Capítulo 4:
Las
llamas de la chimenea se estaban convirtiendo en brasas cuando Mariana terminó
de decorar el árbol del cuarto de estar. Tommy se había aburrido de colgar
adornos y estaba dormido en el sofá, con la cabeza sobre la barriga de Coraje.
Aunque
Peter aparentaba estar leyendo el periódico, Mariana sentía la mirada del
hombre clavada en su espalda.
¿Cómo
había podido ir la cosa tan rápido? Tres noches antes eran unos desconocidos y,
de repente, se sentía como una quinceañera saturada de hormonas.
Nunca
se había creído una mujer apasionada. Benjamín y ella tuvieron una
satisfactoria relación en la cama, pero nunca hubo trompetas, ni coros de
ángeles…
Sin
embargo, sabía que podría tener todo eso… con Peter Lanzani. Cada vez que lo
miraba, sentía como si se le encogiera el estómago.
Lo
sensato sería mantener una simple relación profesional, pero su corazón le
decía que había algo más. Después del revolcón en la nieve, solo podía pensar
en terminar lo que habían empezado.
Pero,
¿dónde los llevaría un beso? Mariana intuía que a un corazón roto, y eso era
algo que debía evitar a toda costa.
Después
de colocar el último adorno, dio un paso atrás. La idea de decorar un árbol con
«bichos» no le hizo mucha gracia, pero debía reconocer que quedaba simpático.
Habían encontrado mariposas, mariquitas y gusanitos de colores que, mezclados
con ramas de muérdago, le daban un toque infantil muy inocente. Aunque no era
un trabajo muy sofisticado, tenía su encanto.
—¿Qué
te parece? —preguntó, mirando el nido de pájaros que coronaba el árbol.
—¿Perdona?
—¿Qué
te parece el árbol?
Peter
miró a Tommy.
—Será
mejor que lo lleve a la cama.
El
pequeño abrió los ojos bostezando, pero cuando vio las mariposas iluminadas por
las luces de colores, se emocionó.
—¡Qué
bonito! —exclamó, abrazando a Mariana.
—¿Te
gusta?
—Es
el árbol de Navidad más precioso del mundo.
—Mañana
adornaremos los otros. Buenas noches, cielo.
—Buenas
noches.
Los
vio salir juntos del cuarto de estar. El cariño que había entre padre e hijo
era tan grande, que le calentaba el corazón. Ella había tenido el mismo cariño
de sus padres. Y algún día tendría un hijo al que estaría unida por la misma
relación de amor incondicional.
Pero
cuando se imaginaba a sí misma como madre, la imagen ya no era borrosa. Tommy era el niño que aparecía en su mente. Y Peter Lanzani se había colado en el
papel de marido.
Aunque
no quería casarse con él, por supuesto. Qué tontería. Solo quería un hombre
dedicado a sus hijos, un hombre de los pies a la cabeza, alguien en quien poder
confiar.
Suspirando,
apagó la luz del cuarto de estar para comprobar el efecto y se quedó un rato en
la oscuridad, observando el árbol, respirando el aroma de este recién cortado…
—Una
belleza.
Mariana
se volvió.
—¿Te
gusta?
—No
estaba hablando del árbol —murmuró Peter.
Ella
se puso colorada. Un simple cumplido podía desarmarla… especialmente si quien
se lo hacía era Peter Lanzani.
—Creo
que lo de los bichos ha funcionado.
—¿Quieres
una copa de vino?
—Tengo
que colgar la guirnalda en el estudio. Y también tengo que…
De
repente, Peter tomó su cara entre las manos. Era algo tan inesperado, que Mariana
no supo qué hacer. Pero no estaba indignada, ni avergonzada, ni se sentía
culpable. Todo lo contrario.
Al
ver que no protestaba, él se inclinó para besarla, ahogando un gemido ronco. Al
principio era un beso suave, apenas un roce, pero pronto se convirtió en una
caricia llena de pasión.
—Quería
hacer esto desde la primera noche —murmuró, besando su cuello—. Dime que tú
también lo deseabas.
—Yo…
no estoy segura —musitó Mariana, inclinando la cabeza a un lado para disfrutar
de la caricia.
Quería
mantener las distancias con Peter… pero deseaba demasiado sus besos.
—¿Por
qué lo niegas? Nos sentimos atraídos el uno por el otro. Es muy sencillo.
—Pero
no lo es. Estoy aquí para trabajar y tengo que volver a Nueva York. Tengo un
negocio y…
—No
te estoy pidiendo que te quedes —la interrumpió él—. Esto no es una proposición
de matrimonio.
Mariana
se apartó de golpe.
—Por
eso no deberíamos besarnos.
—¿Necesitas
un anillo de compromiso para besar a un hombre?
—No
seas ridículo.
—¿Entonces?
Ella
buscó una buena razón para no besar a Peter Lanzani, pero no encontró ninguna.
¿Por qué no? Al fin y al cabo, ya no estaba prometida con Benjamín. Era una
mujer libre y podía besar a quien le diese la gana.
—Hay
otro hombre —dijo entonces, agarrándose a la primera excusa que se le ocurrió.
—No
lo habrá después de esta noche —murmuró Peter, acariciando su cuello.
—Lo
digo en serio.
—¿Estás
comprometida? —preguntó él entonces, mirándola como si le hubieran salido
cuernos.
—No…
quiero decir, sí. Hace unos meses, Benjamín me pidió que me casara con él.
No
era una mentira… del todo.
—No
veo ningún anillo de compromiso.
—No
necesito un anillo para saber lo que siento.
—¿Y
qué sientes cuando estás con él, Mariana? ¿Te hace sentir lo mismo que yo? ¿Te
deja sin respiración, sin aliento? —preguntó Peter, tomándola por la cintura.
—Estate
quieto.
—Oblígame.
Y
entonces se inclinó para besarla de nuevo. La besaba con ternura y, a la vez,
con un deseo tan fiero que Mariana podía sentirlo atravesando su cuerpo. Y
cuando se apartó, dejándola sin aire, no supo cómo reaccionar.
—No
puedes cambiar el pasado castigándome a mí. Yo no soy tu ex mujer, Peter. Y
cuando me marche, no podrás echarme la culpa. No te abandonaré, sencillamente
volveré a mi mundo.
Él
dio un paso atrás, perplejo.
—Acabas
de contestar a todas mis preguntas. ¿Necesitas ayuda para algo? Si no, tengo
mucho trabajo en el establo.
—¿Eso
es todo? —preguntó Mariana.
—No
se preocupe, señorita Espósito. No pienso volver a besarla. A menos que me lo
suplique, claro.
Después,
tomó su chaqueta y salió de la casa.
Ella
se llevó una mano al corazón, que latía con violencia.
—Me
alegro de haberlo aclarado —murmuró para sí misma.
Se
dispuso a guardar las cajas, pero le temblaban tanto las manos que tuvo que
sentarse.
Peter
no volvería a besarla, no volvería a mirarla con deseo…
Si
pudiera convencerse a sí misma de que eso era lo que quería. Si pudiera
concentrarse en el trabajo y no en la increíble atracción que sentía por Peter Lanzani…
—Haz
las maletas y vente para acá —dijo Mariana, intentando contener la histeria—.
Hay un tren que sale de Nueva York a las nueve y llega a Schuyler Falls
alrededor de mediodía.
—¿Mamá?
—¡Soy
Mariana!
Al
otro lado del hilo hubo un silencio. Y después, un largo bostezo.
—¿Mariana?
Son las cinco de la madrugada.
—Sé
qué hora es y quiero que estés aquí mañana. A partir de ahora, tú te encargas
de esto.
La
exclamación de Euge no la aturdió en lo más mínimo. Llevaba horas dándole
vueltas a la cabeza y había decidido que no podía seguir en casa de los Lanzani.
Peter había dicho que no volvería a tocarla, pero estaba segura de que, tarde o
temprano, ella le acabaría suplicando. Y entonces no querría solo besos. No,
querría mucho más.
Pero
no podía ser. Apenas lo conocía.
Había
tardado casi un año en decidirse sobre Benjamín y, a pesar de que le había
salido el tiro por la culata, esa era su forma de proceder. Mariana Espósito nunca
tomaba decisiones precipitadas. Siempre había considerado sus opciones
cuidadosamente.
Aunque
una aventura con Peter Lanzani sería muy excitante, también sería muy
peligrosa. Sabía que no era el tipo de hombre que entrega su corazón a
cualquiera. El divorcio le dejó cicatrices y había dejado bien claro cuáles
eran sus sentimientos. Se sentía atraído por ella, pero no habría proposición
de matrimonio ni final feliz. Solo sería… un revolcón.
—¿Qué
pasa? —preguntó Euge, medio dormida.
—Creo
que es mejor que tú te encargues de este trabajo.
—¿Por
qué?
—Porque
tú eres… eres más fuerte que yo.
—Si
hay que levantar cosas pesadas, ¿por qué no contratas a alguien?
—No
me refiero a eso —suspiró Mariana.
—Entonces,
¿a qué te refieres? ¿Y qué te ocurre? Pareces muy alterada.
—Estoy
bien.
—Estás
mintiendo. Siempre sé cuando mientes, incluso por teléfono. ¿Qué ocurre?
—Es
que hay un hombre… el padre de Bruno Lanzani, Peter. Y hay algo entre nosotros.
—¿Hay
algo? No te habrás puesto toda puritana y toda boba, ¿no? ¿Cuántas veces te he
dicho que debes ser un poco más flexible?
—¡No
me he puesto boba! —exclamó Mariana, sentándose sobre la cama—. Todo lo
contrario. Terminamos besándonos.
—¿Has
besado a un hombre? —preguntó Euge, incrédula—. ¡Has besado a un hombre! ¿En
los labios?
—Sí.
—Qué
alegría.
—Pero
tengo una reputación que proteger…
—Ya
te estás poniendo boba.
—No
puedo tener una aventura con un cliente —protestó Mariana.
Esperaba
que Euge no le recordase que, en realidad, Peter no era un cliente. Podría
hacerle un striptease en la cocina si le daba la gana.
—Tienes
que vivir un poco, mujer.
—Por
favor, Euge, tienes que ayudarme. Si me quedo, no sé qué va a pasar.
—Ah,
claro, podrías volverte loca y hacer el amor con ese hombre, qué susto. ¡Pero
eso es precisamente lo que necesitas! Mariana, tú tienes la vida planeada al
detalle y creo que deberías hacer algo espontáneo por una vez.
—¡No
estamos hablando de mis defectos! ¡Estamos hablando de sexo! Sexo con un hombre
que, seguramente, lo hace muy bien además. Y yo no. Y si quieres seguir
colgando adornos de Navidad conmigo el año que viene, haz las maletas y toma el
tren de las nueve.
—Pero
es que tengo trabajo aquí —protestó su ayudante—. No puedo tomar un tren a las
nueve de la mañana…
Mariana
no pensaba seguir discutiendo. Porque entonces tendría que convencer a Euge de
que su reputación era más importante que un par de noches de ardiente sexo con Peter
Lanzani. Y, en aquel momento, no sería capaz.
Después
de darle una serie de instrucciones, aceptó que tomase el tren de la tarde y
colgó, ocultando la cara entre las manos. ¿Cómo se había metido en aquel lío?
Si se hubiera apartado cuando la besó…
Pero
se sentía atraída por Peter desde que lo vio en el establo la primera noche. En
ese momento sintió algo extraño, un magnetismo salvaje. Se sentía dominada por
el instinto, no por el sentido común.
Y
ella no era así.
Nerviosa,
tomó la guía y buscó el número de la empresa de taxis de Schuyler Falls. Aunque
el tren no salía hasta las once, cuanto antes escapase de allí, mejor.
Un
hombre contestó, medio dormido, pero aceptó ir a buscarla media hora después.
Así tendría tiempo de hacer la maleta y dejar una nota para Tomy.
Cuando
salía de la casa apenas había amanecido y las luces de los establos iluminaban
el camino cubierto de nieve. Pero en cuanto bajó los escalones de la entrada,
se chocó contra alguien.
Con
los nervios, se le cayó la maleta en el pie y lanzó un grito de dolor.
—¿Dónde
vas? —preguntó Peter.
Apretando
los dientes, Mariana tomó de nuevo la maleta y pasó a su lado, sin mirarlo.
—A
Nueva York.
—¿Ahora
mismo?
—Solo
querías que me quedase tres días y ya han pasado, ¿no?
—Pero
te dije que…
—Da
igual. Es mejor que me marche. He llamado a mi ayudante, Eugenia Suárez.
Llegará mañana.
—Pero
Tomy te quiere a ti —dijo Peter, tomándola del brazo—. Tú eres su ángel de
Navidad… ¿Es por el beso de anoche?
—No
digas tonterías —le espetó Mariana, muy digna.
Pero,
al darse la vuelta, resbaló en la nieve y cayó de espaldas.
¿Qué
pasaba en aquella granja? Metía los pies donde no debía, se resbalaba… estaba
perdiendo los nervios.
—¿Te
hiciste daño?
—¡No!
¡Y no quiero ser el ángel de nadie! —le espetó ella, levantándose de un salto—.
A Tomy le gustará Euge. Se lleva mejor con los niños que yo.
—Tú
te llevas muy bien.
—¿Tú
crees?
—No
te vayas —dijo él entonces—. Tomy te echaría de menos y no quiero que el niño
pague por mis errores.
—Entonces,
¿admites que besarme fue un error? —preguntó Mariana.
—No
he querido decir eso.
—¿Qué
quieres de mí, Peter?
Él
apartó la mirada.
—¿Y
yo qué sé? No sé lo que siento por ti, Lali. Ni lo que quiero de ti. Y creo que
tú tampoco. Pero no lo sabremos nunca si vuelves a Nueva York como un conejo
asustado.
—Vine
aquí para hacer un trabajo. Pero no puedo hacerlo si intentas besarme cada dos
por tres.
—¿Crees
que has traicionado a tu prometido?
—¿Mi
prome…? Sí, claro. Mi prometido. Eso es lo que pasa.
—Una
mujer que está a punto de casarse no va por ahí besando a otros hombres.
—¡Yo
no voy por ahí…! Me besaste tú. ¡Y no besas como un caballero!
Él
soltó una risita.
—Me
tomaré eso como un cumplido.
—¿Lo
ves? No eres un caballero —repitió Mariana, dándose la vuelta.
Peter
la tomó del brazo y cuando ella quiso apartarlo levantando la maleta… en sus
prisas por marcharse de Stony Creek había olvidado poner el cierre de seguridad
y su ropa acabó esparcida por la nieve.
Pijamas,
polos, faldas… y braguitas negras de encaje.
Él
tomó una con dos dedos, como si quemara.
—Dices
que no soy un caballero, pero esto prueba que tampoco tú eres una dama.
Mariana
intentó quitárselas, furiosa.
Pero,
además de la furia, había otro sentimiento mucho más poderoso. Un impulso, un
deseo loco de echarse en sus brazos y besarlo hasta que se derritiera la nieve.
De hacerlo sentir exactamente lo que ella sentía. Y había llegado el momento de
dar rienda suelta a sus impulsos, decidió.
Dando
un paso adelante, lo tomó por la pechera de la camisa y lo besó con todas sus
fuerzas. Cuando estuvo segura de haber obtenido la reacción que esperaba, se
apartó.
—Quédate
con las braguitas. Puedes usarlas para decorar el árbol de Navidad.
Después
de guardar la ropa en la maleta a toda prisa se dio la vuelta y, con cuidado
para no volver a resbalar, tomó el camino que llevaba a la carretera.
Aunque
no era una retirada muy digna, tendría que valer. Porque Mariana Espósito no
pensaba caer en las garras de Peter Lanzani. Y ese beso lo había probado.
El
primer tren de vuelta a Nueva York salía de Schuyler Falls a las once de la
mañana. Como Cristóbal iba mucho por la estación se sabía los horarios de
memoria, incluso las paradas entre Schuyler Falls y Nueva York.
Tomy y él se habían escapado del colegio durante el recreo para ir a buscarla,
rezando para llegar a tiempo. Y rezando para que sus padres no los castigasen.
Cuando
llegaban, oyeron una voz por Megafonía:
—Señoras
y señores pasajeros con billete para Nueva York, con parada en Saratoga,
Schenectady, Albany, Hudson, Poughkeepsie y Yonkers, pueden subir al tren.
—¡Hemos
llegado tarde!
—No
—dijo Cristóbal—. Siempre sale quince minutos después del anuncio.
Tomy abrió la puerta de la estación, apretando contra su pecho el regalo que
llevaba. Pero su ángel de Navidad no estaba en el vestíbulo. Y cuando salieron
al andén, tampoco la vio.
—¡Debe
haber subido al tren!
—Pues
tendremos que subir. Si nos piden el billete, diremos que tu madre está dentro
y que habíamos bajado para ir al servicio.
Tomy se armó de valor. Aquel era su ángel de Navidad y tenía que hacer lo que fuese
para recuperarlo.
—¿Van
a Nueva York, niños? —les preguntó el revisor cuando iban a subir.
—No…
digo sí —murmuró Tomy.
—Con
su madre —explicó Cristóbal—. Yo solo he venido para decirle adiós.
Tomy le dio un codazo. Mentía bien, pero era un gallina.
—Muy
bien. Sube muchacho.
Nervioso,
subió al tren y empezó a buscar a Mariana. La encontró un par de vagones más
adelante, con los ojos cerrados.
—No
puedes marcharte —le dijo, sentándose a su lado.
Cuando
ella abrió los ojos, le dio unas flores de plástico y una chocolatina que
llevaba en el bolsillo.
—¿Qué
haces aquí?
—He
venido para llevarte de vuelta a mi casa. No sé por qué te has enfadado
conmigo, pero…
—No
estoy enfadada contigo, Tomy. Es que tengo que arreglar unos asuntos en Nueva
York.
—Te
he traído las flores por si acaso estabas enfadada. Cristóbal dice que su padre
siempre le lleva flores a su madre cuando está enfadada por algo.
—¿Cómo
has subido al tren? —le preguntó Mariana.
—Le
he dicho al revisor que estaba con mi madre.
—Tienes
que bajar, cariño. Antes de que el tren arranque.
—No,
pienso irme contigo a Nueva York. Quiero pasar las navidades en tu casa.
Podía
imaginar cómo serían las navidades en casa de Lali… Tendría un enorme árbol de
Navidad con millones de bombillas y cientos de regalos envueltos en papeles de
colores. Pondría un platito de galletas y un vaso de leche en la ventana para Papa
Noel, seguro. Lo dejaría acostarse a la hora que quisiera y después, el día de
Navidad, haría tortitas con chocolate para desayunar.
—¿Y
tu padre? —preguntó ella—. Estará preocupado por ti.
—He
venido con Cristóbal. Él sabe dónde voy y se lo dirá a mi padre y a mi abuelo.
¿Cuándo nos vamos? ¿Podemos ir al vagón restaurante?
Lali
lo tomó de la mano.
—Tú
no vas a ninguna parte. Y parece que yo tampoco. Voy a llevarte a casa ahora
mismo.
Tomy se levantó de un salto.
—¡Sabía
que volverías conmigo!
—Me
has obligado a ello.
—¿Qué
ha sido, la chocolatina, las flores?
Mariana
bajó del tren y después ayudó al niño a bajar.
—Ha
sido esa sonrisa tuya —murmuró, dándole un pellizco en la nariz—. Eres un niño
encantador.
«No
se parece a su padre».
Los
dos se volvieron. Tomy, con cara de susto. Su padre estaba en el andén y Cristóbal
miraba el suelo, colorado como un tomate.
Los
habían descubierto. Ni videojuegos, ni televisión durante una semana. Y nada de
jugar con Monito o Cristóbal después de clase.
—Me
han llamado del colegio para decir que Cristóbal y tú habían desaparecido —dijo
Peter, cruzándose de brazos—. La madre de Cristóbal estaba a punto de llamar a
la policía.
Tomy prácticamente se escondió bajo el abrigo de Mariana.
—Es
que estábamos en el recreo y… como la estación está cerca…
—Sí
—asintió Cristóbal—. Solo queríamos venir un momentito.
—Pensábamos
volver ahora mismo —dijo Tomy. La mirada severa de su padre lo hizo suspirar—.
Bueno, no es verdad, pero… me da igual que estés enfadado. Tenía que recuperar
a mi ángel.
El
revisor tocó el silbato entonces, anunciando el consabido «viajeros al tren».
—Mariana
tiene que irse a casa —dijo Peter—. Y su tren está a punto de salir.
—No
—murmuró ella.
—¿No?
Se
quedaron en silencio durante largo rato.
Tomy miró a cada uno de ellos. Allí pasaba algo muy raro. Mariana miraba a su padre
como Esperanza Bauer a Raymond cuando le decía que quería casarse con él. Y su
padre miraba a Mariana tan concentrado como Cristóbal cuando intercambiaba stickers
de Michael Jordán.
—No
tengo que irme a casa hasta después de Navidad —dijo ella entonces. Después, se
dirigió al vestíbulo de la estación con la maleta en la mano.
Y
se perdió el suspiro de alivio de su padre, que parecía haber estado
conteniendo la respiración.
Cristóbal
levantó las cejas cómicamente.
—Son
novios —murmuró.
Tomy arrugó el ceño. ¿Mariana enamorada de su padre? ¿Su padre también estaría
enamorado de ella?
—¿Tú
crees?
—Yo
fui el que le dijo a Monito lo de Esperanza Bauer. Yo sé mucho de chicas. Tu
padre está enamorado y ella también.
Tomy tardó un momento en digerir aquella información.
—Qué
bien —murmuró, corriendo hacia Mariana. Cuando llegó a su lado, la tomó de la
mano, sonriendo.
—Cuando
vuelva del colegio, ¿puedes hacerme unas tortitas? De esas que tienen sirope de
fresa…
—Podemos
hacer lo que tú quieras —dijo ella.
—Muchas
gracias —sonrió Tomy, mirando a su pecoso cómplice—. Por cierto, a mi padre
también le gustan mucho las tortitas con sirope de fresa.
Mas tierno tomyyy
ResponderEliminarQuiero un nene así, q cosiiita��
ResponderEliminarObviamente tambn quiero a un peter como marido