nada, pensó. Cada día lo necesitaba más… y no solo en el aspecto físico. Quería
contarle cosas, compartir sus pensamientos con él.
Unos
días antes estaba convencida de que podría marcharse después de Navidad, que
podría hacer la maleta y tomar el tren como si no hubiera pasado nada… Pero era imposible. No podría marcharse sin
dejar parte de su corazón en aquella granja. Y cuando se fuera, no volverían a
verse.
Mariana
enredó los brazos alrededor de su cuello y lo besó profundamente, intentando
grabar aquel beso en su memoria. Algún día querría recordarlo… ¿o intentaría
borrar los recuerdos? Daba igual porque no podría olvidar a Peter Lanzani. Ni
la distancia, ni el tiempo, ni siquiera otro hombre lograrían que lo olvidase.
Él
respondió a su pasión inmediatamente, tomándola en brazos para llevarla hacia
las balas de heno.
—Este
sitio no parece muy cómodo.
—Pica
un poco y se te meterá en el pelo —sonrió Peter.
—Pero
todas las chicas deberían darse al menos un revolcón en el heno, ¿no?
Riendo,
él la tiró sobre las balas y, al hacerlo, levantó una nube de polvo que la hizo
estornudar.
—Ay,
qué horror. En las películas parecía tan romántico…
—Puede
ser romántico —rió Peter, besando su cuello—. Deja que te lo demuestre.
Entonces
le quitó el abrigo y la chompa. Después se quitó la casaca, la camisa de
franela y las tiró sobre la pila de ropa.
Mariana
cerró los ojos mientras él desabrochaba su blusa. Nunca habían llegado tan
lejos, nunca habían entrado en territorio tan íntimo.
¿Era
eso lo que quería? ¿Podría seguir adelante como si nada después de haber hecho
el amor con Peter?
Pero
cuando sintió los húmedos labios del hombre sobre sus pezones a través de la
tela del sujetador, decidió no hacerse más preguntas. Acariciando su espalda,
intentaba memorizar cada músculo, cada tendón bajo la suave piel. Los sueños
que la habían atormentado todas aquellas noches se convirtieron en una realidad
imposible de negar. Necesitaba a Peter, necesitaba sus manos, sus besos, sus
caricias. Su corazón.
—Sí,
esto puede ser muy romántico —le dijo al oído.
Él
la miró a los ojos.
—Aquí
es donde besé a mi primera chica.
—¿Sobre
estas balas de heno?
—No,
tonta. Eran otras. Se llamaba… no me acuerdo de su nombre.
—¿Y
recordarás el mío? —preguntó Mariana entonces.
La
sonrisa desapareció del rostro de Peter, que se apartó como si lo hubiera
insultado.
—¿He
dicho algo malo?
Él
negó con la cabeza.
—En
cuanto a eso…
—¿En
cuanto a qué?
—Cuando
te marches. No hemos hablado de eso. La verdad, creo que estamos evitándolo.
—No
necesito que me hagas promesas. No quiero promesas que no puedas cumplir.
—No
soy muy bueno en eso de «y fueron felices y comieron perdices», la verdad. Sé
que al final yo lo arruinaría y tú te marcharías de aquí de todas formas
—murmuró Peter entonces, pasándose una mano por el pelo—. Quizá esto es un error.
No deberíamos… acercarnos demasiado. Solo hará que todo sea más difícil.
Mariana
tomó la blusa del suelo. Un simple revolcón en el heno se había complicado de
forma extraordinaria.
—Tengo
que irme. Hasta mañana.
Después
de ponerse el abrigo, salió del establo a toda prisa. ¿Por qué habían tenido
que hablar del futuro? Los dos sabían que no había futuro para ellos.
Cuando
llegó a su habitación, se miró al espejo y rezó para que Peter no la hubiera
seguido. Tenía que olvidarse de él. Quedaba una semana para Navidad, una semana
para reparar los errores.
Pero
no lamentaba haberle hecho esa pregunta. ¿La recordaría cuando se hubiera ido o
se olvidaría de ella? ¿Se convertiría en una especie de fantasía de Navidad?
¿En algo que, poco a poco, dejaría de ser real?
—Tengo
que concentrarme en el trabajo —se dijo.
Pero,
¿cómo podía hacer eso con Peter Lanzani tan cerca? En su corazón sabía que
estaban hechos el uno para el otro.
Pero,
¿sería capaz de hacer que olvidase a su ex mujer?
Mariana
dejó escapar un suspiro. Podía intentarlo. Pero si fracasaba… ¿sería capaz de
aceptar las consecuencias?
Los
últimos rayos del sol entraban por las ventanas cuando Peter volvió del
establo. No había nadie en la cocina, pero Mariana y Tomy tocaban el piano en
el cuarto de estar.
Un
piano que nadie había tocado en dos años. Candela había pensado que conseguiría
más papeles si aprendía a cantar y él le compró el piano unas semanas antes de
que lo abandonase.
—Ahora
tú tocas la melodía y yo la armonía —estaba diciendo Mariana—. ¡No tan fuerte, Tomy!
Tocaba,
se reían, volvían a intentarlo, muertos de risa.
Mariana
nunca perdía la paciencia con el niño, todo lo contrario. Parecía pasarlo bien
con él.
«Sería
una madre estupenda», pensó Peter. Para su hijo… y los hijos que podrían tener
juntos.
Cuando
por fin consiguieron tocar Jingle Bells más o menos decentemente, Mariana
empezó a aplaudir y Tomy hizo una reverencia.
Entonces ella empezó a tocar un villancico clásico, sorprendiéndolo con
su elegante ejecución. ¿Habría estudiado piano de pequeña? Sabía tan poco sobre
ella, sobre su infancia, sobre sus padres, sus sueños…
Pero
sí sabía lo más importante. Mariana Espósito era una mujer buena, generosa,
vulnerable y fuerte a la vez, una mujer apasionada y, sin embargo, práctica. Se
había acostumbrado a su necesidad de perfección y le parecía encantadora. Todas
esas cualidades hacían que se hubiese enamorado de ella…
—¿Tocamos
otra?
—Quiero
que te quedes aquí para siempre —dijo Tomy entonces—. Podrías enseñarme muchas
canciones.
—Eso
estaría bien —sonrió Mariana.
—¿Te
quedarás?
—Tomy,
tengo que volver a Nueva York. Yo trabajo allí y… allí vive mi prometido.
El
niño la miró, atónito.
—¿No
vas a casarte con mi padre?
Entonces
fue ella quien lo miró perpleja.
—No
creo que tu padre quiera casarse otra vez… por el momento. Pero algún día
encontrará a una mujer perfecta que te querrá mucho y serán una familia feliz.
—Pero
tú eres la mujer perfecta, Lali. Eres un ángel.
Peter
entró entonces en el cuarto de estar y Tomy saltó del banco para darle un
abrazo.
—¡Papá,
Mariana me ha enseñado a tocar Jingle Bells! ¿Quieres oírla?
—Sí,
claro. ¿Por qué no esperas a que el abuelo venga del establo? No, mejor… ¿por
qué no vas a buscarlo? Es casi la hora de la cena y tengo que hablar un momento
con Lali.
El
niño salió corriendo de la habitación. Unos segundos después oyeron el
consabido portazo y Peter se apoyó en el marco de la puerta.
—No
creo que debas hacer eso.
—¿Hacer
qué? —preguntó Mariana—. ¿Tocar el piano? Los conocimientos musicales ayudan a
los niños con las matemáticas y…
—No
creo que debas dejar que Tomy te tome demasiado cariño. Le dolerá mucho cuando
te vayas.
—Yo
no puedo controlar sus sentimientos, Peter. Tu hijo siente lo que quiere
sentir.
No
era el único, pensó él.
—No
quiero que sufra. Y lo hará si se encariña contigo.
—¿Y
qué quieres que haga?
—No
lo sé.
—¿Quieres
que me marche?
—Yo
no te pedí que vinieras aquí. Estábamos muy bien los tres solos —contestó Peter,
sin mirarla.
—¿Qué
te pasa? ¿Es por lo de anoche? —preguntó Mariana, irritada.
—No.
—Pensé
que nos entendíamos. Yo he venido aquí a hacer un trabajo y cuando termine
volveré a Nueva York. Tomy tiene que aprender que conocerá a mucha gente en su
vida y que no hay necesidad de llorar cuando se marchan.
—Tú
no estabas aquí cuando su madre se marchó. No sabes por lo que tuvo que pasar.
—Yo
no soy su madre.
—Pero
podrías serlo —replicó Peter—. Y mi hijo lo sabe.
—Entonces,
tendrás que hablar con él. Tendrás que explicárselo.
—Tomy te quiere. Tú eres su ángel y cree que le perteneces.
—No
seas bobo. Él sabe que tengo que volver a Nueva York.
—¿Tú
crees? Entonces, ¿por qué quería que te comprase un anillo de compromiso?
—¿Qué?
—Ayer,
cuando fuimos al centro comercial, me pidió que te comprase un anillo de
compromiso.
—Yo
no le he pedido un anillo, como te puedes imaginar. Además, no me casaría
contigo aunque me ofrecieras uno —replicó Mariana.
—Tampoco
yo quiero casarme contigo.
—¡Yo
no me casaría contigo aunque me ofrecieras un millón de dólares!
—¡Y
si yo tuviera un millón de dólares no te los daría para que te casaras conmigo!
—¿Por
qué estamos gritando? —preguntó Mariana.
—No
lo sé —suspiró él, dándose la vuelta.
No
podía seguir mirándola porque deseaba tomarla en sus brazos y olvidar su
indecisión y sus dudas. ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil?
—¿Quieres
que me marche?
—No
—contestó Peter—. No quiero que te marches, pero no sé cómo puedes quedarte sin
hacerle daño a Tomy.
Aquello
pareció tomarla por sorpresa, pero tenía que decir la verdad. ¿No se daba
cuenta de lo que sentía? ¿No era evidente? ¿O llevaba tanto tiempo escondiendo
sus sentimientos que había construido una barrera imposible de penetrar?
—Ten
cuidado, ¿de acuerdo?
—Muy
bien —dijo Mariana, muy seria—. Si no tienes nada más que discutir conmigo, me
voy a hacer una ensalada.
—No
me gusta discutir contigo.
—Pues
no discutas —replicó ella—. Solo queda una semana para Navidad y es absurdo que
nos pasemos el día gritándonos el uno al otro.
—También
lo es ponerse a hacer una ensalada en medio de una discusión.
—Tenemos
que cenar —dijo Mariana pasando a su lado.
Solo
entonces Peter se dio cuenta de que no habían resuelto nada. Empezaron con un
problema, siguieron con una discusión y, al final, estaban enfadados.
La
siguió a la cocina y observó en silencio mientras hacía la ensalada. Ella no lo
miraba siquiera, dispuesta a ignorarlo por completo.
Le
temblaban un poco las manos y, al abrir una cajita de piñones, se le cayeron
sobre la repisa, pero los recogió y empezó a partirlos tranquilamente.
—La
gente no suele utilizar frutos secos en la ensalada, pero es la mejor forma de
comerlos. Le dan un sabor especial al mezclarse con la lechuga y el tomate… y
son muy ricos en calcio. Una ensalada con yogur y piñones es sencillamente…
perfecta.
—¿Quieres
hablar de gastronomía? —preguntó Peter—. Tengo la impresión de que quieres
decirme otra cosa.
—¿De
qué quieres hablar? ¿Del asado, de las galletas, de las guirnaldas?
Aparentemente, la comida y los adornos son los únicos temas por los que no
discutimos.
—Eso
no es verdad.
—Pues
debería serlo. Para eso estoy aquí —replicó Mariana—. Para adornar tu casa,
para que tu hijo coma lo mismo que los otros niños en Navidad, para comprar
toallitas con árboles y colocar velas por todas las habitaciones. En eso es en
lo que se ha convertido mi vida y, la primera vez que salgo y comparto mis
sentimientos con alguien, resulta que me he dado contra la pared. Me
concentraré en decorar tu casa y llenar la despensa de galletas. Así, todos
contentos.
—Mariana…
—Y
ahora, si me perdonas, tengo cosas que hacer y no quiero distracciones.
Peter
se quedó callado, sin saber cómo reparar el daño que había hecho. Nunca la
había visto tan dolida… Le gustaba que
fuese cariñosa con Tomy, pero no quería que su hijo sufriera otra vez.
Al
final, decidió que lo mejor era desaparecer. Y hasta que supiera qué hacer para
verla sonreír de nuevo, no pensaba hacer nada.
Porque intuía que Mariana y él estaban en el umbral de algo para lo que
ninguno de los dos estaba preparado.
Y
no quería ser él quien diera el primer paso.
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